¿En qué punto estamos? 3ª edición ampliada. Giorgio Agamben
son vistos sólo como potenciales contagiadores que hay que evitar a toda costa y de quienes se debe mantener una distancia de al menos un metro. Los muertos –nuestros muertos– no tienen derecho a un funeral y no queda claro qué sucederá con los cadáveres de las personas a las que amamos. Nuestro prójimo ha sido borrado y es curioso que las iglesias callen al respecto. ¿En qué se convierten las relaciones humanas en un país que se acostumbra a vivir de este modo por un tiempo indefinido? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor sino la supervivencia?
Lo segundo, no menos preocupante que lo primero, que la epidemia muestra a ojos vista es que el estado de excepción, al cual los gobiernos nos han acostumbrado desde hace muchos años, se ha convertido de veras en la condición normal. Si bien en el pasado hubo epidemias más graves, a nadie se le había ocurrido declarar por ese motivo un estado de emergencia como el actual, que nos impide incluso desplazarnos. Tanto se han acostumbrado las personas a vivir en condiciones de crisis y emergencia perpetuas que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y ha perdido no sólo toda dimensión social y política, sino hasta humana y afectiva. Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre. De hecho, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad en nombre de las así llamadas “razones de seguridad” y por esto se ha condenado a vivir en un perpetuo estado de miedo e inseguridad.
No sorprende que a causa del virus se evoque la guerra. Las medidas de emergencia nos obligan a vivir, de hecho, bajo condiciones de toque de queda. Sin embargo, una guerra con un enemigo invisible que puede anidar en cualquier otro es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está fuera, está dentro de nosotros.
Lo que preocupa no es tanto o no sólo el presente, sino sus secuelas. Así como las guerras han legado a la paz una serie de tecnologías nefastas, desde los alambrados de púas hasta las centrales nucleares, de igual modo es muy probable que se busque continuar, incluso después de la emergencia sanitaria, con los experimentos que los gobiernos no habían conseguido realizar antes: así, en las escuelas, en las universidades y en todo sitio público los dispositivos digitales sustituirán la presencia física, que quedará confinada, con las debidas precauciones, a la esfera privada y dentro de los hogares. Se trata, pues, nada menos que de la lisa y llana abolición de todo espacio público.
4. ¿En qué punto estamos? (2)
20 de marzo de 2020
¿Qué significa vivir en la situación de emergencia en que nos encontramos? Significa, sin duda, quedarse en casa, pero asimismo no dejarse dominar por el pánico que las autoridades y los medios masivos difunden de todas las maneras posibles y recordar que el otro ser humano no es sólo un contagiado y un potencial agente de contagio, sino antes bien nuestro prójimo, a quien debemos amor y ayuda. Significa, sin duda, permanecer en casa, pero también permanecer lúcidos y preguntarnos si la emergencia militarizada que ha sido proclamada en el país no es, entre otras cosas, también un modo de descargar en los ciudadanos la gravísima responsabilidad que los gobiernos incumplieron al desmantelar el sistema sanitario. Significa, sin duda, permanecer en casa, pero también hacer escuchar la propia voz y pedir que se devuelvan a los hospitales públicos los medios de los que han sido privados y recordar a los jueces que haber destruido el sistema sanitario nacional es un crimen infinitamente más grave que salir de las casas sin la declaración jurada de circulación.
