La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco

La maja desnuda - Ibanez Vicente  Blasco


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él la diese disgustos con sus manías inconvenientes. Lo del desnudo era una afición vergonzosa de sus tiempos de bohemio.

      Y Renovales, vencido por los mimos de su mujer, hizo las paces, se esforzó por olvidar su obra y sonrió con la resignación del esclavo que ama la cadena porque le asegura la paz y la vida.

      Al llegar el otoño volvieron á Roma. Renovales reanudó los trabajos para su contratista, pero éste, á los pocos meses, parecía descontento. No era que el signor Mariano decayese, eso no; pero sus corresponsales se quejaban de cierta monotonía en los sujetos de sus obras. El mercader le aconsejaba que viajase; podía vivir una temporada en la Umbría, pintando campesinos en paisajes ascéticos y viejas iglesias. Podía, y esto era lo mejor, trasladarse á Venecia. ¡Qué grandes cosas haría el signor Mariano en aquellos canales! Y así nació en el artista el propósito de abandonar Roma.

      Josefina no opuso resistencia. Aquella vida de recepciones á diario, en las innumerables embajadas y legaciones, comenzaba á aburrirla. Desvanecido el encanto de la primera impresión, Josefina notó que las grandes señoras la trataban con una condescendencia penosa, como si hubiese descendido de su rango al unirse con un artista. Además, la gente joven de las embajadas, los agregados de diversas razas, rubios unos, morenos otros, que buscaban consuelo á su celibato sin salir del mundo de la diplomacia, tenían con ella atrevimientos lamentables al dar las vueltas de un vals ó seguir la figura de un cotillón, como si la considerasen conquista fácil viéndola casada con un artista que no podía lucir en los salones un mal uniforme. La hacían en inglés ó en alemán cínicas declaraciones, y ella tenía que contenerse, sonriendo y mordiéndose los labios, á corta distancia de Renovales, que no entendía una palabra y se mostraba satisfecho de las atenciones de que era objeto su mujer por parte de una juventud elegante, cuyas maneras él intentaba copiar.

      El viaje quedó resuelto. ¡Á Venecia! El amigo Cotoner se despidió de ellos: sentía abandonarles, pero su puesto estaba en Roma. Justamente el Papa andaba malucho en aquellos días, y el pintor, con la esperanza de la muerte pontifical, preparaba lienzos de todos tamaños, esforzándose por adivinar quién sería el sucesor.

      Al remontarse en sus recuerdos, Renovales pensaba siempre con dulce nostalgia en su vida veneciana. Fué el periodo mejor de su existencia. La ciudad encantadora de las lagunas, envuelta en una luz de oro, temblona con el cabrilleo de las aguas, le subyugó desde el primer momento, haciéndole olvidar su amor apasionado á la forma humana. Se calmó durante algún tiempo su entusiasmo por el desnudo. Adoró los viejos palacios, los canales solitarios, la laguna de aguas verdes é inmóviles, el alma de un pasado majestuoso, que parecía respirar en la solemne vetustez de la ciudad muerta y eternamente sonriente.

      Vivieron en el palacio Foscarini, un caserón de paredes rojas y ventanales de blanca piedra, que daba á una callejuela acuática inmediata al Gran Canal. Era una antigua mansión de mercaderes, navegantes y conquistadores de las islas de Oriente, que en ciertas épocas habían ostentado en su cabeza el cuerno dorado de los Dogas. El espíritu moderno, utilitario é irreverente, había convertido el palacio en casa de vecindad, partiendo los dorados salones con feos tabiques; estableciendo cocinas en las arcadas afiligranadas del patio señorial; llenando de ropas puestas á secar las galerías de mármol, al que daban los siglos la transparencia ambarina del viejo marfil y reemplazando con baldosines los desgarrones del rico mosaico.

