La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco

La maja desnuda - Ibanez Vicente  Blasco


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pellico de lanas y un sombrero apuntado, con espiral de cintas, sobre su nevada cabeza de Padre Eterno. Los artistas apreciaban entre ellos sus méritos por los miles de liras recolectadas durante el año: hablaban con respeto de los maestros ilustres, que cobraban una fortuna á los millonarios de París ó de Chicago por cuadritos de caballete que nadie veía. Renovales mostrábase indignado. Este arte era casi igual al de su primitivo maestro, aunque mundano, como hubiese dicho don Rafael. ¡Y para esto los enviaban á Roma!..

      Mal mirado por los compatriotas á causa de su carácter brusco, de su lenguaje rudo y de la probidad, que le hacía negarse á todo encargo de los mercaderes de pintura, buscó el trato de los artistas de otros países. En la juventud cosmopolita de pintores acuartelada en Roma, pronto fué popular Renovales.

      Su energía, su exceso de vida, hacían de él un simpático y alegre compañero, cuando se presentaba en los estudios de la vía Babuino ó en las chocolaterías y cafés del Corso, donde se reunían, por afinidades amistosas, los artistas de diversas nacionalidades.

      Mariano, á los veinte años, era un mocetón atlético, digno retoño de aquel hombre que batía el hierro, desde el amanecer hasta la noche, en un rincón de España. Un día un joven inglés, amigo suyo, leyó en su honor una página de Ruskin. «Las artes plásticas son esencialmente atléticas.» Un enfermo, un semiparalítico, podía ser un gran poeta, un célebre músico; pero para ser Miguel Ángel ó el Ticiano se necesitaba, no sólo un alma privilegiada, sino un cuerpo vigoroso. Leonardo de Vinci partía una herradura entre sus manos; los escultores del Renacimiento labraban inmensos bloques de mármol á impulsos de sus brazos de titán, ó mordían con sus buriles el duro bronce; los grandes pintores eran muchas veces arquitectos, y cubiertos de polvo hacían moverse enormes masas… Renovales escuchó pensativo las palabras del gran esteticista inglés. Él también era un alma fuerte, en un cuerpo de atleta.

      Los apetitos de su juventud no iban más allá de la varonil embriaguez de la fuerza y el movimiento. Atraído por la abundancia de modelos que ofrecía Roma, desnudaba en su estudio á una chochara, dibujando con delectación las formas de su cuerpo. Reía, con su carcajada ruidosa de gigante; la hablaba con la misma libertad que si fuese una de las mujerzuelas que le salían al paso por la noche al volver solo á la Academia de España, pero una vez terminado el trabajo y vestida… ¡á la calle! Tenía la castidad de los fuertes. Adoraba la carne, pero sólo para copiar sus líneas. Le producía vergüenza el roce animal, el encuentro al azar, sin amor, sin atracción, con la interna reserva de dos seres que no se conocen y se examinan recelosos. Lo que él deseaba era estudiar, y las mujeres sólo sirven de estorbo en las grandes empresas. El sobrante de su energía consumíalo en ejercicios atléticos. Después de una de sus hazañas de forzudo, que entusiasmaban á los compañeros, mostrábase fresco, sereno, insensible, como si saliera de un baño. Hacía esgrima con los pintores franceses de la Villa Médicis; aprendía á boxear con ingleses y americanos; organizaba con los artistas alemanes ciertas excursiones á un bosque cercano á Roma, de las que se hablaba durante varios días en los cafés del Corso. Bebía un sinnúmero de vasos con sus compañeros en honor del Kaisser, al que no conocía, ni maldito lo que le importaba su salud; entonaba con vozarrón estruendoso el tradicional Gaudeamus igitur, y acababa por coger del talle dos modelos de la partida, y con los brazos en cruz las paseaba por la selva hasta dejarlas sobre el césped, como si fuesen plumas. Después sonreía satisfecho de la admiración de aquellos buenos germanos, muchos de ellos enclenques ó miopes, que lo comparaban con Sigfrido y demás héroes de recios músculos de su mitología belicosa.

      En Carnaval, al organizar los españoles una cabalgata del Quijote, se encargó de representar al caballero Pentapolín, «el del arremangado brazo», y en el Corso hubo aplausos y gritos de admiración para el enorme y duro biceps que mostraba el andante paladín, erguido sobre su caballo. Al llegar las noches de primavera marchaban los artistas en procesión, al través de la ciudad, hasta el barrio de los judíos, para comer las primeras alcachofas, el plato popular de Roma, en cuya preparación era famosa una vieja israelita. Renovales iba al frente de la carciofolatta, llevando el estandarte, iniciando los cánticos alternados con gritos de toda clase de animales, y sus compañeros marchaban tras él, audaces y provocadores, bajo la protección de tan fuerte caudillo. Con Mariano no había miedo. Contaban de él que en las callejuelas del Transtévere había dado una paliza de muerte á dos matones del barrio, después de quitarles sus puñales.