Significa, por último, preguntarse qué haremos, cómo volveremos a vivir cuando la emergencia haya pasado, porque el país necesita volver a vivir, independientemente de los pareceres sobre los cuales no se ponen de acuerdo ni los virólogos ni los expertos improvisados. No obstante, una cosa es cierta: no podremos simplemente volver a hacer todo como antes, no podremos, como hemos hecho hasta ahora, fingir que no vemos la situación extrema a la cual nos han conducido la religión del dinero y la ceguera de los administradores. Si la experiencia que hemos atravesado ha servido de algo, deberemos volver a aprender muchas cosas que habíamos olvidado. Ante todo deberemos observar de un modo diferente la tierra donde vivimos y las ciudades donde habitamos. Deberemos preguntarnos si tiene sentido volver a adquirir, como de seguro nos dirán que hagamos, las inútiles mercancías que la publicidad buscará imponernos como antes, y si no sería quizá más útil estar en condiciones de proveernos por nosotros mismos al menos algunas necesidades elementales, en vez de depender del supermercado para cualquier cosa. Deberemos preguntarnos si es justo subirnos nuevamente a los aviones para pasar las vacaciones en lugares remotos y si tal vez no es más urgente aprender a habitar de nuevo los sitios en que vivimos, a mirarlos con ojos más atentos. Porque no hemos perdido la capacidad de habitar. Hemos aceptado que nuestras ciudades y nuestras aldeas hayan sido transformadas en parques de diversiones para los turistas, y ahora que la epidemia los ha hecho desaparecer y las ciudades que habían renunciado a toda otra forma de vida se han reducido a no-lugares espectrales, debemos comprender que era una elección errada, como casi todas las elecciones que la religión del dinero y la ceguera de los administradores nos han sugerido que hagamos.
Deberemos, en una palabra, plantearnos seriamente la única pregunta que cuenta, que no es, como hace siglos repiten los falsos filósofos, “¿de dónde venimos?” o “¿hacia dónde vamos?”, sino simplemente: “¿en qué punto estamos?”. Es esta la pregunta a la cual deberemos intentar dar respuesta, del modo en que podamos y en el sitio donde nos encontremos, pero en cualquier caso con nuestra vida y no sólo con las palabras.
2 Texto solicitado y luego rechazado por Corriere della Sera.
5. Reflexiones sobre la peste
27 de marzo de 2020
Las siguientes reflexiones no se refieren a la epidemia, sino a lo que podemos entender a partir de las reacciones que esta suscita en los seres humanos. Es decir, se trata de reflexionar sobre la facilidad con que toda una sociedad ha aceptado sentirse apestada, aislarse en casa y suspender sus condiciones de vida normales, sus relaciones laborales, la amistad, el amor y hasta las convicciones religiosas y políticas. ¿Por qué no hubo protestas y oposiciones, como ciertamente era posible imaginar y como de ordinario sucede en estos casos? La hipótesis que me gustaría proponer es que de algún modo, aunque no fuese más que de manera inconsciente, la peste ya estaba allí y que, evidentemente, las condiciones de vida de las personas se habían vuelto tales que alcanzó con una señal repentina para que se presentaran como lo que ya eran, es decir, intolerables, precisamente como una peste. Y este, en cierto sentido, es el único dato positivo que puede extraerse de la situación actual: es posible que, más adelante, la gente comience a preguntarse si la forma en que vivía era la correcta.
Otro tema sobre el cual no es menos importante reflexionar es la necesidad de religión que la situación provoca. Indicio de ello es la terminología tomada del vocabulario escatológico, en el pertinaz discurso de los medios de comunicación, que, para describir el fenómeno, recurre obsesivamente, sobre todo en la prensa estadounidense, a la palabra “apocalipsis”, y a menudo evoca de manera explícita el fin del mundo.
Es como si la necesidad religiosa, que la Iglesia ya no es capaz de satisfacer, buscara a tientas otro sitio donde establecerse y lo encontrara en la que de hecho se ha vuelto la religión de nuestro tiempo: la ciencia. Esta, como toda religión, puede producir superstición y miedo o, en cualquier caso, usarse para difundirlos. Nunca antes se había asistido al espectáculo, típico de las religiones en momentos de crisis, de opiniones y prescripciones diferentes y contradictorias, que van desde la posición herética minoritaria (aunque representada por prestigiosos científicos) de quienes niegan la gravedad del fenómeno hasta el discurso ortodoxo dominante que lo afirma y, sin embargo, a menudo diverge radicalmente en cuanto al modo de tratarlo. Y, como siempre en estos casos, algunos expertos o quienes se autodenominan tales logran asegurarse el favor del monarca, quien, como en los tiempos de las disputas religiosas que dividieron al cristianismo, toma partido según sus propios intereses por una u otra corriente e impone sus medidas.
Otro hecho que da que pensar es el evidente colapso de toda convicción y fe comunes. Se diría que los seres humanos ya no creen en nada, excepto en la existencia biológica desnuda que ha de salvarse a toda costa. Mas el miedo a perder la vida sólo