El santo olvidado. Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada

El santo olvidado - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada


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de sus vidas se manifestó desde el principio –contestó mi abuela Margarita–, y además era una época histórica muy milagrera.

      Nació el nuevo niño en 10743 y, como anunció Aldonza, fue un varón, al que pusieron por nombre Domingo, pues su madre era muy devota de Domingo Manso, el santo de Silos. Incluso llegó a pensar que había tenido una aparición suya en la que le pedía que llamara con su nombre al recién nacido. Con pocas semanas le bautizaron en la parroquia de San Sebastián bajo una estatua de la Virgen, actuando de padrinos doña Mayor de Aza, hermana de Juana, y un sobrino de don Félix, que vivía en Osma. En el momento en que se derramaba el agua sobre la cabeza del neófito muchos de los presentes vieron una luz, con forma de estrella, que se posaba sobre el recién nacido.

      Hubo interpretaciones varias del acontecimiento; unos decían que la señal suponía que el niño quedaba tocado por Dios, otros que estaba destinado a hacer grandes obras; pero también había algunos escépticos que pensaban, sin atreverse a manifestar su opinión, que estas cosas solo pasaban con los hijos de los nobles y que había mucha dosis de coba en la mirada de los visionarios.

      LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS DE LOS SEÑORES FEUDALES

      Domingo creció junto a sus hermanos, y su vida no fue muy distinta de la de los otros niños de Caleruega, ya que el pueblo era pequeño y no había escuela. ¿Para qué querían sus habitantes saber leer y escribir en latín? Tampoco el párroco, bastante ignorante, estaba en condiciones de preparar a los tres hijos de los señores, con lo que su educación consistió en el aprendizaje del credo, de las oraciones más comunes, algunos salmos y graduarse en la vida, al lado de los otros niños del pueblo. Doña Juana, que era muy devota, les narraba la vida de los santos y los llevaba en peregrinación a ermitas y conventos cercanos, porque quería que sus hijos dedicaran su vida a la Iglesia.

      Si querían jugar con los otros niños debían ayudarles antes a cuidar a sus hermanos más pequeños, trabajar en los huertos familiares, reparar las frágiles viviendas, siempre necesitadas de atención, o apacentar ganado en las laderas del monte de San Jorge, porque sus padres necesitaban la mano de obra de los más pequeños. Jugaban a la guerra contra los musulmanes con espadas de madera, y sorteaban los bandos, pues nadie quería combatir por los herejes. Un día, subidos a la galería de madera que circulaba el torreón donde jugaban a avistar moros, Fernán, un chicarrón fuerte y pecoso que conocía las leyendas de los santos del pueblo, les dijo a los Guzmanes:

      —Vosotros seréis caballeros, como san Jorge o san Sebastián.

      Pero quedó muy sorprendido cuando Antonio, el primogénito, que conocía las intenciones de sus progenitores, le contestó negando sus palabras:

      —No es cierto lo que decís, porque nuestros padres han decidido que no nos dediquemos a las armas, sino que seamos clérigos, como algunos tíos de nuestra madre.

      Y es que Juana siempre había querido que sus hijos se ordenaran sacerdotes. Sabía que la decisión no sería suya, sino de su marido, por lo que un día decidió manifestarle sus ilusiones y conocer sus intenciones.

      —No sé lo que tenéis pensado para nuestros hijos, pero Antonio ya tiene seis años y habrá que reflexionar sobre su educación futura. Vuestra familia ha dado grandes caballeros a Castilla, pero la Iglesia está muy necesitada de sacerdotes cultos y santos. A mí me gustaría que se dedicaran a Dios.

      —Yo también lo he meditado y la verdad es que estoy un poco desilusionado de los caballeros que veo en mi entorno. Algunos se venden al mejor postor, ya sea al rey de Navarra o al de Aragón, incluso los hay que ponen sus armas a favor de algún reyezuelo musulmán, como Fernán de Burgos, que se ha ido con sus tropas a Murcia. Al fin y al cabo, no hay mayor rey que Jesucristo ni mayor causa que la suya, con lo que estoy de acuerdo con vuestros deseos –dijo don Félix–. Pero no hay que descartar una nueva posibilidad intermedia, porque un tal Raimundo, que era abad de Fitero, acaba de fundar la orden de Calatrava para defender la ciudad, recientemente conquistada a los musulmanes, y está teniendo mucha afluencia de monjes soldados.