      De pronto el atleta se encerró en la Academia y no bajó á la ciudad. Durante algunos días se habló de él en las reuniones de artistas. Estaba pintando; aproximábase una Exposición que iba á verificarse en Madrid y quería llevar á ella un cuadro que justificase su pensión. Tenía cerrada para todos la puerta de su estudio; no admitía comentarios ni consejos; el lienzo iría tal como él lo concibiese. Los compañeros le olvidaron pronto y Renovales acabó su obra en la soledad, saliendo con ella para su patria.

      Fué un triunfo completo; el primer paso fuerte en el camino que había de conducirle á la celebridad. Se acordaba ahora con vergüenza, con remordimiento, del estrépito glorioso que levantó su cuadro La victoria de Pavía. La gente se agolpaba ante el lienzo enorme, olvidando el resto de la Exposición. Y como en aquellos días el gobierno se mantenía firme, y las Cortes estaban cerradas, y no había cogida de importancia en ninguna plaza de toros, los diarios, á falta de más viva actualidad, lanzáronse en ruda competencia á reproducir el cuadro, á hablar de él, publicando retratos del autor, lo mismo de frente que de perfil, grandes y pequeños, detallando su vida en Roma y sus originalidades, recordando con una lágrima de emoción al pobre anciano que allá, en su aldea, machacaba el hierro sin conocer apenas la gloria de su hijo.

      De un salto pasó Renovales de la obscuridad á una luz de apoteosis. Los viejos encargados de juzgarle mostrábanse benévolos, con cierta conmiseración bondadosa. La fierecilla se amansaba. Renovales había visto mundo y volvía á las buenas tradiciones, siendo un pintor como los demás. Su cuadro tenia trozos que parecían de Velázquez, fragmentos dignos de Goya, rincones que recordaban al Greco: de todo había en él, menos de Renovales, y esta amalgama de reminiscencias era su principal mérito, lo que atraía el general aplauso y le conquistó una primera medalla.

      Magnifico debut. Una duquesa viuda, gran protectora de las artes, que no compraba jamás un cuadro ni una estatua, pero sentaba á su mesa á los pintores y los escultores de renombre, encontrando en esto un placer barato y cierta distinción de dama ilustre, quiso conocer á Renovales. Éste venció la adustez de su carácter, que le tenía alejado del trato social. ¿Por qué no había de conocer el gran mundo? Él iba adonde fuese otro hombre. Y se hizo el primer frac, y tras los banquetes de la duquesa, donde provocaba alegres carcajadas su modo de discutir con los académicos, visitó otros salones y fué durante algunas semanas objeto de la atención de este mundo, un tanto escandalizado por sus salidas de tono, pero satisfecho de la timidez que le sobrecogía después de sus audacias. Los jóvenes le apreciaban porque tiraba á la espada como un San Jorge. Aunque pintor é hijo de un herrero, era toda una persona decente. Las damas le atraían con sus más amables sonrisas, esperando que el artista de moda las obsequiase con un retrato gratuito, como ya lo había hecho con la duquesa.

      En esta época de gran vida, siempre de frac, á partir de las siete de la tarde, y sin hacer otra pintura que la de mujeres que deseaban aparecer bonitas y discutían con el artista gravemente el traje que debían ponerse para servir de modelo, fué cuando Renovales conoció á su esposa Josefina.

      La primera vez que la vió entre tantas damas de arrogante apostura y estrepitosa presencia, sintióse atraído hacia ella por la fuerza del contraste. Le impresionó el encogimiento, la modestia, la insignificancia de la jovencita. Era pequeña, su rostro no ofrecía otra hermosura que la de la juventud, su cuerpo tenía la gracia de la fragilidad. Aquella criatura estaba allí, lo mismo que él, por cierta condescendencia de los demás: parecía ocupar un sitio prestado y se encogía en él como temerosa de llamar la atención. Siempre la veía Renovales con el mismo traje de soirée, algo envejecido, con ese aspecto de cansancio de las prendas incesantemente reformadas para seguir el curso de las modas. Los guantes, las flores, los lazos, tenían cierta tristeza en su frescura, como si delatasen las economías, los esfuerzos caseros que había exigido su adquisición. Se tuteaba con todas las


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