100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
—gritaron al unísono—. Qué pena que no ganaras.
Hablaban del torneo de golf. Jordan Baker había perdido en las finales la semana anterior.
—No sabes quiénes somos —dijo una de las chicas de amarillo—, pero te conocimos aquí hace cosa de un mes.
—Os habéis teñido el pelo —contestó Jordan, y yo me sobresalté, pero las chicas habían seguido despreocupadamente su camino y las palabras las oyó la luna prematura, salida como la cena, sin duda, de la cesta del proveedor.
Con el brazo delgado y dorado de Jordan descansando en el mío, bajamos la escalinata y deambulamos por el jardín. Una bandeja de cócteles se nos acercó flotando en el crepúsculo y nos sentamos a una mesa con las dos chicas de amarillo y tres hombres, que se presentaron, los tres, como mister Mmmm.
—¿Venís mucho a estas fiestas? —preguntó Jordan a la chica que tenía al lado.
—La última fue en la que te conocí —respondió la chica con voz segura, enérgica. Se volvió a su amiga—. Tú, igual, ¿no, Lucille?
Así era.
—Me encanta venir —dijo Lucille—. Me da lo mismo hacer lo que sea, así que siempre me lo paso bien. La última vez se me rompió el vestido con una silla, y él me pidió mi nombre y dirección, y, antes de que pasara una semana, recibí un paquete de Croirier con un traje de noche nuevo.
—¿Te quedaste con él? —preguntó Jordan.
—Por supuesto. Me lo iba a poner esta noche, pero me queda ancho de pecho y me lo tengo que arreglar. Es azul gas con adornos lavanda. Doscientos sesenta y cinco dólares.
—Un tipo que hace esas cosas no es normal —dijo la otra chica con vehemencia—. No quiere tener problemas con nadie.
—¿Quién no quiere tener problemas? —pregunté.
—Gatsby. Alguien me dijo…
Las dos chicas y Jordan acercaron la cabeza confidencialmente.
—Alguien me dijo que una vez mató a un hombre.
Todos sentimos un escalofrío. Los tres mister Mmmm acercaron también la cabeza, ansiosos de oír.
—No creo que llegue a tanto —respondió Lucille, escéptica—. Es más probable que fuera espía de los alemanes durante la guerra.
Uno de los hombres lo confirmó:
—Se lo oí a un hombre que lo conocía bien. Se había criado con él en Alemania —nos aseguró categóricamente.
—No —dijo la primera chica—, eso es imposible, porque hizo la guerra en el ejército americano —viendo que volvía a ganarse nuestra credulidad, se inclinó hacia nosotros con entusiasmo—. Fijaos en él cuando crea que nadie lo mira. Estoy segura de que mató a un hombre.
Entornó los ojos y se estremeció. Lucille se estremeció. Todos nos volvimos a mirar donde estaba Gatsby. Prueba de las románticas especulaciones que inspiraba era que murmuraran a su costa aquellos que habían encontrado en este mundo poco sobre lo que poder murmurar.
Habían empezado a servir la primera cena (servían otra después de medianoche), y Jordan me invitó a reunirme con su grupo, en una mesa al otro lado del jardín. Eran tres matrimonios y el acompañante de Jordan, un estudiante insistente, aficionado a las indirectas desagradables, y con la obvia impresión de que, antes o después, Jordan iba a entregarle su persona en mayor o menor grado. En vez de desperdigarse, el grupo había conservado una homogeneidad honorable, asumiendo la representación de la muy seria nobleza rural: East Egg manifestaba su condescendencia hacia West Egg, pero no bajaba la guardia contra su alegría espectroscópica.
—Vámonos —murmuró Jordan al cabo de media hora más bien insípida y desperdiciada—; esto es demasiado fino para mí.
Nos levantamos, y explicó al grupo que íbamos a buscar al anfitrión; yo no lo conocía, dijo, y eso hacía que me sintiera incómodo. El estudiante asintió con un gesto melancólico, cínico.
