Puerto Vallarta de película. Marco Antonio Cortés Guardado

Puerto Vallarta de película - Marco Antonio Cortés Guardado


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      Hiernaux ha precisado el término imaginario de la siguiente manera: “en la formación del imaginario se ubica nuestra percepción transformada en representaciones a través de la imaginación, proceso por el cual la representación sufre una transformación simbólica. El imaginario es justamente la capacidad que tenemos, de llevar esta transformación a buen término”. En este sentido, la importancia del imaginario así entendido es que opera fundamentalmente como “guía de acción”; es decir, el imaginario orienta la acción social, y en esto radica su especial “fuerza creativa” (Hiernaux, 2007: 20).

      De ahí también la capacidad del cine para, justamente, incidir en los cursos de la interacción social y orientar su trayectoria. Valga la pena un ejemplo de la influencia transformadora en los imaginarios sociales que pueden tener el cine y las películas. Se trata del documental rumano Chuck Norris contra el comunismo (2014), obra dirigida por Ilinca Calugereanu, que consigna el surgimiento de una red ilegal de traducción, reproducción y distribución (en la segunda mitad de la década de los 80) de películas occidentales videograbadas en formato VHS, principalmente cine de Hollywood, y cuya exhibición estaba prohibida en Rumania. Lo sobresaliente es que, si bien la rudimentaria elaboración de copias de películas en formato VHS degradaba la calidad de la imagen, y además de que la voz de una sola mujer traducía los diálogos de todos los personajes en cada cinta, el entusiasmo y la experiencia excepcional vivida por los espectadores rumanos no se veía menguado. De hecho, la traductora, Irina Nistor, se volvió una leyenda en su país, pues su voz omniabarcante llegó a los oídos de millones de rumanos.

      Se trató de un fenómeno extendido que originó un amplio público clandestino en este país, audiencias que utilizaron al cine como una ventana por la cual asomarse para ver, juzgar y valorar una realidad distinta a la suya: un sistema de costumbres, actitudes y valores que, vehiculadas por la fascinación del cinematógrafo, terminaron ejerciendo un influjo poderoso en el proceso de deslegitimación del orden socialista (el régimen opresor de Ceaucescu) y que además alimentaron la disposición a “rebelarse” y “derrocarlo” (como finalmente ocurrió en 1989). Un lúcido testimonio recogido en el documental resume el asunto con pocas palabras: “Durante la Revolución de 1989 todos salieron a la calle porque sabían que podían tener una vida mejor. ¿Cómo lo supieron? A través de las películas”.

      Y es que como anota Rojas Mix, “Sabemos muchas cosas simplemente por haberlas visto. En la civilización de la imagen el recuerdo de los acontecimientos aparece cada vez más ligado al panorama visual” (2006: 30).

      Ahora bien, el “sentido de realidad” propio del cine da lugar a experiencias vividas, pero no implica ya sea aceptación, o bien rechazo automáticos de los contenidos de una narración: es, de hecho, independiente de esto. El mismo ocurre dentro de un contrato espectador-producción, en el que el primero juzga la veracidad de lo que ve al tiempo que suspende su evaluación moral de acontecimientos cuestionables. Un espectador acude a ver un filme que va contra todas sus convicciones personales, por ejemplo, gracias a ese contrato implícito. Pero aún así, se trata de una experiencia viva y actual que activa los sentidos, pero también la conciencia moral, los conocimientos, emociones, valores, hábitos y estilos de vida de las audiencias. Es precisamente esa incorporación amplia de dimensiones lo que la hace que se experimente como vivencias reales, y la evaluación que el individuo hace de una película supone el ejercicio de su facultad de juicio mediante un proceso que involucra elementos morales y cognitivos, pero, sobre todo, estéticos.

      Cualquier influjo del cine sobre la sociedad presupone, pues, un paso complejo por filtros culturales de distinta índole, pero es seguro, de cualquier manera, que el cine tiene la influencia, variable en amplitud y profundidad, que se le atribuye desde muchos puntos de vista. En fin, el cine es una forma de entretenimiento, entre otros, y busca divertir, en el sentido amplio del término. La “evasión de la realidad” puede ocurrir, pero lo peculiar es que aún entonces, o precisamente por ello, produce experiencias reales y puede impactar en la realidad de las personas y las colectividades.

