El santo olvidado. Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada

El santo olvidado - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada


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disciplina típica de los monjes a la que se tenían que ir acostumbrando. Otra de sus obsesiones era que sus alumnos dirigieran la mirada al Nuevo Testamento para que imitaran la vida sencilla de Cristo y sus apóstoles, un ejemplo que él mismo seguía. Las únicas salidas eran a la iglesia, en la que actuaban de monaguillos y cantores, o a la abadía de San Pedro, donde participaban de las liturgias conventuales. El mejor estudiante resultó ser Domingo, un niño serio que se encontraba a gusto entre letras y declinaciones latinas, con gran satisfacción de don Gonzalo y envidia de sus compañeros, que le consideraban el favorito de su tío.

      —Hagas lo que hagas, siempre encuentra alguna excusa para tus actos, mientras que a cualquiera de nosotros, por cosas de menor cuantía, nos castiga –le decía su hermano Mamés.

      —Lo siento, pero no está en mi mano cambiar su actitud –contestaba Domingo avergonzado.

      —Desde muy pequeño –nos dijo mi abuela–, y a lo largo de toda su vida, Domingo se caracterizó por ser una persona inteligente, trabajadora y humilde, unas cualidades que enseguida le convirtieron en líder.

      Con motivo de alguna fiesta especial y en vacaciones podían volver a Caleruega, donde eran mimados por su madre y Teresa. En una de esas visitas coincidieron con don Félix, que quiso festejar a unos compañeros con el vino mejor, que guardaba en una tina especial que había prohibido tocar. Domingo notó revuelo en la casa porque su madre no había obedecido a su marido y había utilizado el vino para unos caballeros que llegaron débiles y enfermos de una batalla contra los musulmanes.

      —Teresa, dile a uno de los mozos que saque vino de la barrica –le dijo doña María a la cocinera.

      —Pero señora, ¿qué va a sacar, si se vació el otro día? –contestó la mujer perpleja.

      —Lo intentaremos, ya que a lo mejor queda algo.

      Subieron el tonel de la bodega con facilidad, pues no pesaba mucho, y al abrir la espita salió vino... vino y vino, cuando todos juraban que había quedado vacía. Don Félix pudo agasajar a sus amigos, doña María no sufrió por haber desobedecido a su señor marido y la estupefacción por lo ocurrido llenó a los presentes. Ella aprovechó para decir a sus hijos:

      —Cuando la gente es generosa, Dios multiplica sus bienes, que es lo que pasó en la multiplicación de los panes y los peces. Recordadlo siempre.

      Pero no quedaron muy convencidos, pues el diario vivir les demostraba que Dios no actuaba así con la frecuencia que afirmaba su madre.

      La suerte de Domingo cambió un día en el que don Félix acompañaba al rey que estaba con su corte en Carrión. Su presencia era en calidad de consejero, obtenida por su capacidad como buen guerrero, que le hizo gozar de la estima del monarca y olvidar su condición de noble de escasa fortuna. La reina doña Leonor había tardado varios años en quedarse encinta, con la fatalidad de que el ansiado heredero, Sancho de Castilla, había muerto a los tres meses de su nacimiento, un final que también corrió una niña, Sancha, que nació poco después. Ahora se anunciaba inminente un tercer parto y los gentilhombres, obispos de la zona, consejeros y amigos del monarca le acompañaban en la tensa espera. En habitaciones contiguas también se congregaban los regidores, bailíos y alcaides de las villas vecinas, con el interés de comunicarle al rey sus necesidades y deseos. Bebían, charlaban sobre un temido brote de guerra por parte de los musulmanes, discutían sobre la calidad de unas armaduras y comentaban la situación de las próximas cosechas y el montante de diezmos y tasas.

      El rey se paseaba inquieto por la sala y el obispo de Palencia, don Arderico, que ostentaba el título de conde de Pernia, entonaba oraciones pidiendo por la reina y el recién nacido, que, si Dios quisiera, sería un varón. El prelado, además de orar, quería obtener beneficios del monarca para la floreciente escuela catedralicia que había creado y le pareció que la mejor manera de abordar el tema era preguntar por los hijos de los nobles allí presentes, entre los que se encontraba don Félix, que también fue cuestionado.

      —Y vos, señor de Caleruega, ¿qué destino buscáis para vuestros hijos? Tengo entendido que tenéis tres varones.

