La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco

La maja desnuda - Ibanez Vicente  Blasco


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de la madre y la hija el vacío de un afecto algo desdeñoso, en el que entraba por mucho la conmiseración. Eran pobres. El padre había sido un diplomático de cierto nombre, que al morir no dejó á su esposa otros recursos que la pensión de su viudedad. Dos hijos estaban en el extranjero, como agregados de embajada, luchando con la escasez de sus sueldos y las exigencias de su posición. La madre y la hija vivían en Madrid, aferradas á la sociedad en que habían nacido, temblando de abandonarla, como si esto equivaliese á una degradación, permaneciendo de día en un tercer piso, amueblado con los restos de su pasada opulencia, haciendo inauditas economías para poder codearse por la noche dignamente con los que habían sido sus iguales.

      Ciertos parientes de doña Emilia, que era la mamá, contribuían á su sostenimiento, no con dinero (eso nunca), sino prestándola el sobrante de su lujo, para que ella y la hija mantuviesen una pálida apariencia de bienestar.

      Unos les cedían su coche en ciertos días para que diesen una vuelta por la Castellana y el Retiro, saludando á las amigas al cruzarse los carruajes; otros les enviaban su palco del Real las noches que no eran de turno brillante. Su conmiseración tampoco se olvidaba de ellas al extender las invitaciones para comidas de fiesta onomástica, tés de la tarde, etc. «No hay que olvidar á las de Torrealta, ¡pobrecitas!..» Y al día siguiente los cronistas de salones inscribían en la lista de los asistentes á la fiesta á «la bella señorita de Torrealta y su distinguida madre, la viuda del ilustre diplomático de imperecedero recuerdo», y doña Emilia, olvidando su situación, creyéndose en los mejores tiempos, entraba en todas partes, con un eterno traje negro, acosando con su tuteo y sus confidencias á las grandes señoras, cuyas doncellas eran más ricas y comían mejor que ella y su hija. Si algún señor viejo se refugiaba á su lado, la diplomática intentaba anonadarlo con la majestad de sus recuerdos. «Cuando estábamos de embajadores en Stockolmo…» «Cuando mi amiga Eugenia era emperatriz…»

      La hija, con cierto instinto de muchacha tímida, parecía darse cuenta mejor de la situación. Permanecía sentada entre las señoras mayores, osando, sólo de tarde en tarde, aproximarse á las otras jóvenes que habían sido sus compañeras de colegio y ahora la trataban con superioridad, viendo en ella algo así como una señorita de compañía elevada hasta ellas por los recuerdos del pasado. La madre se irritaba por su timidez. Debía bailar mucho, ser vivaracha y atrevida como las otras; decir chistes, aunque fuesen crudos, para que los hombres los repitiesen haciéndola una fama de ingeniosa. Parecía imposible que con su educación fuese tan insignificante. ¡La hija de un grande hombre que apenas entraba en los primeros salones de Europa formaban círculo en torno de él! ¡Una muchacha educada en el Sagrado Corazón de París, que hablaba el inglés, su poquito de alemán y se pasaba el día leyendo, cuando no tenía que limpiar unos guantes ó reformar un vestido!.. ¿Era que no deseaba casarse?.. ¿Tan bien se encontraba en aquel piso tercero, miserable calabozo de la dignidad de su apellido?..

      Josefina sonreía tristemente. ¡Casarse! Jamás lo lograría en este mundo que frecuentaban. Todos conocían su pobreza. Los jóvenes corrían en los salones detrás de las fortunas al seguir á las mujeres. Si alguno se acercaba á ella atraído por su pálida belleza, era para deslizarla en el oído vergonzosas sugestiones; para proponerle, mientras bailaban, noviazgos sin compromiso, relaciones íntimas con una prudencia traducida del inglés, flirts que no dejaban rastro, corrupciones gratas á las vírgenes que quieren seguir siéndolo después de conocer todas las aberraciones del roce carnal.

      Renovales no se dió cuenta de cómo se inició su amistad con Josefina. Tal vez fué el contraste entre él y aquella mujercita que apenas le llegaba al hombro y parecía tener quince años cuando había cumplido los veinte. Su voz dulce, con un ceceo débil, le acariciaba los oídos. Reía pensando en la posibilidad de dar un abrazo á aquel cuerpo gracioso y frágil: la haría añicos entre sus manos de luchador, como si fuese una muñeca de cera. Buscábala Mariano en los salones que solían frecuentar la madre y la hija, y pasaba todo el tiempo sentado junto á ésta, sintiéndose invadido por una fraternal confianza, un deseo de comunicárselo todo, su pasado, sus trabajos presentes, sus esperanzas, como si fuese un compañero de estudio. Ella le oía, mirándole con sus ojos pardos que parecían sonreirle, moviendo la cabeza con asentimiento, sin entenderle muchas veces, sintiéndose acariciada por la exuberancia de aquel carácter que parecía desbordarse en olas de fuego. Era un hombre distinto de todos los que ella había conocido.

