Una ficción desbordada. Giancarlo Cappello

Una ficción desbordada - Giancarlo Cappello


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para el efecto poético que persigue el diseño clásico. La narrativa pone en juego el común denominador del acervo humano, de ahí que Robert McKee (2008 [2002]) insista en repetir que las historias son una metáfora de la vida. No se trata de que el público ría o llore en ciertos pasajes de la historia, sino que disimule la risa o el llanto para no evidenciar las verdades y miserias que anidan en él y que esa historia ha puesto al descubierto. En una exposición interesan los objetos. De hecho, estos han sido intervenidos, afectados, y lo que se muestra es el resultado de la afectación. En una experiencia, en cambio, el sujeto participa de la transformación y palpita como si fuera el personaje. Las historias deben proponer experiencias vitales.

      El Paradigma suele evadir esta función con argumentos que pueden frasearse más o menos de la siguiente manera: profundizar el mundo interior genera distorsión, resta claridad a la exposición del relato, aletarga el desarrollo de la trama, es peligroso porque corre el riesgo de asumir impostaciones que puedan contravenir cierto estándar burgués. Sin embargo, todas estas consideraciones parten de un error de concepto. Lo que atenta contra el ritmo es la vaguedad de las acciones. La dimensión no aburre, lo que provoca modorra es el exceso de elocuciones en que se incurre para explicar con palabras lo que las acciones no han conseguido. El problema con la acción en el Paradigma, ya lo dijimos, es que se concentra en movilizar al personaje hacia su objetivo, no en transformarlo mientras da cuenta de los distintos pliegues del alma humana.

      El Paradigma prefiere mundos de compartimientos estancos en los que todo tiene un lugar, una forma y una suerte. Las categorías universales del bien y el mal son sus agentes motores. Rehúye la escala de grises y la mayoría de veces reduce el carácter al maniqueísmo. Al Paradigma le acomodan los personajes claros, identificables, sin ambages. Atticus Finch, el protagonista de To Kill a Mockingbird (Mulligan, 1962), bien podría señalarse como el arquetipo ideal. Construido como un proverbial padre de familia, ejemplo de moral y modelo de integridad para los abogados de Estados Unidos, Atticus es un personaje que solo puede admitir objetivos venerables y positivos –por ejemplo, defender al hombre negro acusado de violación en un sur violentista y zarandeado por la crisis–, lo que sin duda reduce la posibilidad de cualquier ruido narrativo o ideológico entre el público y la pantalla. En cambio, alguien como Tony Soprano, el capo de Nueva Jersey en The Sopranos (HBO, 1999-2007), representa todo un problema. Tony se construye como una versión degenerada de los mafiosos que han poblado la pantalla. Tiene una madre autoritaria de la que intenta apartarse. Ama a su esposa, pero tiene una serie de aventuras. Sus hijos adolescentes lo desbordan. Es un sujeto preocupado y depresivo, víctima de constantes ataques de pánico. Su moral consiste en tener cerca a las personas que le son útiles, pero cree y repite que incluso en estos tiempos el concepto de familia todavía significa algo. En suma, Tony es alguien demasiado ingobernable para encajar en un esquema indispuesto para los entresijos y la filigrana. ¿Cómo narrar y hacer verosímil la reparación de un cínico? ¿Cómo definir acciones incontestables y acordes con el establishment?

      En el Paradigma, la idea aristotélica de carácter es entendida como un conjunto de cualidades del personaje y no como parte del proceso de las acciones del personaje. John Howard Lawson (1976) precisa esta idea al señalar que la acción interna es parte de la acción total que incluye al individuo y su medio. Para él, el carácter debe entenderse como una «actividad» en la cual los hechos externos operan un estímulo sobre los órganos sensoriales, afectando ideas, sentimientos y voliciones, para producir como resultado una acción o hecho interno que moviliza el relato. Es decir, el carácter solo tiene sentido en su relación con los hechos, porque la voluntad del personaje se ve permanentemente modificada, transformada, puesta en jaque, debilitada, reforzada, en función del sistema de acontecimientos en que opera. Es en medio de todo esto que se cuece la historia o, mejor dicho, esa tensión es la historia. Aristóteles acertaba cuando sostenía que el carácter estaba subordinado a las acciones, aunque nunca ahondó lo suficiente para dejar en claro que no se trataba de una acción en general, sino de una acción dramática, es decir, una capaz de interesar y conmover vivamente.