      Capítulo II.

      Ciudades, películas y cine

      Cine e imaginarios urbanos

      Las formas de la sensibilidad que son características de las sociedades modernas no se explican sin las trasformaciones originadas en y promovidas por el surgimiento y evolución de las ciudades como centros y ejes de la moderna configuración del espacio geográfico y social. Los imaginarios modernos son por ello imaginarios urbanos esencialmente, es decir, configuraciones de la mentalidad social construidas en la compleja red de vicisitudes de la vida urbana, y a partir de las experiencias vitales que ocurren en este contexto.

      En la actualidad, la población urbana suma cerca del 55% de la población mundial, y en las regiones desarrolladas (y algunas en desarrollo) se aproxima al 80% o más. Pero aún cuando estas proporciones eran menores, en los albores del cine, es decir, del siglo XX, las ciudades eran ya los “lugares centrales” de prácticamente toda configuración espacial en proceso de modernización. La producción simbólica o imaginaria del espacio pasó a ser estructurada por el crecimiento de las ciudades y su predominio histórico y geográfico.

      Lo que importa anotar, de cualquier manera, es que la cultura, y en general la visión del mundo de la población mundial es fundamentalmente la que predomina en las ciudades: la población que habita en las áreas rurales está cada vez más influenciada y permeada por la cultura y los estilos de vida de las concentraciones urbanas. Son pocos los casos y reducidos los segmentos de la sociedad en los que la mentalidad propia de lo rural predomina hasta cierto grado sobre la citadina, como ocurría en los albores de la urbanización (algo que se veía claramente en la época dorada del cine mexicano o en el éxito del género del wéstern). A lo sumo, se dan mixturas ocasionales donde se mezcla lo rural con lo urbano, combinando de distintas maneras, en diversas configuraciones, los elementos provenientes de estos ámbitos.

      El sensorium urbano, esto es la forma de la sensibilidad moderna que nace con las ciudades, se entreteje en el entramado de las relaciones, entre la realidad material y objetiva de las aglomeraciones urbanas (casas, edificios, calles, avenidas, parques, vehículos de transporte, equipamiento eléctrico e hidráulico, alumbrado público, señalizaciones, monumentos, etc.), por una parte; y su realidad imaginaria y simbólica (estilos arquitectónicos, nomenclatura urbana, lugares con significación histórica, religiosa o cultural, señalización, la ciudad misma representada como un objeto con personalidad propia), por la otra. Todo ello es experimentado por sus habitantes en los contornos de una nueva manera de concebir el tiempo y el espacio, el movimiento y su duración.

      David Harvey, el conocido geógrafo inglés, afirmaba que “no es posible entender una ciudad sino como una construcción de capas de realidad y fantasía que se superponen y complementan; en la ciudad el hecho y la imaginación deben fusionarse inevitablemente”. (Citado en Franco Salgado, 2017: 45). Precisando que los hechos de por sí adquieren significación gracias a una conexión imaginada (es decir, mediada por el lenguaje y el habla, la memoria y la reflexión) que tiene lugar en la psicología de las personas y se construye en la interacción de unas con otras.

      El cine, por su parte, es un fenómeno cultural también esencialmente urbano. El cinematógrafo vio su alumbramiento en las ciudades, pero más que nada es concebido como la expresión artística típica de los modos y procesos que configuran los imaginarios citadinos, o de los imaginarios sociales que se originan en las representaciones urbanas. Por esta razón, y siguiendo de nuevo a Harvey, se afirma que si “el desarrollo de las comunicaciones y el transporte conduce a una compresión del espacio-tiempo en las dinámicas urbanas”, que son por su naturaleza espacios fragmentados, “por su propia ontología, el cine es la forma de arte que mejor representa estas circunstancias. Existe una especie de paralelismo en la forma como el transporte y las comunicaciones conectan las distintas partes del espacio geográfico de las ciudades, con la manera en que el montaje en el cine articula fotogramas y escenas filmadas separadamente, para conseguir una cohesión narrativa y espacial”, que resulta coherente e inteligible. (Franco Salgado, op. cit.: 45).


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