La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco

La maja desnuda - Ibanez Vicente  Blasco


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madera. Era mediodía, y los albañiles de las obras cercanas aprovechaban la hora del descanso para explorar aquellos salones, como si fuesen un mundo nuevo, aspirando satisfechos el tibio aire de la calefacción. Dejaban al andar huellas de yeso en el entarimado; se llamaban unos á otros para participarse su admiración ante un cuadro; mostraban impaciencia por abarcarlo todo de un golpe; se extasiaban contemplando los guerreros de luminosa armadura ó los uniformes complicados de otras épocas. Los más listos servían de guía á sus compañeros, arreándolos con impaciencía. Ya habían estado allí el día anterior. ¡Adentro! ¡Aun les quedaba mucho que ver! Y corrían hacia las salas interiores con la anhelante curiosidad del que pisa tierra nueva y aguarda que lo asombroso surja ante sus pasos.

      Entre este galope de la admiración sencilla pasaban también algunos grupos de señoras españolas. Todas hacían lo mismo ante la obra de Goya, como si estuvieran aleccionadas previamente. Iban de un cuadro á otro, comentando las modas de los tiempos pasados, sintiendo cierta nostalgia por las faldas de madroños y las amplias mantillas con alta peineta. De pronto poníanse serias, apretaban los labios y emprendían un paso vivo hacia el fondo de la galería. Las avisaba el instinto. Sus inquietos ojos sentíanse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parecían husmear á la famosa maja antes de verla y seguían adelante erguidas, con el gesto severo, lo mismo que cuando las molestaba en la calle un requiebro audaz, pasando frente al cuadro sin volver la cara, sin querer ver los lienzos inmediatos, no deteniéndose hasta la vecina sala de Murillo.

      Era el odio al desnudo, la cristiana y secular abominación de la Naturaleza y la verdad, que se ponía en pie instintivamente, protestando de que se tolerasen tales horrores en un edificio público, poblado de santos, reyes y ascetas.

      Renovales adoraba aquel lienzo con entusiasmo devoto, colocándolo aparte de las demás obras. Era la primera manifestación del arte libre de escrúpulos, limpio de preocupaciones, que existía en nuestra historia. ¡Tres siglos de pintura; varias generaciones de nombres gloriosos, sucediéndose con portentosa fecundidad, y hasta Goya no había osado el pincel español trazar las formas del cuerpo femenil, la divina desnudez que, en todos los pueblos, había sido la primera inspiración del arte naciente! Renovales recordaba otro desnudo, la Venus, de Velázquez, guardada en extrañas tierras. Pero aquella obra no había sido espontánea: era un encargo del monarca que, al mismo tiempo que pagaba espléndidamente á los extranjeros sus cuadros de desnudo, quiso tener un lienzo semejante de su pintor de cámara.

      La presión religiosa había entenebrecido el arte durante siglos. La humana belleza asustaba á los grandes artistas, que pintaban con la cruz en el pecho y el rosario en la espada. Los cuerpos ocultábanse bajo el sayal de pesados y rígidos pliegues ó el grotesco miriñaque palaciego, sin que el pintor osara adivinar lo que existía debajo de ellos, mirando al modelo como el devoto contempla el manto hueco de la Virgen, no sabiendo si encierra un cuerpo ó tres barrotes, sostenes de la cabeza. La alegría de la vida era un pecado; la desnudez, obra de Dios, una abominación. En vano brillaba sobre la tierra española un sol más hermoso que el de Venecia; inútilmente se quebraba la luz sobre la tierra con mayor brillo que en Flandes; el arte español era obscuro, era seco, era sobrio, aun después de haber conocido las obras del Ticiano. El Renacimiento, que en el resto del mundo adoraba el desnudo como la obra definitiva de la Naturaleza, cubríase aquí con la capucha del fraile ó los harapos del mendigo. Los paisajes luminosos eran obscuros y tétricos al pasar al lienzo; el país del sol aparecía bajo el pincel con un cielo gris y la tierra de un verde fúnebre; las cabezas eran de una gravedad monacal. El artista ponía en sus cuadros, no lo que le rodeaba, sino lo que llevaba dentro, un pedazo de su alma; y su alma estaba agarrotada por el miedo á los peligros de la vida presente y los tormentos de la futura; era negra, con la negrura de la tristeza, como si se hubiese tiznado en el hollín de las hogueras de la Fe.