      Al verles en esta intimidad, no se sabe quién, tal vez alguna amiga de Josefina, por burlarse de ella, lanzó la noticia. El pintor y la de Torrealta eran novios. Entonces fué cuando los interesados se dieron cuenta de que se amaban, sin habérselo dicho. Por algo más que por amistad pasaba Renovales ciertas mañanas por la calle de Josefina, mirando los altos balcones con la esperanza de ver tras los cristales su fina silueta. Una noche, en casa de la duquesa, al verse solos en un corredor, Renovales la cogió una mano y se la llevó á la boca con tanto temor, que apenas tocaron sus labios la piel del guante. Tenía miedo á su rudeza, sentíase avergonzado de su vigor, creía que iba á hacer daño á aquella criatura tan fina, tan débil. Ella podía haberse librado de esta audacia con el más leve movimiento; pero abandonó su mano al mismo tiempo que inclinaba la cabeza y rompía á llorar.

      – ¡Qué bueno es usted, Mariano!..

      Sentía un intenso agradecimiento al verse amada por primera vez, amada de veras, por un hombre de cierta celebridad que huía de las mujeres felices para buscarla á ella, la humilde, la olvidada. Todos los tesoros de cariño que habían ido amontonándose en el aislamiento de su vida de humillación desbordábanse. ¡Ay, cómo se sentía capaz de amar al que la amase, sacándola de esta existencia de parasitismo, elevándola por su fuerza y su cariño al nivel de las que la despreciaban!..

      La noble viuda de Torrealta, al conocer el noviazgo del pintor con su hija, tuvo un movimiento de indignación. «¡El hijo del herrero!» «¡El ilustre diplomático de imperecedera memoria!..» Pero como sí esta protesta de su orgullo le abriese los ojos, pensó en los años que llevaba paseando su hija de salón en salón sin que nadie se aproximase á ella. ¡Buenos estaban los hombres! Pensó también en que un pintor célebre era un personaje; recordó los artículos que habían dedicado á Renovales por su último cuadro, y sobre todo, lo más conmovedor para ella fué el conocer de oídas las grandes fortunas que amasaban los artistas en el extranjero; los centenares de miles de francos pagados por un lienzo que podía llevarse debajo del brazo. ¿Por qué no había de ser Renovales de estos afortunados?..

      Comenzó á importunar con sus consultas á los innumerables parientes. La niña no tenía padre y ellos debían hacer sus veces. Unos la contestaban con indiferencia. «¡El pintor!.. ¡pchs! no está mal», dando á entender con su desvío, que lo mismo les parecería si se casaba con un guardia de consumos. Otros la insultaban involuntariamente al dar su aprobación. «¿Renovales? Un artista de gran porvenir. ¡Qué más podéis desear! Debes agradecer que se haya fijado en tu hija.» Pero el consejo que más la decidió fué el de su ilustre primo el marqués de Tarfe, un personaje al que veneraba, como si fuese el primer hombre del país, sin duda por su carácter de jefe eterno de la diplomacia, ya que cada dos años ocupaba la cartera de Estado.

      – Me parece muy bien – dijo el prócer á toda prisa, pues le esperaban en el Senado. – Es una boda moderna y hay que vivir con los tiempos modernos. Yo soy conservador, pero liberal, muy liberal y muy moderno. Protegeré á esos chicos: me gusta la boda. ¡El arte uniendo su prestigio al de los apellidos históricos! ¡La sangre popular que asciende por sus méritos á confundirse con la de la antigua nobleza!..

      Y el marqués de Tarfe, cuyo marquesado no contaba medio siglo de vida, decidió, con estas imágenes de orador senatorial y con las promesas de su protección, el ánimo de la altiva viuda. Ella fué la que habló á Renovales, excusando una penosa explicación á la timidez que sentía el artista en este mundo que no era el suyo.

      – Lo sé todo, Marianito, y me parece bien.

      Pero ella no gustaba de noviazgos largos. ¿Cuándo pensaba casarse? Renovales lo deseaba con más vehemencia aún que la madre. Josefina era para él una mujer distinta de las demás hembras, que apenas si conmovían su deseo. Su castidad de fiero trabajador disolvíase en una fiebre, en un anhelo de hacer suya cuanto antes aquella muñeca


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