      Las críticas al Paradigma han rescatado de las bibliotecas a un personaje del siglo XIX que fue rápidamente olvidado pese al reconocimiento que obtuvo: Eugène Scribe, dramaturgo francés, pero sobre todo empresario teatral, que encumbró su nombre gracias al éxito del que gozaron sus obras. De Scribe se ha dicho que fue un visionario, un tipo sensible para comunicar las cosas extraordinarias de la vida ordinaria, con un agudo sentido para los negocios, lo que le permitió cosechar una pequeña fortuna, un noble reconocimiento, pero el desinterés más injusto por parte de la historia. Scribe fue acaso el más fecundo autor dramático francés, compuso cerca de quinientas piezas entre comedias, libretos de ópera, vodeviles, dramas, sin contar sus acercamientos a la novela, pero de todas ellas apenas han sobrevivido las óperas I vespri siciliani (1854) y La favorite (1840), gracias a los méritos de Verdi y Donizetti, respectivamente.

      A Scribe se debe el primer paradigma del que se tiene noticias. Tras fracasar con sus primeras obras, le llegó el éxito con Las pompas fúnebres (1815), y a partir de ese momento se dedicó a reproducir las articulaciones y móviles principales de esa pieza en su cuota y dosificación exactas para asegurar la aceptación general del respetable en siguientes ocasiones. Si uno revisa su método, encontrará que el plan consiste en presentar claramente al protagonista y su antagonista, en desarrollar la nobleza del primero y la maldad del segundo. La beligerancia transcurre de manera velada hasta que el problema se hace evidente y el protagonista debe enfrentar conflictos que lo abruman cada vez más. Esto conduce a lo que debió ser un momento importante, porque Scribe nunca prescinde de una escena caótica, llena de personajes, donde ocurre una muerte, una pelea, una herida. Todo se torna muy negro, pero al final, casi rozando el deus ex machina, el protagonista descubre al antagonista, se arreglan los malentendidos y se refuerza la moral (Clark, 1947). Sus logros deberían haberle encumbrado como referente obligado; sin embargo, apenas unos curiosos recuerdan sus hazañas de un estreno por mes en distintas salas parisinas de las que era, además, socio o propietario. La historia del maestro Scribe es una suerte de metáfora del maquinismo y el desarrollo que caracterizó la Segunda Revolución Industrial del siglo XIX –y quién sabe si hoy tendría el mismo éxito–. El pragmatismo forma parte del juego en el sistema de libre mercado, pero cuando ingresa en los terrenos del arte enciende polémicas.

      Lo interesante de todo esto consiste en notar que si bien las historias son el resultado de una visión permeada por las premisas del tiempo en que se narran –ideologías que muchas veces comportan sus propias consideraciones estéticas–, la Poética sigue funcionando como la superestructura que las orienta. En los años de la Segunda Guerra Mundial y los que siguieron, los narradores debieron componer relatos que, pese al dolor y la barbarie, pudieran acompañar al público y dialogar con él. El neorrealismo utilizó los elementos aristotélicos de manera distinta de lo que hasta ese momento se practicaba. Abordó la realidad como una experiencia fenomenológica desprovista de jerarquía, maniqueísmo y, sobre todo, juicio. Introdujo humor, sátira y poesía para contar lo que se es en el mundo, sin ánimos de condenar o enaltecer.

      Pensemos en Ladri di biciclette (De Sica, 1948). Antonio Ricci es víctima del robo de su bicicleta y debe recuperarla para no perder el trabajo que apenas les da de comer a él y a su hijo. Tras denodados esfuerzos, algunos ridículos como consultar una vidente, reconoce su bicicleta y trata de recuperarla, pero los compinches del ladrón se lo impiden. Antonio recurre a la policía, pero esta no puede hacer nada sin testigos del robo. Al final del día, cuando regresa a casa con su hijo, derrotado, ve una bicicleta que nadie custodia e intenta robarla, pero la gente lo descubre y quiere castigarlo. Solo el llanto de su hijo consigue disuadirlos y Antonio regresa a casa, sin bicicleta y sin honra, convertido en un ladrón. El mundo que narra De Sica es tan estremecedoramente real que nada se reduce a ser un objeto o un símbolo, de manera que sea fácil emitir un juicio moral, sino que más bien invita a dar un salto hacia la realidad de los personajes y vivir junto a ellos. Lo que Aristóteles llamaba pensamiento aquí se organiza en otra clave, de manera que el éthos y el juicio crítico del carácter hay que buscarlos entre los espectadores, no en la película.

      Todo esto no hace sino poner en evidencia la sensibilidad del vínculo entre el público y la pantalla, siempre vivo, siempre fresco. Si al cabo


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