      Aquella mujer desnuda, con la cabeza rizosa sobre sus brazos cruzados, mostrando en tranquilo abandono la leve vegetación de sus axilas, era el despertar de un arte que había vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verde diván y las almohadas de finos encajes, parecía próximo á elevarse en el aire, con el potente impulso de la resurrección.

      Renovales pensaba en los dos maestros, igualmente grandes, y sin embargo, tan distintos. El uno tenía la imponente majestad de los monumentos famosos; reposado, correcto, frío, llenando el horizonte de la historia con su mole colosal, envejeciendo gloriosamente sin que los siglos abriesen la menor grieta en sus muros de mármol. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantasías de capricho. Era la razón, sólida, equilibrada, ajena á los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una montaña, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado el peñascal bravío y árido; más allá la cañada cubierta de matorrales floridos; abajo el jardín con perfumes y pájaros; en la cumbre la corona de nubarrones que truenan y relampaguean. Era la imaginación en carrera desenfrenada, con altos jadeantes y nuevos escapes, la frente en lo infinito y los pies sin separarse de la tierra.

      La vida de don Diego cabía en dos líneas. «Había pintado.» Esta era toda su biografía. Jamás en sus viajes por España é Italia sintió otra curiosidad que la de ver nuevos cuadros. En la corte del rey poeta había vegetado entre galanteos y mascaradas, tranquilo como un monje de la pintura, siempre de pie ante el lienzo y el modelo, hoy un bufón, mañana una infantita, sin otras aspiraciones que las de ascender de categoría entre los domésticos reales y coserse una cruz de paño rojo en el negro justillo. Era una alma excelsa encerrada en un cuerpo flemático que jamás le atormentó con deseos nerviosos ni alteró la calma de su trabajo con pasionales vehemencias. Al morir él, moría también, á la semana siguiente, la buena doña Juana, su esposa, buscándose los dos, como si no pudiesen permanecer separados después de su luenga peregrinación por el mundo, plácida y sin incidentes.

      Goya «había vivido». Su existencia era la del artista gran señor: una agitada novela llena de misterios amorosos. Los discípulos, al entreabrir las cortinas de su estudio, veían la seda de unas faldas regias sobre las rodillas del maestro. Las lindas duquesas de la época acudían á que las pintarrajease las mejillas aquel aragonés fuerte, de áspera y varonil galantería, riendo como locas de estos retoques íntimos. Al contemplar sobre revuelta cama una divina desnudez, trasladaba al lienzo sus formas, por impulso irresistible, por imperiosa necesidad de reproducir la belleza, y la leyenda que flotaba en torno del pintor español iba colgando un nombre ilustre á todas las beldades que inmortalizaba su pincel.

      Pintar sin miedo y sin preocupaciones, extasiarse reproduciendo sobre el lienzo la jugosa desnudez, el húmedo ámbar de la carne femenil con sus pálidos rosas de caracola marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano corral; ser, por las pasiones, por el desenfado y por los gustos, distinto de la mayoría de los hombres, ya que se diferenciaba de ellos por su modo de apreciar la vida.

      Pero ¡ay! su existencia era igual á la de don Diego: llana, monótona, tirada á cordel. Pintaba, pero no vivía; le alababan sus obras por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas; pero algo le faltaba, algo que se revolvía en su interior y en vano pugnaba por saltar las bardas vulgares de la existencia diaria.

      El recuerdo de la novelesca vida de Goya le hacía pensar en su propia vida. Le llamaban maestro; comprábanle á buen precio todo lo que pintaba, especialmente si era con arreglo al gusto ajeno y contra su voluntad de artista; gozaba una existencia tranquila, llena de comodidades; tenía allá, en su estudio, con honores de palacio, cuya fachada reproducían los periódicos ilustrados, una esposa que creía en su genio y una hija que casi era una mujer, y hacía tartamudear de emoción á la tropa de discípulos íntimos. De su pasada bohemia, sólo restaban en él los fieltros abollados, las barbas luengas, la alborotada cabellera y cierto descuido en el vestir; pero cuando lo exigía su posición de gloria nacional, sacaba del ropero un frac con la solapa cubierta de condecoraciones, y hacía su figura en las fiestas oficiales. Tenía miles de duros en el Banco. En el estudio, paleta en mano, conferenciaba con su agente, discutiendo la clase de papel que debía adquirir con sus ganancias del año. Su nombre no despertaba extrañeza ni repulsión en la alta sociedad,


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