100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
parecía que habían estado antes en la casa. He olvidado sus nombres: Jaqueline, creo, o Consuela o Gloria o Judy o June, y sus apellidos eran melodiosos nombres de flores y de meses, o, más austeros, de los grandes capitalistas americanos, de quienes, si se las presionaba lo suficiente, acababan confesando ser primas.
Además de toda esa gente, recuerdo que Faustina O’Brien vino una vez por lo menos, y las chicas Baedeker y el joven Brewer, a quien una bala le arrancó la nariz en la guerra, y mister Albrucksburger y miss Haag, su novia, y Ardita Fitz-Peters y mister P. Jewett, que presidió la Legión Americana, y miss Claudia Hip, con un individuo que decía ser su chófer, y el príncipe de no sé qué, a quien llamábamos Duque, y cuyo nombre, si alguna vez lo supe, he olvidado.
Toda esa gente fue a casa de Gatsby aquel verano.
A las nueve, una mañana de finales de julio, el coche magnífico de Gatsby subió traqueteando el camino de piedras que llevaba a mi puerta y entonó con la bocina una explosiva melodía de tres notas. Era la primera vez que Gatsby venía a verme, aunque yo había ido a dos de sus fiestas, me había montado en su hidroplano y, ante sus insistentes invitaciones, había usado su playa con frecuencia.
—Buenos días, compañero. Hoy comes conmigo y he pensado que podríamos ir juntos en el coche.
Se mantenía en equilibrio en el estribo del automóvil con esa facilidad de movimientos tan característicamente americana que procede, supongo, de la ausencia de trabajos pesados en la juventud y, más aún, de la gracia informe de nuestros deportes, tan esporádicos, tan nerviosos. Era una cualidad que, en forma de agitación, se transparentaba bajo sus puntillosos modales. Nunca estaba quieto del todo: un pie no paraba de golpear el suelo o una mano impaciente no acababa nunca de abrirse y cerrarse.
Vio que miraba el coche con admiración.
—Es bonito, ¿verdad, compañero? —saltó del estribo para que lo admirara mejor—. ¿No lo habías visto?
Lo había visto. Todo el mundo lo había visto. Era de un color crema intenso, con rutilantes cromados, y, de una longitud monstruosa, aún lo hacía más grande una acumulación triunfal de compartimentos para sombreros, provisiones y herramientas, y un laberinto de parabrisas sucesivos que reflejaban una docena de soles. Protegidos por muchas capas de cristal, en una especie de invernadero de piel verde, salimos hacia la ciudad.
Puede que hubiera hablado con Gatsby cinco o seis veces en los últimos tiempos y había descubierto, decepcionado, que tenía poco que decir. Así que mi primera impresión (que se trataba de una persona interesante, de un interés indefinido pero cierto) se fue borrando poco a poco y Gatsby se convirtió simplemente en el dueño del aparatoso albergue de carretera de al lado de mi casa.
Y entonces llegó aquel viaje desconcertante. No habíamos pasado todavía West Egg Village cuando Gatsby empezó a dejar sin terminar sus elegantísimas frases y a golpearse con la palma de la mano, inseguro, la rodilla del traje color caramelo.
—Dime, compañero —soltó de pronto—, ¿qué piensas de mí?
Un poco abrumado, recurrí a las evasivas y generalidades que merece esa pregunta.
—Bien, voy a contarte algo de mi vida —me interrumpió—. No quiero que te hagas una idea equivocada sobre mí con todas esas historias que habrás oído.
Así que conocía todas las acusaciones disparatadas que sazonaban la conversación en sus salones.
—Juro por Dios que te diré la verdad —su mano derecha ordenó inmediatamente que estuviera preparado el castigo divino—. Soy hijo de una familia acomodada del Medio Oeste. Todos los míos han muerto. Crecí en América pero me eduqué en Oxford, porque, desde hace muchos años, todos mis antepasados se han educado allí. Es una tradición familiar.
