El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo

El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo


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los teólogos:

      Comienza recordando lo que significó la ciencia teológica en «otros tiempos». «La teología era entonces la emperatriz de las ciencias». El objeto de la teología ha sido siempre el más alto que la mente humana podía afrontar: «era la ciencia que hacía conocer a Dios y sus misterios». «La teología, firme y audazmente edificada (como una catedral) sobre los pilares maestros de la Revelación, de la Tradición y de la Razón». La Patrística –dice Papini– sería algo así como la «primavera de la teología»[63].

      Y se pregunta Papini:

      «¿Por qué, pues, la divina teología es hoy tan poco popular entre los hombres? ¿Por qué la ciencia suprema, la ciencia de Dios, es ignorada hoy incluso por los no ignorantes? ¿Por qué la vemos quedar relegada, sobre todo en nuestra Iglesia, a las clases de los seminarios y los estudios de los monasterios? (...) ¿Qué ha sucedido? ¿No se presenta jamás a vuestro ánimo la duda de si tan funesta falta de interés no será, en su mayor parte, culpa vuestra?»[64].

      Evidentemente, no toda la culpa de este olvido –responde Papini– hay que echársela a los teólogos, pero sí en parte. «La verdad, dolorosa verdad, es que la vida ardiente y creadora del pensamiento se ha retirado de vosotros. Después de santo Tomás –digamos también después de Suárez– no habéis sido capaces de erigir una nueva y potente síntesis teológica»[65].

      Evidentemente Papini escribe todo esto antes del florecimiento que supuso para la teología el Concilio Vaticano II. Decía él no sin razón: «En vuestro mundo cerrado no ha ocurrido nada»[66].

      Las observaciones que hace a los teólogos me parecen atinadas, y su invitación a abrir la teología a los laicos, imprescindible:

      «Cada siglo tiene su lenguaje, sus apetitos, sus sueños, sus problemas» (...) Cuidad «de los cristianos que se hallan fuera de las puertas claustrales y están ya acostumbrados a comidas más apetitosas e incitantes. ¿No necesitan también ellos ser invitados a la mesa en que se preparan los alimentos más necesarios para el hombre, es decir, las verdades divinas?»[67].

      A pesar de estos interrogantes, hay que decir que no se muestra el Celestino VI-Papini pesimista, y, como si otease un horizonte nuevo, llega a decir:

      «Espero con fe otra edad de oro de vuestra ciencia: nuevas iluminaciones de santos, nuevas intuiciones de poetas, nuevas interpretaciones de doctores, harán que la teología vuelva a ser, como en otro tiempo, la ciencia dominante de los espíritus soberanos (...) Salid alguna vez al aire libre, escuchad las voces que se alzan de las almas que padecen hambre de certeza, no creáis rebajaros por aprender algo, incluso de los no teólogos...»[68].

      ¿Qué dirían muchos pastores, teólogos y laicos, hoy, de esta advertencia que Papini pone en labios del imaginario Celestino VI?

      «Mis predecesores os aconsejaron la prudencia, porque los más de entre vosotros eran, en tiempos, audaces en demasía. Hoy, que estáis agonizando en el muerto mar de la indiferencia y la monotonía, os exhorto a la audacia. Ya comprenderéis que no es mi intención incitaros a arriesgadas navegaciones por el negro mar del absurdo y de la herejía (...) Pero en las palabras de la Revelación se pueden encontrar nuevos sentidos, más profundos de lo que se vio hasta aquí...»[69].

      El papa Juan XXIII diría algo parecido, el 11 de octubre de 1962, en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II (Papini oiría, complacido, estas palabras desde el cielo):

      «Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro (el tesoro de la doctrina católica), como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino que también estamos decididos, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época, continuando el camino que ha hecho la Iglesia durante casi XX siglos (...) Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable (...), pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»[70].

      5.6. «El Libro negro»

      En 1951, cinco años antes de su muerte, Papini vio aparecer su «Libro negro». Es la segunda parte de Gog (1934): o sea, la prolongación, doce años después, de aquellos insólitos viajes que protagonizaba el nómada imaginado que ya conocemos. Gog debió tener buena aceptación entre el público, porque Papini se decidió a escribir esta segunda parte, tan negra como la primera[71].

