Julio Ramón Ribeyro. Antonio González Montes

Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes


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primero, Los cautivos —que se analiza en la segunda parte—, sea una metáfora del enclaustramiento mental en que habitan los individuos y grupos de los estratos sociales. Cada uno de ellos vive en una suerte de burbuja que los protege de los otros, a la vez que les permite visualizarlos y elaborar imágenes que refuerzan su ubicación en el todo social.

      Y dentro de esta metáfora acuático-visual, Gabriella representaría al ser que abandona su burbuja y con ayuda de la tecnología —el auto de su padre, quien está enfermo y no puede manejar— cruza gran parte de la ciudad para encontrar y tratar de dialogar con quien representa para ella un modelo de mujer que su grupo no acepta: el de aquella que trabaja y asiste a la universidad y puede vincularse con gente de los diversos estratos de la heterogénea y estratificada sociedad peruana de la segunda mitad del siglo xx, que tal es el referente que está en la base de los microcosmos narrativos que creó Ribeyro en sus múltiples relatos (Tenorio y Coaguila, 2009, p. 119).

      En los dos recorridos a las playas (a La Herradura y a una del sur), asistimos a escenas en las que se reafirma la seguridad y el aplomo en el actuar de Gabriella y, de otro lado, la inexperiencia de Nelly en estas situaciones. Asimismo, apreciamos que la primera está siempre en actitud de preguntar y de poner en aprietos a la segunda, respecto de temas un tanto comprometedores, como, por ejemplo, el de tener enamorado. Ante esta interrogante Nelly responde negativamente y agrega “que uno de los abogados donde trabajaba de secretaria le hacía la corte”. En este tópico, Gabriella también se presenta como la que tiene más experiencia y por ello no duda en ofrecer algunos consejos a su acompañante.

      Después de haber agotado algunos temas de conversación a través de los cuales satisface su curiosidad y su deseo de ampliar su conocimiento sobre el mundo en que vive, Gabriella plantea un reto mayor, el de viajar más al sur para visitar playas conocidas y desconocidas. Incluso ella declara que le gustaría alejarse “a mil kilómetros de aquí, ¿por qué no? Pero es verdad que tú no puedes, tú tienes que trabajar mañana” (Ribeyro, 1994, II, p. 238)5.

      Aunque ofreció alguna resistencia, finalmente Nelly aceptó secundar a su amiga en su propósito de “conquistar” nuevos espacios marítimos sureños; se mencionó Conchán como otro punto del recorrido, pero sin detenerse en él enrumbaron más al sur. Mientras se alejaban de los sitios conocidos y se acercaban a lugares ignotos, Gabriella no perdía oportunidad para conversar acerca de asuntos de su interés personal. Así, por ejemplo, tocó el tema de la lectura y le pidió a su amiga que le recomiende “algún libro, un libro que me vuelva sabia” porque en la reunión donde conoció a Nelly oyó que ella discutía “con una muchacha no sé de qué escritores. Tú has leído bastante. Yo soy una inculta, palabra” (Ribeyro, 1994, II, p. 228).

      Además de reconocer los vacíos que tiene en su formación cultural, la joven miraflorina muestra un espíritu de aventura pues no se detiene sino en “una playa que conoce” y después de recordar que vino de paseo con unas amigas y llegaron “a un lugar lindo, una especie de caleta con una arenita blanca y al fondo una caverna”, invita a su acompañante para afrontar el reto de descubrir una playa desierta, como en efecto ocurrió. Apenas detenido el auto, Gabriella no demoró en ingresar hasta las aguas y se mojó en ellas, a la vez que animaba a Nelly a hacer lo mismo. Ambas experimentan un estado de exaltación por la belleza del lugar y, sobre todo, porque tienen la impresión de que son las primeras en llegar hasta allí. Por eso, Gabriella sentencia que “será nuestra playa” y Nelly, también entusiasmada, propone bautizarla y así ambas ensayan nombres; esta última propone “la playa de las delicias”, y su amiga, “la rubia”, después de observar la falda de Nelly y de advertir que era de baja calidad, sugirió en voz baja que el sitio recién descubierto se llame “la playa de la ropa en serie”.

      El otro desafío que Gabriella realizó y que su amiga tuvo que imitar, empujada por el entusiasmo de la primera, fue del de bañarse desnudas. La razón para atreverse a tanto la dio, como era de esperarse, la joven miraflorina: “a esa playa nadie vendría”. Es de destacar que si bien Nelly apenas sabía nadar se atrevió a hacerlo animada por el entusiasmo de su amiga y ambas disfrutan del placer que les provoca el zambullirse y desafiar las olas del mar. Este pasaje recuerda la destreza con que la protagonista de “Una medalla para Virginia” se desplaza en el mar y logra salvar de ese modo a la esposa del alcalde que estaba en peligro de ahogarse6.

      Otro tema abordado por Gabriella es el de las relaciones sexuales: después de un ir y venir de preguntas y respuestas ambas afirman no haberlas experimentado hasta el momento, pero como casi en todo es la joven miraflorina la que ha estado más cercana de realizarlas y le cuenta a su amiga las veces en que estuvo a punto de perder la virginidad. Este interés por lo erótico se manifiesta también en los comentarios que ambas jóvenes efectúan acerca del tamaño de sus senos, siempre por iniciativa de Gabriella.

      Luego de abordar algunos otros asuntos menos trascendentes, el dúo de amigas emprende el retorno de esta experiencia de aprendizaje geográfico y psicológico. Podría decirse que, en general, el viaje de ida ha sido placentero y ha propiciado que las jóvenes se acerquen, aunque sin anular las distancias que establecen la pertenencia a clases sociales diferentes. En cambio, la vuelta a Lima está llena de dificultades, la principal de las cuales es que se extravían y el auto de Gabriella se atasca en el arenal. Estos tropiezos influyen en el trato de las jóvenes, en especial en el de la miraflorina con la victoriana. Y como regresan sin el auto y lo hacen en un colectivo en el que viajan incómodas y tensas, la naciente amistad se trunca y al final del relato, el narrador registra una certeza que ronda en la mente de la que vive en Matute, y que es una especie de conclusión sobre el significado de este paseo realizado “un domingo cualquiera”. He aquí la reflexión postrera de la joven: “Nelly supo entonces que nunca más volvería a ser invitada” (Ribeyro, 1994, II, p. 235).

      Este juicio constituye una suerte de autoevaluación efectuada por quien ha vivido en unas pocas horas una experiencia de aproximación con una joven de su misma edad y de su misma ciudad, pero que pertenece a otra clase social y vive en un distrito, Miraflores, que es casi una antípoda del área urbana en que habita Nelly junto con su numerosa familia. Esta joven es consciente de que su compañera de paseo posee mucho más mundo que ella, aunque también exhibe algunos puntos a su favor: trabaja y estudia. En cambio, Gabriella es lo que coloquialmente se llama “una hijita de papá” y se percibe en ella un deseo de superar esa situación, y por eso ve en Nelly un modelo del que puede aprender algo, por ejemplo, a no ser “inculta”, como ella misma lo reconoce.

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