Me miró de reojo, y comprendí por qué Jordan Baker creía que Gatsby mentía. Pronunció deprisa la frase «me eduqué en Oxford», o casi se la tragó, o se le atragantó, como si ya le hubiera dado problemas antes. Con esta duda toda su declaración se vino abajo, y me pregunté si, al fin y al cabo, no había en él algo siniestro.
—¿De qué parte del Medio Oeste? —pregunté sin mucho interés.
—De San Francisco.
—Ya.
—Mi familia murió y heredé una buena cantidad de dinero.
Su voz era solemne, como si el recuerdo de aquella repentina extinción del clan todavía le pesara en el alma. Por un momento sospeché que me estaba tomando el pelo, pero me bastó mirarlo para convencerme de lo contrario.
—Entonces viví como un joven rajá en todas las capitales de Europa: París, Venecia, Roma, coleccionando joyas, principalmente rubíes, practicando la caza mayor, pintando un poco, exclusivamente para mí, e intentando olvidar algo muy triste que me había pasado hacía mucho tiempo.
A duras penas pude contener una carcajada incrédula. Aquellas frases eran tan tópicas y tan poco convincentes que la única imagen que conseguían evocar era la de un monigote con turbante que sudaba serrín mientras perseguía a un tigre por el Bois de Boulogne.
—Luego llegó la guerra, compañero. Fue un gran alivio, y puse todo mi empeño en morir, pero era como si un encantamiento protegiera mi vida. Recibí la graduación de primer teniente al comienzo de la guerra. En el bosque de Argonne conduje adelante a lo que quedaba de mi batallón de ametralladoras hasta que, a un flanco y a otro, despejamos un espacio de cerca de un kilómetro por el que la infantería no podía avanzar. Resistimos allí dos días y dos noches, ciento treinta hombres con dieciséis ametralladoras Lewis, y cuando por fin llegó la infantería encontró las enseñas de tres divisiones alemanas entre los montones de muertos. Me ascendieron a mayor, y todos los gobiernos aliados me condecoraron, incluso Montenegro, ¡el pequeño Montenegro, a orillas del mar Adriático!
¡El pequeño Montenegro! Resaltaba las palabras y las confirmaba con una sonrisa. La sonrisa se hacía cargo de la turbulenta historia de Montenegro y apoyaba las luchas heroicas del pueblo montenegrino. Apreciaba en su conjunto la cadena de circunstancias nacionales que habían desembocado en la condecoración concedida por el pequeño y ardiente corazón de Montenegro. Mi incredulidad fue superada por la fascinación: era como ojear a toda prisa un montón de revistas baratas.
Se metió la mano en el bolsillo, y un trozo de metal atado a una cinta me cayó en la palma.
—Es la condecoración de Montenegro.
Para mi asombro, la medalla parecía auténtica. «Orderi di Danilo», se leía en círculo, «Montenegro, Nicolas Rex».
—Dale la vuelta.
«Mayor Jay Gatsby», leí: «Por su extraordinario valor».
—Hay otra cosa que siempre me acompaña. Un recuerdo de los días de Oxford. Está hecha en el patio del Trinity. El que aparece a mi izquierda es ahora conde de Doncaster.
Era la foto de un grupo de jóvenes con la chaqueta de la universidad: perdían el tiempo bajo una arcada a través de la que se veía un ejército de chapiteles. Allí estaba Gatsby, que parecía un poco más joven, aunque no mucho. Tenía un bate de críquet en la mano.
Así que todo era verdad. Vi la piel de los tigres, flamantes trofeos en su palacio sobre el Gran Canal. Lo vi abriendo un cofre de rubíes para aliviar en las profundidades de su fulgor carmesí el dolor de su corazón roto.
—Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse sus recuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saber algo sobre mí. No quería que pensaras que soy un don nadie. Ya ves, suelo mezclarme con desconocidos porque voy de un sitio a otro intentando olvidar eso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.
—¿En la comida?
—No, esta tarde. Me he enterado por casualidad de que tomas el té con miss Baker.
—¿Quieres decirme que te has enamorado de miss Baker?
—No,