Había mucha gente en el bar, donde miramos primero, pero Gatsby no estaba. Jordan no lo vio desde lo alto de la escalinata, y tampoco estaba en la galería. Abrimos al azar una puerta que parecía importante y entramos en una biblioteca gótica, de techos altos y paredes recubiertas de roble inglés tallado, probablemente transportada completa desde alguna ruina de ultramar.
Un individuo corpulento, de mediana edad, con gafas enormes y ojos de búho, algo borracho, se sentaba en el filo de una mesa grande y, titubeante, se concentraba en mirar los anaqueles de libros. Cuando entramos, giró sobre sí mismo, nervioso, y examinó a Jordan de pies a cabeza.
—¿Qué les parece? —preguntó con verdadero ímpetu.
—¿Qué?
Señaló hacia los libros con la mano.
—Eso. Y no tienen que molestarse en comprobarlo. Lo he comprobado yo. Son de verdad.
—¿Los libros?
Asintió.
—Absolutamente de verdad: tienen páginas y todas esas cosas. Pensé que serían de cartón hueco, resistente. Pero son absolutamente de verdad. Páginas y… Fíjense, déjenme que se lo demuestre.
Dando por sentado nuestro escepticismo, se precipitó hacia los estantes y volvió con el primer volumen de las Conferencias de Stoddard.
—¡Miren! —exclamó triunfalmente—. Es una pieza auténtica de material impreso. Había conseguido engañarme. Este tipo es un verdadero Belasco. ¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! ¡Qué realismo! Y también supo dónde pararse: las páginas están sin cortar, sin abrir. ¿Pero qué esperaban ustedes? ¿Qué querían?
Me arrebató el libro y lo devolvió corriendo a su estante, murmurando que si quitáramos un ladrillo toda la biblioteca podría venirse abajo.
—¿Quién les ha traído? —preguntó—. ¿O ustedes han venido por su cuenta? A mí me han traído. A casi todo el mundo lo traen.
Jordan lo miraba muy atenta, feliz, sin responder.
—A mí me ha traído una mujer que se llama Roosevelt —continuó—. Mistress Claud Roosevelt. ¿No la conocen? Yo la conocí anoche, no sé dónde. Llevo casi una semana borracho, y pensé que sentarme un rato en una biblioteca a lo mejor me despejaba.
—¿Ha funcionado?
—Un poco, sí, creo. Todavía es pronto para decirlo. Sólo llevo aquí una hora. ¿Les he dicho lo de los libros? Son de verdad. Son…
—Nos lo ha dicho.
Le estrechamos la mano solemnemente y salimos.
Ahora bailaban en la pista del jardín: viejos que empujaban a las chicas en desangelados círculos eternos, parejas de clase alta que se abrazaban tortuosamente, a la moda, sin salir nunca de los rincones, y muchas chicas que bailaban solas y de vez en cuando relevaban al banjo o al percusionista de la orquesta. A medianoche había aumentado la alegría. Un famoso tenor cantó en italiano, una contralto muy conocida cantó jazz, y entre número y número la gente montaba su propio espectáculo sensacional en cualquier sitio del jardín, mientras estallaban las risas y, vacías y felices, subían al cielo de verano. Dos actrices gemelas, que resultaron ser las chicas de amarillo, se disfrazaron de niñas para su actuación, y el champagne fue servido en copas más grandes que lavafrutas. La luna estaba más alta y sobre el estrecho flotaba un triángulo de escamas de plata, que temblaba ligeramente con el repiqueteo seco y metálico de los banjos en el jardín.
Yo seguía con Jordan Baker. Estábamos en una mesa con un hombre más o menos de mi edad y una chiquilla que armaba mucho ruido y a la menor provocación daba rienda suelta a unas carcajadas incontrolables. Me divertía. Me había bebido dos lavafrutas de champagne y la escena se había convertido ante mis ojos en algo importante, elemental y profundo.
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