Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
veremos quien á quien.
Por su parte el marqués habia dicho al poner las pistolas en el caparazon:
– Le he criado, como quien dice, la novia, se la he dotado, le pago con mi mejor vicho una apuesta perdida… mil doscientos cincuenta ducados por una parte… mil trescientos valor de la yegua, por otra… dos mil los jaeces y las pistolas… cuatro mil seiscientos cincuenta ducados en suma… pues señor, es preciso que yo me cobre de todo esto en su mujer.
Como vemos, las consecuencias de la burla hecha por el marqués al difunto padre de doña Elvira, continuaban en una progresion horrible.
Una vez casada se reveló el verdadero carácter de doña Elvira.
Era una mujer altiva y dura, y al poco tiempo de casada, apenas lanzada la influencia del convento, á las primeras lecciones recibidas del mundo, se convirtió en una de esas personas que todo lo calculan bajo el influjo de la mas descarnada razon; no amaba á don Diego: habíase casado únicamente con él para salir del convento, que la horrorizaba, pero como jamás habia amado no se habia visto obligada á hacer ningun sacrificio: ella era extremadamente hermosa y estaba muy pagada de sí misma; pero en cambio don Diego era un mancebo hermosísimo, que sino interesaba su corazon conmovia sus sentidos; en una palabra, aunque el alma de doña Elvira no acogia á don Diego, sus deseos la arrastraban á él: los primeros meses, pues, del matrimonio de estos dos seres tan semejantes entre sí, que nunca debieron haberse casado, fueron un continuo delirio. Pero no era don Diego hombre á quien pudiesen fijar, apartándole de sus viciosas inclinaciones, la virtud, la hermosura y las candentes caricias de una mujer tal como doña Elvira: paso á paso don Diego fue volviendo á su antigua vida, y como jamás se habia recatado del mundo, no se recató de su esposa: la altiva doña Elvira no era mujer que mirase sin un ardiente deseo de venganza la ofensa hecha á su hermosura, á su orgullo: desapareció enteramente el amor material que le habia inspirado don Diego, y solo pensó en vengarse: una herida en el orgullo se paga con otra herida semejante: doña Elvira dejó de ser la hasta entonces honesta y malcarada dueña, y tuvo sonrisas para adoradores que ya habian desesperado, no solo de obtenerla sino aun de ser mirados sin enojo: entre ellos el marqués de la Guardia se habia dado por vencido y habia dicho á don Diego á los tres años despues de su casamiento:
– Amigo mio: podeis llamaros feliz: apostamos á bulto sin conocerla acerca de doña Elvira, y encontrásteis en ella una niña hermosísima de quien os hicísteis amar: me ganásteis pues, la primera apuesta: la hermosa jóven ha sido y es una mujer fuerte: aunque la dais mala vida, os ama y guarda vuestro honor, á pesar de que, sin contar conmigo, que la he pretendido de mil maneras, la han rodeado los galanes mas peligrosos. He perdido mi segunda apuesta y vuestro es mi coselete de Milan. Sin embargo no lo siento; vuestra mujer me ha dado el ejemplo de las mujeres santas en el matrimonio, y yo voy á buscar otra semejante, por mejor decir la he encontrado ya: os convido, pues, á mi segunda boda dentro de ocho dias. Llevad con vos á vuestra mujer.
Y el marqués y don Diego se estrecharon las manos y bebieron como el dia en que habian hecho la apuesta.
Doña Elvira á pesar de su orgullo ofendido y de su determinacion de tomar en el honor de su esposo unas terribles represalias, nada hizo que pudiera ofender á la honra de don Diego.
Es cierto que durante algunos dias coqueteó y estuvo comunicativa, risueña y amable con mas de un enamorado; pero de repente, volvió á su antigua austeridad, ó como podriamos decir valiéndonos de una figura: el sol de sus favores se ocultó de nuevo tras una sombría nube.
¿Consistia esto en que doña Elvira comprendiese que las mayores faltas en un marido, los mas crueles tratamientos, las mas profundas heridas en el corazon y en la vanidad, no autorizan á la esposa para ser adúltera?
No por cierto: esto consistia en que doña Elvira era mujer, en que como mujer estaba propensa á amar, y en que el hielo que cubria su corazon se habia disuelto bajo el intenso fuego de su amor hácia un hombre.
Doña Elvira amaba con toda la violencia de su carácter voluntarioso: pero bajo un profundo disimulo, mejor diremos hipocresía, habia guardado aquel amor que nadie, ni aun el mismo objeto amado habia llegado á conocer.
