Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco


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con un señor escocés, sir Edwin Macdonald.

      – Tú me dejarás algún día – dijo ella con su voz trágica de los grandes momentos – . Un príncipe Lubimoff debe vivir en la corte, servir á su emperador, ser oficial de la Guardia; y yo necesito un compañero, un apoyo. Sir Edwin es la distinción personificada; pero no creas que olvido á tu padre. ¡Nunca!.. ¡Héroe mío!

      Miguel Fedor vió á un señor que, efectivamente, era «la distinción personificada»; atento con todos, muy digno en sus ademanes, parco en las palabras, y que pasaba encerrado largas horas, estudiando, según decía la princesa. Le preocupaba la política de su país, y su ilusión era volver al Parlamento, de donde le había hecho salir una derrota electoral.

      Este hombre frío, de pálida sonrisa y una corrección extremada hasta en los actos más insignificantes, no le inspiró antipatía como padrastro, ni simpatía como amigo. Fué un hombre poco molesto y algo borroso que se acostumbró á encontrar todos los días ocupando el antiguo lugar de su padre, y que le hubiese sorprendido no ver de pronto.

      Otras personas penetraron en el palacio Lubimoff con toda la confianza del parentesco, á causa de este matrimonio.

      Un hermano de sir Edwin había tenido que lanzarse por el mundo para ganar su vida, como todos los segundones de las familias británicas. Después de una existencia de aventuras, había acabado por instalarse en el Sur de los Estados Unidos, junto á la frontera de Méjico, y de pronto se encontró mucho más rico que su hermano mayor, al casarse con una heredera del país.

      Su esposa era mejicana. Poseía famosas minas de plata tierra adentro y extensas llanuras en la frontera. Sólo tuvieron una hija; y cuando ésta iba á cumplir ocho años, Arturo Macdonald murió á consecuencia de una caída del caballo. La viuda, con su pequeña Alicia, se trasladó á Europa para vivir en Londres, cerca de su cuñado sir Edwin, miembro entonces del Parlamento, y admirado por la mejicana como uno de los directores del mundo. Luego se instaló en París, por ser esta capital más de su gusto y poder encontrar en ella á numerosos compatriotas.

      La princesa Lubimoff trataba bien á esta parienta, pero su amistad sufría bruscas alteraciones, pasando por cariñosos entusiasmos y repentinos desvíos.

      Ella y doña Mercedes podían hablar de minas y vastísimas propiedades, aunque ninguna de las dos conocía con certeza su fortuna, apreciándola únicamente por las enormes rentas – millones al año – que enviaban los lejanos administradores, y que consumían ambas sin saber cómo. Otro motivo de simpatía para la Lubimoff en sus días de benevolencia: ella era rubia y la criolla conservaba los restos de una belleza hispano-azteca, con la tez de un moreno algo verdoso, los ojos enormes, rasgados, oblicuos, en forma de almendra, y una cabellera asombrosa por su intensa negrura, su brillo y su longitud.

      Pero una rivalidad instintiva amargaba frecuentemente las relaciones de las dos multimillonarias. La princesa estaba segura de que su fortuna era enormemente superior. Cuando doña Mercedes hablaba de la plata mejicana, la Lubimoff aludía al platino de Rusia. «¡Y qué vale la plata comparada con el platino!» Para acabar de aplastarla, hacía la historia de su familia. A partir del remoto abuelo cosaco, que casi se convertía en esposo legítimo de Catalina la Grande, iban desfilando generales, mariscales de palacio, halemanes seguidos por sus mesnadas de jinetes medio salvajes, príncipes y embajadores. La mujer de sir Edwin hablaba como si perteneciese á la familia reinante, dando á entender que su famoso abuelo había intervenido en la formación de algún zar. Por eso en la corte la habían tratado siempre á ella con una predilección especial.

      Vejada interiormente doña Mercedes por tanta grandeza, sonreía, sin embargo, con una dulzura de india, como diciendo: «Todo eso está muy lejos y tal vez sea mentira.»

      De pronto, empezaba á hablar en su francés rápido y caprichoso, revestido para siempre de una coraza de adherencias españolas.

      – Mamá era íntima amiga de Eugenia… ¿No sabe usted qué Eugenia? La emperatriz, la esposa de Napoleón III. Cuando anunciaban en las Tullerías á madama Barrios (que era mamá), las puertas se abrían de par en par… Papá fué de los que hicieron emperador á Maximiliano.