      No sabía don Félix, en aquel momento, que su hijo Antonio se haría caballero calatravo y serviría en un hospital de la orden como sacerdote.

      —Creo –continuó diciendo– que en Silos tienen una escuela de oblatos para preparar a los jóvenes. Preguntad la próxima vez que vayáis al monasterio, pues, una vez preparados, nuestros hijos decidirán si prefieren servir a Dios en el claustro o combatiendo contra herejes en una orden de caballería.

      No pasó mucho tiempo sin que doña Juana decidiera acudir al santuario, porque le apremiaba tomar una decisión. Dada su proximidad a Caleruega, eran frecuentes sus visitas y conversaciones con el abad Pascasio, que era un pariente lejano. Con su marido no podía contar, pues, como consejero del rey, pasaba la mayor parte de su tiempo en la corte o en la guerra, que era peor. Esta vez quiso que la acompañaran sus hijos para ponerlos a los pies de santo Domingo y pedir que les cobijara en su hábito. La verdad es que el santo, nombrado abad del monasterio a mediados del siglo XI para fortalecer la espiritualidad de los castellanos, muy mermada tras las incursiones árabes, lo había reconstruido y convertido en un centro floreciente de peregrinación y de piedad.

      La primavera era el momento de emprender el camino. Aunque no se distanciaban más de tres leguas las dos villas, viajando con niños todo era más lento y había más cosas que organizar. Mandó que prepararan una carreta, las provisiones necesarias y un par de escuderos, para ahuyentar a posibles malhechores.

      —En la carreta iremos los niños, Teresa y yo misma. La llevará Ramiro, el mulero, y a caballo nos acompañarán Alvar y Sancho. Saldremos temprano para volver antes que caiga la noche –comunicó al encargado, que llevaba la hacienda en ausencia de su esposo.

      Los niños estaban nerviosos y felices con la novedad y no pararon de hablar hasta que llegaron al pequeño valle de Tabladillo, donde se encontraba el monasterio, que impresionaba por su gran hechura y por la ferviente actividad que se veía en su entorno. Carretas y jumentos llegaban de todas direcciones para descargar sus mercancías en dos grandes corralones que el edificio tenía adosados. Ruido de metal al descargar sobre el yunque los martillos, mugidos de vacas y gritos de personas llamándose a voces se mezclaban entre sí, dificultando la conversación de los recién llegados.

      La realidad es que el monasterio resultaba grandioso porque los reyes castellanos le habían ido haciendo grandes donaciones a la vez que le concedían privilegios. De esa manera pretendían obtener la oración intercesora de los monjes por sus almas, pero también les daban la posibilidad de atender a los pobres y enfermos que acudían a sus puertas. Al final, los monjes se habían convertido en los gestores de un enorme patrimonio que llegaba a zonas muy apartadas del centro dominical en el que se encontraban.

      Una vez llegados, encargó el abad don Pascasio a un joven monje que paseara a los niños por el claustro y les explicara los relieves de los capiteles, pues su madre le había pedido hablar con él y resultaría imposible hacerlo con ellos delante. Domingo, aunque era el más pequeño, nada más empezar la visita demostró que quería saberlo todo, pues apuntaba una inteligencia excepcional. Los relieves que veía le suscitaban múltiples preguntas: quiénes y por qué habían matado a Jesús, la razón por la que un apóstol llamado Tomás metía el dedo en la llaga de su costado, el nombre de las mujeres que le enterraban... Era su primera lección bíblica en piedra y no quería desaprovechar ni una palabra, con lo que el joven guía tuvo que llenarse de paciencia.

      —Debo reconocer que no fue mi primera lección bíblica, pero que me impactaron los capiteles del monasterio de Silos. Nos quedamos al rezo de laudes, del que guardo también un gran recuerdo –les dije–, y no me extraña que esta primera impresión impactara en el niño.

      No resultaba fácil acceder a un hombre tan importante como el abad, pero doña Juana, además de pariente, era una mujer querida por su bondad, con lo que no tuvo problemas para ser escuchada. Pasaron al despacho para poder hablar sin ser interrumpidos y quedó en las inmediaciones un fraile con la misión de no dejar pasar a nadie. A pesar de la riqueza del monasterio, estaban en


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