      —El mayor ya está como oblato en el monasterio de Silos, aunque duda si incorporarse a la orden de Calatrava, y el segundo ha hecho lo mismo en el monasterio de la Vid. Me queda el tercero, que, según mi cuñado don Gonzalo de Aza, que está al cuidado de su educación, es el más inteligente –dijo con orgullo don Félix–. Ya tiene edad, pero duda el camino a seguir y nos ha pedido que le dejemos unos meses antes de escoger. Mientras lo piensa no está perdiendo el tiempo, pues lee los libros de la biblioteca de los monjes de San Pedro de Gumiel.

      El rey, que parecía distraído, intervino en la conversación porque, aunque apreciaba más las artes de la guerra que las del estudio, estaba muy orgulloso de su contribución a la escuela palentina.

      —No lo dudéis, si el chico es inteligente y le gusta el estudio, debéis mandarle a Palencia. En estos momentos hay pocos centros en los reinos cristianos que estén a su altura, tiene buenos maestros y hace de puente entre las corrientes de pensamiento europeas y las que nos llegan del mundo árabe. Dicen que la biblioteca de Córdoba tiene más de 40.000 volúmenes, aunque imagino que la cifra se habrá exagerado. ¿Cómo se llama ese hijo que os queda? –preguntó.

      —Se llama Domingo, Señor, y siguiendo vuestras instrucciones hablaré con don Arderico para preparar su entrada en la escuela catedralicia –le contestó el aludido, consciente de que los deseos del rey eran órdenes.

      —Soledad, tengo una duda: ¿cuál fue la primera universidad de España?

      —Los expertos no se ponen de acuerdo ya que en 1209 Alfonso VII creó el estudio palentino y hasta 1218 no abrió sus puertas la de Salamanca, pero fue la primera en recibir el título oficial de «universidad» en 1225. Escoge la que quieras –contestó.

      No pasó poco tiempo sin que llegara un sirviente para decir que la reina acababa de dar a luz a una niña y que estaban madre e hija en buen estado. El rey hubiera preferido el nacimiento de un varón, pero brindó con los presentes por el futuro de su nueva hija, a la que llamaría Urraca.

      —Esta niña que nació en 1186 –nos aclaró Soledad– fue reina de Portugal por su matrimonio con el rey Alfonso II.

      Antes de subir para ver a su esposa, al pasar junto a don Félix, dijo el monarca:

      —Entonces vuestro hijo Domingo vendrá a Palencia. Es bueno que en Castilla tengamos jóvenes bien preparados para ayudarnos en el gobierno, pues no contamos con una escuela palatina.

      Tras la marcha del rey se quedaron el obispo y don Félix hablando para formalizar la fecha y las condiciones para la entrada de su hijo. Mientras tanto el tiempo de gracia que le habían concertado sus mayores había sido para Domingo agua de mayo. El abad le permitió encerrarse en el scriptorium, donde los monjes copiaban y a veces miniaban códices antiguos, ya que gracias a un acuerdo con diferentes monasterios de la zona se intercambiaban las obras con las que no contaban en sus bibliotecas. En ese ambiente de silencio y trabajo, al joven estudiante le fueron dando varios comentarios de los Padres de la Iglesia y la Regula Monachorum de san Isidoro, porque confiaban en que decidiera hacerse monje. No solían ser buenas las relaciones entre abades y obispos, que rivalizaban por el poder y el pago de impuestos; por eso, el padre abad no perdía la ocasión, incluso cuando ya supo de su marcha a Palencia, de insinuarle un cambio de planes.

      —Domingo, os veo muy contento en el convento y creo que todavía estáis a tiempo de mudar de opinión. Tanto el rey como vuestro padre entenderían que rehusarais marchar, porque Dios os llama a la vida monacal y consideráis la ciudad como un lugar de perdición.

      La verdad es que Domingo estaba feliz en San Pedro de Gumiel. Asistía al rezo de las horas y a todas las liturgias conventuales, además de encerrarse a leer durante horas. Le gustaba esa vida solitaria y contemplativa, en medio de una comunidad, aunque le parecía egoísta que el mundo no se pudiera enriquecer del mensaje de Cristo por ignorancia y superstición. Tendría que existir algo intermedio, pero mientras lo encontraba le llegó la fecha en la


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