Vamos á decir á nuestros lectores quien era el objeto de aquel amor.
Por el mismo tiempo que el desenfreno y el libertinaje de don Diego, habian impulsado á doña Elvira á una resolucion desesperada, conoció al hombre que debia fijar su destino.
Un dia le habia visto en misa en la colegiata de San Salvador: era un jóven como de diez y nueve á veinte años, pero ya perfectamente formado, blanco pálido, de frente noble y pensadora, y ojos negros y profundamente melancólicos.
Se habian encontrado en la pila del agua bendita: luego hizo la casualidad, causadora de tantas desdichas, que se encontraran colocados frente á frente en los escaños.
Aquel dia puede decirse que doña Elvira no oyó misa; el jóven por su parte no mostró tampoco mucha devocion, pero no fue doña Elvira la causa: ni una sola vez la habia mirado, á pesar de que doña Elvira era una mujer demasiado notable por su hermosura, para que no se reparase en ella.
La indiferencia es uno de los medios mas eficaces que pueden emplearse para la conquista de ciertas mujeres: cuando la indiferencia es verdadera, la mujer que de tal modo se contempla impotente acaba por contraer una pasion incalculable por el hombre á quien de tal modo es indiferente. Una fea suele resignarse por que comprende la causa de aquella indiferencia: á una hermosa infatuada con su hermosura, como lo estaba doña Elvira, acostumbrada á ser adorada por todos, la indiferencia del hombre á quien ama la vuelve loca.
Doña Elvira vió durante tres años, pero siempre en la estacion del verano, al indiferente jóven en la misa de doce de la iglesia del Salvador: siempre habia notado la misma indiferencia en él, y estaba resuelta á romper por todo, cuando al abrir su marido la puerta de su casa para asistir al casamiento de su hermana doña Isabel le encontró en el dintel.
Porque el hombre de quien tan locamente enamorada estaba doña Elvira, era Yaye ebn-Al-Hhamar.
Esto esplica por qué una palidez profunda cubrió al verle el rostro de doña Elvira: veamos ahora en que consistia la estrañeza y aun el temor que se habia pintado en el rostro de don Diego al ver á Yaye.
Don Diego sabia, porque no podia menos de saberlo, puesto que por el matrimonio con su tia doña Ana habia emparentado con su familia Yuzuf, que este, emir de los monfíes, embreñado en las Alpujarras y dueño de la fuerza, tenía adquiridos derechos á la corona de Granada.
Sabia además, lo que Yuzuf no habia tenido ocasion de decir á Yaye, esto es que el casamiento de Yuzuf con doña Ana de Córdoba y de Válor habia sido una verdadera alianza, una refundicion de derechos.
Su padre don Juan de Válor habia estipulado solemnemente con Yuzuf que si de su casamiento con doña Ana tenia un hijo, este hijo casaria con una hija de los Válor, ó viceversa que, si cuando el hijo ó la hija de Yuzuf y de Ana llegasen á la edad de contraer matrimonio, no pudiese este efectuarse por carencia de varon ó de hembra hija ó nieta de don Juan, en la familia, el pacto quedaría roto, y cada familia de por sí, la de los Al-Hhamar y la de los Beni-Omeyas podrian cuestionar su derecho.
Ahora bien: don Juan de Válor, hermano de doña Ana, habia tenido dos hijos y una hija: don Diego, don Fernando y doña Isabel: Yuzuf al-Hhamar habia tenido un hijo: Yaye; don Juan de Válor y Yuzuf, habian contratado solemnemente el matrimonio de doña Isabel con Yaye, y al morir don Juan habia encargado expresamente en su testamento á su hijo primogénito don Diego que procurase por cuantos medios estuviesen á su alcance, cumplir aquel contrato matrimonial.
Don Diego habia quedado al frente de la casa como tutor de sus hermanos: al casarse con doña Elvira, por amor á su hermana doña Isabel no quiso que viviese á su lado bajo la férula de su esposa. Puso casa á parte y dejó en el solar paterno á doña Isabel al amparo de su hermano don Fernando, aun soltero, y bajo la guarda de una respetable dueña.
Todos los años en las largas temporadas que Yuzuf pasaba en Granada, guardando todas las apariencias de un morisco convertido, don Diego comunicaba con él: hablaban como individuos de una misma familia, de las esperanzas de recobrar la perdida