Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco


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¿Es verdad que al abandonar el seminario fuiste mancebo de botica?

      – Príncipe – contestaba el maestro con dignidad – , yo soy don Marcos de Toledo. Mi apellido dice mi nobleza, á pesar de todo lo que cuenten los envidiosos, y tengo derecho á usar el don, porque el señor marqués me hizo oficial.

      Al poco tiempo, el discípulo hablaba correctamente el español. Parecía haberlo aprendido con rapidez para burlarse mejor de su hidalgo maestro.

      El padre contribuía también á la educación del heredero de los Lubimoff con lo único que él podía enseñarle. Todas las mañanas, después de las lecciones del maestro ruso, de las que salía el pequeño con un rostro grave, Saldaña lo esperaba en una amplia sala del piso bajo.

      – Príncipe, ¡en guardia!

      Y él, que había sido el primer sable del ejército carlista y llevaba sobre su conciencia una cabeza partida hasta la mandíbula en un duelo durante la campaña contra los turcos, sonreía orgulloso al ver cómo este muchacho de once años se mantenía firme durante la lección de esgrima, evitando sus duros golpes y devolviéndoselos con éxito al menor descuido. Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas.

      Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis. Llevaba muchos años dentro del cuerpo una bala española que no le habían podido extraer los curanderos de su partida. Cuando los cirujanos de Londres y París intentaron la operación, ya era tarde.

      Y una mañana, el ayuda de cámara, al entrar en su dormitorio, lo encontró muerto.

      Miguel Fedor se acordaba de su propia emoción, de los suntuosos funerales ordenados por la princesa – idénticos á los de un soberano fallecido en el destierro – , pero aún tenía más presentes los extremos de dolor de su madre. También ella quería morir. Las doncellas rusas tuvieron que arrancar de sus manos un frasco de láudano, recibiendo por su abnegación unos cuantos puñetazos más que de costumbre. Luego corrió como una demente, aullando y con el cabello suelto, ante todos los retratos del general. ¡Ah, su héroe! Ahora sabía verdaderamente cuánto lo amaba…

      Durante varios meses recibió á sus visitas en un salón con muebles y cortinajes negros. Vistiendo sueltas ropas de luto, estaba medio tendida en un sofá ante un retrato de Saldaña de cuerpo entero. Sus sables, sus uniformes y hasta una silla rusa de montar figuraban en este salón convertido en museo del difunto.

      – ¡Ha muerto como lo que fué! – gemía la viuda – . Le han matado sus heridas.

      En este período se inició la última evolución de la grandeza de don Marcos Toledo. El sabio ruso había quedado en segundo lugar. Cierta parte de la gloria del muerto se reflejó sobre este compatriota humilde que había presenciado sus hazañas. Una tarde, la princesa, que conversaba en su salón-museo con unos nobles parientes llegados de Rusia, lloró tanto al recordar á su esposo, que quiso ausentarse un momento.

      – Coronel, el brazo.

      Toledo estaba presente acompañando á su discípulo, y miró en torno de él con extrañeza, lo que dió lugar á que la orden se repitiese en un tono más imperioso. ¡El coronel era él!.. Durante algún tiempo creyó don Marcos en un capricho de la princesa. El día que menos lo esperase le retiraría el coronelato.

      Pero cuando, pasados los primeros meses de luto y cansada de su retraimiento, se lanzó la viuda á hacer visitas, quiso ser acompañada por Toledo, presentándolo á sus amistades del mundo aristocrático.

      – Es el ayudante de campo del difunto marqués.

      ¡Lo mismo que él había inventado para darse importancia ante sus compañeros de hambre! No dudó más de su graduación. Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente.

      Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente. Con la princesa no había que temer los escrúpulos que mostraba algunas veces Saldaña, enemigo del despilfarro. La gran señora hasta sentía desprecio por las personas que se aprovechaban parcamente de su generosidad. Don Marcos pudo cambiar de traje varias veces al día y sostuvo largas conferencias con sastres de renombre. Buscaba una elegancia personal; quería ser un señor distinguido, pero que denuncia en su modo de llevar la ropa á un hombre acostumbrado al uniforme: algo así como el aire de un mariscal napoleónico obligado á vestir el frac. Su cabeza fué objeto igualmente de grandes retoques. Imitó el peinado de su general, con la raya de la frente á la nuca, mechones en las sienes alisados hacia adelante y bigotes unidos con las patillas, á la rusa. Acompañando á la princesa, se habituó á besar la mano á las señoras con una gracia de viejo cortesano; aprendió también á sostener largas conversaciones sin decir nada, á mantenerse aparte y casi invisible mientras hablaban las gentes de origen superior.

      Cuando la princesa, una vez terminado el primer año de viudez, volvió resueltamente á su palco de la Opera, don Marcos la acompañó, quedando discretamente en el fondo, como el chambelán de una reina. Una noche, durante un entreacto, al pasar ella al antepalco, oyó cómo el coronel contaba á un viejo general francés amigo de la casa el combate de Villablanca.

      – …y el marqués me dijo: «Ahora te toca á ti, Toledo; á ver cómo cargas á la bayoneta.» Entonces, yo desnudé el sable, y á la cabeza de mi regimiento…

      – Es un verdadero soldado – interrumpió la princesa – . Un digno compañero de mi héroe… El marqués me habló muchas veces de él.

      Y estaba segura en aquel momento de haber oído contar al taciturno Saldaña las proezas de su ayudante de campo.

      El maestro ruso, que era para Toledo un hombre antipático é inquietante, abandonó de pronto el palacio Lubimoff. Tal vez sentía celos de la influencia creciente del coronel; tal vez asuntos misteriosos lo atraían lejos de París. La princesa no experimentó ninguna pena con esta desaparición del sabio. Había olvidado á sus rusos de aspecto sedicioso: ya no les daba dinero: otras eran ahora sus aficiones.

      De pronto, mostró deseos de vivir una larga temporada en Londres, y esto la hizo ceder á la petición de su hijo, que ansiaba realizar un viaje solo por toda Europa.

      – Ya eres un hombre; vas á tener catorce años. Viaja, no repares en gastos; piensa siempre que eres el príncipe Lubimoff… El coronel irá contigo: será tu ayudante, como lo fué del heroico marqués.

      Su primer viaje fué á España. Miguel Fedor deseaba conocer la tierra de su padre. Toledo creyó del caso mostrar cierta inquietud para que le admirase el joven príncipe. ¡Un coronel carlista que no había querido acogerse á indulto ni acataba á la dinastía reinante!.. Pero viajaron tres meses por España, sin que se fijasen en ellos mas que por la largueza de sus propinas. Bien es verdad que Toledo evitó ponerse en contacto con sus antiguos camaradas. Se consideraba ya de otro mundo; sentía interiormente el mismo cambio que su general.

      Cuando Miguel Fedor sació su primer entusiasmo por las corridas de toros, continuaron el viaje á través de Europa, hasta llegar á Rusia, mucho después de las numerosas cartas de presentación dirigidas por la Lubimoff á sus parientes. Un año permaneció allá el príncipe, visitando sus propiedades menos lejanas, conociendo á todas las grandes familias amigas de su madre. El coronel habló gravemente de cosas de guerra con varios generales que le acogieron como un igual. Era el ayudante, el compañero de heroísmos de Saldaña, al que habían conocido, de jóvenes, en la guerra contra Turquía siendo oficiales.

      Las antiguas amigas de la princesa Lubimoff dieron al hijo una noticia inesperada. Su madre pretendía casarse con un señor inglés y había escrito al zar solicitando su autorización. Esta noticia sólo impresionó á Miguel Fedor. Los tiempos de la extravagante Nadina estaban muy lejos. Sus actos no producían eco alguno. Otras princesas jóvenes la habían borrado con aventuras todavía más ruidosas. Sólo algunas damas de la antigua corte, cuando olvidaban sus preocupaciones de madres,


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