      Renovales y su mujer ocupaban la habitación más inmediata al Gran Canal. Por las mañanas, Josefina veía desde un mirador la rápida y silenciosa llegada de la góndola de su marido. El gondolero, habituado al servicio de los artistas, llamaba á gritos al signor pittore, y Renovales bajaba con su caja de acuarela, partiendo inmediatamente la embarcación por los tortuosos y estrechos canales, moviendo á un lado y otro el peine plateado de su proa, como sí husmease el camino. ¡Las mañanas de plácido silencio, en las dormidas aguas de una callejuela, entre dos altos palacios de audaces aleros, que conservaban la superficie del canalillo en perpetua sombra!.. El gondolero dormitaba tendido en uno de los encorvados extremos de su embarcación, y Renovales, sentado junto á la negra litera, pintaba sus acuarelas venecianas, un nuevo género que su empresario de Roma acogía con grandes extremos de entusiasmo. Su ligereza de pincel le hacía producir estas obras con la misma facilidad que si fuesen copias mecánicas. En el dédalo acuático de Venecia tenía un apartado canal, al que llamaba «su finca», por el dinero que le producía. Había pintado un sinnúmero de veces sus aguas muertas y silenciosas, que en todo el día no sufrían otro roce ondulatorio que el de su góndola; dos viejos palacios con las persianas rotas, las puertas cubiertas de la costra de los años, las escalinatas roídas por el verdor de la humedad y en el fondo un pequeño arco de luz, un puente de mármol y por debajo de él la vida, el movimiento, el sol de un canal ancho y transitado. La ignorada callejuela resucitaba todas las semanas bajo el pincel de Renovales; podía pintarla con los ojos cerrados, y la iniciativa mercantil del judío de Roma la esparcía por todo el mundo.

      La tarde la pasaba Mariano con su mujer. Unas veces iban en góndola hasta los paseos del Lido, y sentados en la playa de fina arena, contemplaban el oleaje colérico del Adriático libre, que extendía hasta el horizonte sus saltadoras espumas, como un rebaño de níveos vellones avanzando en el ímpetu del pánico.

      Otras tardes paseaban por la plaza de San Marcos, bajo las arcadas de sus tres hileras de palacios, viendo brillar en el fondo, á los últimos rayos del sol, el oro pálido de la basílica, en cuyas paredes y cúpulas parecían haberse cristalizado todas las riquezas de la antigua República.

      Renovales, cogido del brazo de su mujer, marchaba con cierta calma, como si lo majestuoso del lugar le impusiera un estiramiento señorial. El augusto silencio no se turbaba con esa batahola que ensordece á las grandes capitales. Ni el rodar de un coche, ni el trote de un caballo, ni gritos de vendedores. La plaza, con su pavimento de mármol blanco, era un inmenso salón por donde circulaban los transeuntes como en una visita. Los músicos de Venecia agrupábanse en el centro, con sus bicornios rematados por negros y ondulantes plumeros. Los rugidos del wagneriano metal, galopando en la loca cabalgada de las Walkyrias, hacían estremecer las columnatas de mármol y parecían dar vida á los cuatro caballos dorados que en la cornisa de San Marcos se encabritaban sobre el vacío con mudo relincho.

      Las palomas venecianas, de obscuro plumaje, esparcíanse en juguetonas espirales, levemente asustadas por la música, para posar su lluvia de alas sobre las mesas de un café. Remontábanse luego hasta ennegrecer los aleros de los palacios y caían á continuación como un manto de metálicos reflejos sobre las bandas de inglesas, de velos verdes y redondos sombreros, que las llamaban ofreciéndolas trigo.

      Josefina, con anhelos de niña, separábase de su marido para comprar un cucurucho de grano, y derramándolo sobre sus enguantadas manecitas, se dejaba rodear por los pupilos de San Marcos. Posábanse aleteantes, como cimeras fantásticas, sobre las flores de su sombrero; saltaban á sus hombros, alineándose en los tendidos brazos; agarrábanse desesperados á sus breves caderas, intentando seguir el contorno del talle, y otros más audaces, como si estuvieran poseídos de humana malicia, arañaban su pecho, tendían el pico, pugnando por acariciar, al través del velo, su fresca boca entreabierta. Ella reía, estremecida por el cosquilleo de la animada nube que rozaba su cuerpo. El marido la contemplaba riendo también, y con la seguridad de no ser entendido más que por ella, le gritaba en español:

      – ¡Pero qué hermosa estás!.. ¡Te pintaría! ¡Si no fuese por la gente, te daba un beso!..

      Venecia fué el escenario de sus mejores tiempos. Ella vivía tranquila mientras su esposo trabajaba, tomando por modelos los rincones de la ciudad. Le veía ausentarse sin que ningún pensamiento penoso turbara su plácida calma. Esto era pintura, y no los encierros de Roma con mujeres desvergonzadas que no temían quedarse en cueros. Queríale con nueva pasión, le mecía en una perpetua caricia. Entonces fué cuando nació su hija, único fruto de su matrimonio.

      La majestuosa doña Emilia, al enterarse de que iba á ser abuela, no pudo permanecer en Madrid. ¡Su pobre Josefina, en país extranjero, sin otros cuidados que los de su marido, un buen muchacho que, según decían, tenia talento, sin dejar por esto de parecerle algo ordinario!.. Á expensas del yerno hizo su viaje á Venecia, y allí permaneció algunos meses echando pestes contra esta ciudad, á la que no


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