La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco

La maja desnuda - Ibanez Vicente  Blasco


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de la corte celestial.

      – ¡Rodríguez! ¡Rodríguez! – exclamaba horrorizado el maestro.

      – ¡Á la orden, don Rafael!

      Y la Purísima, después de pasarse la colilla de un lado á otro de la boca, juntaba otra vez las manos, se estiraba, haciendo asomar por debajo de la túnica los pantalones con franja roja, y perdía su mirada en lo alto, sonriendo con éxtasis, como si contemplase en el techo todas sus heroicidades, de las que se sentía orgulloso.

      Mariano desesperábase ante su lienzo. Era incapaz de pintar otra cosa que aquello que veía, y su pincel, después de reproducir la vestidura blanca y azul, deteníase vacilante en la cabeza, llamando en vano el auxilio de la imaginación. Era la carátula grotesca de Rodríguez la que surgía del lienzo, después de vanos esfuerzos.

      Y el discípulo admiraba sinceramente la habilidad de don Rafael, aquella cabeza pálida velada por la luz de su nimbo, un rostro bonito é inexpresivo de belleza infantil que sustituía en el cuadro á la feroz testa del municipal.

      Este escamoteo le parecía al joven la muestra más asombrosa del arte. ¡Cuándo llegaría él á la fácil prestidigitación de su maestro!

      Con el tiempo fué marcándose aún más esta diferencia entre don Rafael y su discípulo. En la escuela le rodeaban los compañeros, reconociendo su superioridad y elogiando sus dibujos. Algunos profesores, enemigos del maestro, lamentaban que tan buenas disposiciones pudieran perderse al lado de aquel «pintasantos». Don Rafael miraba con asombro lo que hacía Mariano fuera de su estudio; figuras y paisajes directamente observados que, según él, respiraban la brutalidad de la vida.

      Su tertulia de graves señores comenzaba á reconocer cierto mérito en el discípulo.

      – No llegará nunca á la altura de usted, don Rafael – decían. – Carece de unción, no tiene idealismo, no pintará una buena imagen, pero como pintor mundano irá lejos.

      El maestro, que amaba al muchacho por su carácter subordinado y su pureza de costumbres, intentaba en vano hacerle seguir el buen camino. Con sólo imitarle tenía la fortuna hecha. Él moriría sin sucesor y su estudio y su fama serían para él. No tenía más que ver como poco á poco, cual una buena hormiga del Señor, había ido creándose con el pincel una fortunita. Á fuerza de idealismo tenía su quinta allá en el pueblo y un sinnúmero de campos, cuyos arrendatarios venían á visitarle en el estudio, entablando ante las poéticas imágenes interminables discusiones sobre el pago y cuantía de los arrendatarios. La Iglesia era pobre por culpa de la impiedad de la época; no podía pagar tan generosamente como en otros siglos; pero los encargos menudeaban, y una Virgen con toda su pureza era asunto de tres días… Mas el joven Renovales torcía el gesto dolorosamente, como si le exigieran un sacrificio doloroso.

      – No puedo, maestro. Soy un imbécil; no sé inventar. Sólo pinto lo que veo.

      Y cuando comenzó á ver cuerpos desnudos en la clase llamada del natural, se entregó con furia á este estudio, como si la carne le produjese la más fuerte de las embriagueces. Don Rafael se aterró, sorprendiendo en los rincones de su casa bocetos que reproducían vergonzosas desnudeces con toda su realidad. Además, producíanle cierto malestar los adelantos del discípulo; veía en su pintura un vigor que él no había tenido nunca. Hasta notaba cierta defección en su tertulia de admiradores. Los buenos canónigos admiraban, como siempre, sus vírgenes; pero algunos de ellos se hacían retratar por Mariano, elogiando el acierto de su pincel.

      Un día abordó á su discípulo con resolución.

      – Ya sabes que te quiero como á un hijo, Marianito; pero á mi lado pierdes el tiempo. Nada te puedo enseñar. Tu sitio está en otra parte. He pensado que podías irte á Madrid. Allí están los de tu cuerda.

      Su madre había muerto; su padre seguía en la fragua, y al verle llegar con unos cuantos duros, producto de los retratos que había hecho, apreció esta cantidad como una fortuna. Parecíale imposible que hubiera quien diese dinero á cambio de colorines. Una carta de don Rafael le convenció. Ya que aquel señor tan sabio aconsejaba que su hijo fuese á Madrid, él debía conformarse.