      Nuestro autor decía que llamaba a su libro así, «negro», porque se refería a una de las más negras épocas de la historia humana[72]. ¿A qué época? Indudablemente a la época que le había tocado vivir a él: a la primera mitad del siglo XX. Un tiempo de guerras (dos mundiales en Europa) y revoluciones sociales, que iban desde la revolución científica y técnica a la revolución filosófico-religiosa de Nietzsche, que Papini conocía bien, con su «Dios ha muerto».

      De la mano de Gog, su autor nos lleva, de nuevo, en primer lugar por tierras norteamericanas (América del Norte, por entonces, simbolizaba el futuro de la civilización), pero también por el continente asiático, por algunos pocos países africanos, y poco a poco nos va poniendo en contacto con los personajes más variopintos y estrafalarios. Por supuesto, viajamos también por Europa. En España nos lleva a Granada, Madrid, Toledo y Barcelona...

      En Granada, Papini nos presenta un supuesto (y hasta entonces desconocido) manuscrito autógrafo de D. Miguel de Cervantes, titulado Mocedades de Don Quijote. Convierte a don Alonso Quijano, durante sus años jóvenes, en estudiante universitario de Salamanca; le hace huir de la filosofía («fatigosa y tediosa disciplina») y lo enamora de las letras y de una joven, que finalmente lo dejará por un doctor en leyes, amigo del padre de ella. Traicionado, despechado y dado que «desde su temprana niñez había sido un cristiano devoto», lo conduce a un convento de carmelitas, donde «permaneció más de un año, esforzándose por llegar a los más altos grados de perfección». Pero el espectáculo que le brindaban los monjes distaba mucho de ser edificante. «Los más eran perezosos e indiferentes (...). Algunos se mostraban arrogantes, impacientes, malignos e hipócritas. Ni siquiera faltaba alguno que se embruteciera en la ebriedad o buscara las mujeres». El Superior del convento terminó por tenerle ojeriza, y un día «lo llamó a su celda y le dijo que no estaba seguro de su vocación religiosa».

      Total, que terminó por dejar los hábitos y marcharse. Seguirán las aventuras del joven don Quijote, que le permitirán a Papini hacer una crítica despiadada de la Corte de Madrid y de la conquista española de América. Terminará nuestro personaje diciendo: «Quien no conoce la juventud de Alonso Quijano no puede comprender el don Quijote de la Mancha ya maduro, ni tampoco sus generosas y desinteresadas extravagancias»[73].

      En Madrid, Papini se encuentra con García Lorca, a punto de escribir «un poema sobre Ignacio Sánchez Mejías, uno de nuestros toreros más famosos». A García Lorca lo describe como poeta y pintor: «un joven de aspecto genial y viril». Y pone en sus labios estos pensamientos: «espero hacer comprender la belleza heroica, pagana, popular y mística que hay en la lucha entre el hombre y el toro». «Así como también el cristianismo enseña a los hombres a liberarse de los excesos bestiales que hay en nosotros, nada tiene de extraño que un pueblo católico como el nuestro concurra a este juego sacro, aun cuando no comprenda con claridad la íntima significación espiritual del mismo»[74].

      De nuevo en Madrid, Papini, amigo de bibliotecas, nos pone en contacto con un imaginario manuscrito de Don Miguel de Unamuno sobre la «decadencia del cristianismo». «Comienza la acción cuando el mundo está a punto de ser destruido». Dos hombres se encuentran: el primero y el último. Frente a frente se contemplan Adán y el último superviviente, «una especie de autómata viviente». Adán es el hombre perfecto, recién salido de la mano de Dios, mientras que el otro es un extraño ser «mecánico, convertido en número y átomo por voluntad de la ciencia y de la masa». Ambos representan el principio y el fin de la historia humana. «En el pensamiento de Unamuno aquí está la tragedia: el primer padre no sabe qué decir al último hijo». Adán es culpable de la degradación de la humanidad, puesto que ha querido sustituir


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