      Y frente á las grandezas aristocráticas de Petersburgo elevaba la imagen de la corte mejicana, del breve Imperio que había tenido por epílogo el fusilamiento del archiduque Maximiliano y la locura de su esposa Carlota. La buena señora lo contaba todo tal como lo había oído á su madre. El emperador quería establecer la rancia etiqueta austriaca, pero las matronas mejicanas, al visitar á la joven emperatriz, le decían maternalmente, con una llaneza criolla: «¿Cómo le va, Carlotita?.. ¿Qué le parece este país, hija mía?»

      A impulsos de una franqueza semejante, doña Mercedes terminaba diciendo:

      – Papá, al ver que el Imperio iba mal, reconoció á Juárez y se fué con los republicanos. Había que salvar nuestras minas.

      Luego hablaba de los Barrios, procedentes, según ella, de la más vieja aristocracia española. Todos los nobles de Madrid resultaban parientes suyos: era cosa sabida. De niña había visto en su casa muchos papeles que probaban su derecho á un título de marqués; pero por las revoluciones del país y por sus viajes, ya no sabía dónde encontrarlos.

      Si la princesa alababa las magnificencias de su palacio, la criolla hacía alusión inmediatamente al elegante hotel particular comprado por ella en los Campos Elíseos. La llegada del coronel Toledo, héroe decorativo que volvía á dar á la vivienda principesca un prestigio militar, no intimidó á doña Mercedes. También ella tenía su español: un clérigo aragonés, que era algo así como su capellán de honor, y al que consideraba un sabio, porque, aburrido de su sinecura, se había dedicado á la astronomía elemental, instalando un telescopio en el tejado de la casa.

      Cada vez que la mejicana su atrevía á imitar las fiestas, los carruajes ó los vestidos de la princesa, ésta lamentaba que París no estuviese en Rusia, para llamar al general de la Policía y recordarle el respeto que debe guardarse á las castas superiores. Pero á continuación de sus cóleras, sentía un fulminante cariño por doña Mercedes, asegurando que, aunque iletrada, era mujer de talento natural y la única con quien podía hablar horas enteras.

      Entre estas dos bellezas descendentes, que se habían visto solicitadas y adoradas en otros tiempos, existía un motivo de unión, algo que las conmovía como una música amada y lejana, como un recuerdo nostálgico de la juventud: la hija de doña Mercedes, la vivaracha Alicia Macdonald.

      La madre creía ver en ella su propia hermosura repitiéndose con nueva savia, y se engañaba. Alicia había unido á su moreno esplendor la ligera esbeltez, la soltura un poco amuchachada de su origen paterno. La princesa, ante la independencia de su carácter, creía verse también á sí misma cuando empezó á escandalizar á la corte imperial. Otro error. Ella había podido seguir los impulsos de su voluntad, sin miedo á los comentarios. Todo lo poseía. Además de sus inmensas riquezas, contaba con los privilegios del nacimiento, pudiendo elevar hasta ella á cualquier hombre, por bajo que estuviese. Alicia tenía una ambición: unir á su fortuna un gran título de vieja aristocracia para figurar en una corte, y este deseo lo perseguía á los quince años con una glacial tenacidad, disimulada por aturdimientos aparentes. Doña Mercedes le había hablado desde la infancia de matrimonios de leyenda; de príncipes que en otros tiempos se casaban con pastoras y ahora buscaban á las millonarias.

      Miguel Fedor se sintió algo intimidado al encontrar en su palacio á esta muchacha que le miraba descaradamente, con ojos de dominación, como si todo lo existente debiera doblarse ante su paso.

      Era hermosa, con una belleza más perturbadora que correcta. Su tez levemente dorada con el color de la naranja, sus ojos rasgados y algo subidos en su vértice, la abundante cabellera, que parecía retorcerse y vivir como un haz de serpientes negras escapándose de la opresión de las horquillas, le daban un encanto exótico. El resto de su cuerpo revelaba la educación física moderna, los miembros ágiles y endurecidos por los continuos deportes.

      Doña Mercedes pareció empujarlos á los dos desde los primeros encuentros.

      – Háblense de tú – dijo maternalmente – . Son ustedes primos.

      Aunque


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