      – Á Madrid, hijo, y procura ganar dinero pronto, que el padre está viejo y no siempre podrá ayudarte.

      Á los diez y seis años cayó Renovales en Madrid, y viéndose solo, sin más guía que su voluntad, se entregó con furia al trabajo. Pasó las mañanas en el Museo del Prado, copiando todas las cabezas de los cuadros de Velázquez. Creyó que hasta entonces había vivido ciego. Además, trabajaba en un estudio abuhardillado con otros compañeros, y por las noches pintaba acuarelas. Con la venta de éstas y de algunas copias, iba rellenando los vacíos que dejaba en su subsistencia la corta pensión enviada por el padre.

      Recordaba con nostalgia estos años de estrechez, de verdadera miseria: las noches de frío en el mísero camastro; las comidas irritantes, de misteriosos ingredientes, en una taberna cercana al teatro Real: las discusiones en un rincón de un café, bajo las miradas hostiles de los camareros, escandalizados de que una docena de melenudos ocupasen varias mesas para tomar en junto tres cafés y muchas botellas de agua…

      La alegre juventud soportaba sin esfuerzo estas miserias, y en cambio, ¡qué hartazgo de ilusiones, qué banquete esplendoroso de esperanzas! Cada día un nuevo descubrimiento. Renovales corría como un potro salvaje por los dominios del arte, viendo abrirse ante él nuevos horizontes, y su galope levantaba un estruendo de escándalo que equivalía á prematura celebridad. Los viejos decían de él que era el único muchacho «que se traía algo»; sus compañeros afirmaban que era un «pintorazo», y en su afán iconoclasta, comparaban sus obras inexpertas con las de los maestros consagrados y antiguos, «miserables burgueses del arte», sobre cuyas calvas creían necesario escupir su bilis, afirmando de este modo la superioridad de la nueva generación.

      Las oposiciones de Renovales para alcanzar la pensión en Roma, equivalieron á una revolución. La juventud, que sólo juraba por él y le tenía por glorioso capitán, se agitó amenazante con el temor de que los «viejos» sacrificasen á su ídolo.

      Cuando al fin su manifiesta superioridad le hizo alcanzar la pensión, hubo banquetes en su honor, sueltos en los periódicos, se publicó su retrato en las revistas ilustradas, y hasta el viejo herrero hizo un viaje á Madrid para respirar, conmovido y lloroso, una parte del incienso que tributaban á su hijo.

      En Roma esperaba á Renovales una cruel decepción. Sus compatriotas le recibieron con cierta frialdad. Los jóvenes le miraban como á un rival, aguardando sus próximas obras con la esperanza de una caída; los antiguos, que vivían lejos de la patria, le examinaron con malévola curiosidad. «¡Conque aquel mocetón era el hijo del herrero, que tanto ruido metía entre los ignorantes de allá!.. Madrid no era Roma. Ahora verían ellos lo que aquel genio sabía hacer.»

      Renovales no hizo nada en los primeros meses de su estancia en Roma. Contestaba encogiéndose de hombros á los que con aviesa intención le preguntaban por sus cuadros. Él había ido allí, no á pintar, sino á estudiar: para esto le mantenía el Estado. Y pasó más de medio año dibujando, siempre dibujando, en los museos famosos, donde estudiaba, carbón en mano, las obras célebres. Las cajas de colores permanecían sin abrir en un rincón de su estudio.

      Al poco tiempo abominó de la gran ciudad, por la vida que en ella llevaban los artistas. ¿Para qué las pensiones? Se estudiaba allí menos que en otra parte. Roma no era una escuela: era un mercado. Los comerciantes de pintura establecían allí su negocio, atraídos por la gran aglomeración de artistas. Todos, viejos y principiantes, ilustres y desconocidos, sentían la tentación del dinero, se dejaban envolver en las dulzuras de la vida cómoda, produciendo obras para la venta, pintando cuadros con arreglo á las indicaciones de unos judíos alemanes que recorrían los estudios marcando los géneros y tamaños que eran de moda, para esparcirlos por Europa y América.

      Renovales, al visitar los estudios, sólo veía cuadros de género; unas veces señores de casacón, otras moros andrajosos ó campesinos de Calabria. Eran pinturas bonitas y acabadísimas, para las cuales empleaban como modelos un maniquí ó las familias de chocharos, que se alquilaban todas las mañanas en la plaza


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