Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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á dar un paso que pondria mi nombre en boca de todo el mundo.

      – ¡Ah! ¡me habeis engañado! ¡me habeis entretenido, para que entre tanto!.. pero… no os salvareis… yo… mis monfíes… talaremos vuestros Estados de las Alpujarras… si escapais de mis manos… os entregaré al rey de España con cartas semejantes á las que os han obligado á vender á vuestra hermana á ese Miguel Lopez…

      Don Diego exhaló un grito: se encontraba enteramente perdido.

      – Una palabra señor, exclamó arrojándose á los piés de Yaye: tened compasion de mí y protejedme: yo os seguiré; seré uno de vuestros mas fieles vasallos…

      – ¡Tu hermana!

      – ¡Oh! exclamó don Diego, esperad: voy yo mismo: puede que aun sea tiempo…

      Y se dirigió á la puerta de la estancia.

      En aquel momento apareció en la puerta un paje que dijo:

      – Señor, vuestra noble hermana y su esposo acaban de llegar.

      El paje volvió á cerrar la puerta. Don Diego arrojó un grito de espanto, y se volvió desesperado y anhelante á Yaye: este al escuchar las terribles palabras «vuestra hermana y su esposo acaban de llegar» hizo un movimiento semejante al de quien ha sido herido de muerte: se puso rojo, mas rojo; la mirada de sus ojos se hizo atónita, se contrajo su boca, y cayó al suelo como herido por un rayo.

      Entonces se levantó el tapiz, tras el cual escuchaba doña Elvira, y apareció esta pálida como una muerta.

      – ¡Ah! venis á tiempo, señora, dijo don Diego que no estaba en estado de reparar en lo extraño de la llegada de su esposa, ni en su palidez, ni en su conmocion: ved si podeis hacer volver en sí á ese caballero… yo os disculparé con esas gentes.

      Y partió.

      Por la primera vez doña Elvira se quedaba sola con Yaye. ¿Pero en que situacion? levantóle del suelo, con mas facilidad de la que podia suponerse en una mujer delicada, y era que el amor la daba fuerzas; le colocó en un sillon, le abrió el justillo, roció su rostro con agua, y sin considerar si podia ó no ser vista se arrodilló á sus piés, asió sus manos, las estrechó contra su seno, y exclamó alzando al cielo los ojos cubiertos de lágrimas:

      – ¡Señor! ¡señor! ¡mi salvacion por su vida!

      Y permaneció de rodillas delante de Yaye.

      Al cabo de algun tiempo Yaye suspiró.

      Aquel suspiro, fue para el corazon de doña Elvira como un bálsamo maravilloso para una herida: con el consuelo recobró la reflexion y se alzó.

      Yaye abrió los ojos, pero en sus ojos estaba pintada la expresion de la locura.

      Empezó á delirar: su sangre se habia agolpado á su cabeza y habia trastornado sus facultades.

      Afortunadamente habia perdido la memoria de la causa de su accidente, y no pretendia levantarse del sillon.

      Su locura era una locura tranquila.

      Se reia pero su risa era horrible.

      De una manera horrible sufria tambien doña Elvira.

      Ella hubiera dado su vida por verse amada de aquel modo: unos zelos mortales la devoraban: al mismo tiempo sentia una ansiedad horrible: temia por la vida de Yaye: su delirio era cada vez mas intenso, don Diego no volvia y doña Elvira no se atrevia á llamar á nadie.

      Al fin, resonaron pasos: se abrió una puerta: era don Diego.

      – ¿Vive? dijo con afan.

      – Si, contestó doña Elvira, valiéndose del dominio que tenia sobre sí misma para no demostrar mas conmocion que la natural en aquellas circunstancias: vive, pero creo que está en peligro de muerte.

      Don Diego examinó un momento á Yaye, luego fué á un lugar de la tapicería, oprimió un boton dorado, y se abrió una puerta secreta: tras ella se veia una escalera oscura recta y estrecha.

      – Ayudadme, señora, la dijo volviendo junto á su esposa, ayudadme y concluyamos.

      Entre tanto don Diego habia encendido una bugía.

      – ¿Qué pensais hacer? dijo doña Elvira.

      – Es necesario conducirle al subterráneo.

      Doña Elvira no contestó, ayudó á don Diego á cargar con Yaye, y con gran trabajo le introdujeron por aquella puerta que don Diego cerró tras sí: bajaron las escaleras y atravesando una estrecha mina, llegaron á un aposento espacioso y bien amueblado en que habia un lecho.

      Aquella puerta secreta, aquella mina que se prolongaba mas allá de la habitacion donde los dos esposos habian introducido á Yaye, y aquella habitacion, eran un lugar seguro de refugio, preparado por don Diego, para el caso en que por un accidente desgraciado, ó por una traicion de sus parciales invadiese su casa la justicia del rey. Aquello era un escondite: mas adelante veremos que era tambien una comunicacion.

      Estas minas y estos aposentos son muy comunes en el Albaicin de Granada. Apenas habrá una casa de moros que no tenga alguna de estas comunicaciones subterráneas, de las cuales se conocen muchas.

      Cuando Yaye estuvo colocado en el lecho, don Diego le desciñó el talabarte, le quitó la daga y la espada, y dijo á su esposa.

      – No sabeis cuánto nos interesa la salvacion de este jóven: pero si muere, lo que está en manos de Dios, nos interesa tambien sobre manera que no se sepa que le ha matado el amor de mi hermana. Si muere no saldrá de aquí. Escuchad: yo voy á ausentarme.

      – ¡A ausentaros! exclamó, conteniendo mal su alegría doña Elvira.

      – Si, es preciso; preciso de todo punto: mi ausencia será á lo mas de quince dias: cuidad vos entre tanto al enfermo: pero vos sola.

      – ¡Yo sola! ¡abandonado…! ¡sin los auxilios de la ciencia…!

      – No, no he querido decir tanto: antes de marchar avisaré á nuestro médico; es un buen morisco, un noble anciano y guardará el secreto: solo he querido deciros que vos, sola vos, sereis la enfermera.

      – Os amo tanto, esposo y señor, dijo hipócritamente doña Elvira, que no perdonaré por vos ningun sacrificio.

      – Si, si, ya lo se, doña Elvira, y mereceis que yo… os prometo corregirme… dejarme de locuras… pero adios: no olvideis lo que os he encargado.

      – Id tranquilo, señor, no lo olvidaré.

      Don Diego salió dejando sola á su mujer con el hombre á quien amaba.

      Un momento despues, tranquilo y sonriendo entraba en la gran cámara de recibo de su casa.

      En ella estaban doña Isabel de Válor, pálida, pero con la palidez mas hermosa, su hermano don Fernando de Válor, los testigos que habian asistido á la ceremonia y algunos convidados, entre los cuales se contaba don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia.

      Miguel Lopez, el reciencasado, estaba allí tambien:

      Era un hombre como de cuarenta años, moreno oscuro, cegijunto, estrecho de frente, sesgado de boca y avieso de mirada: estaba ricamente vestido, pero á pesar de la riqueza de su trage se notaba lo villano de sus maneras: estaba sombriamente ceñudo y miraba con recelo en torno suyo; don Diego se acercó á él sonriendo, pero, á pesar de su sonrisa, densamente pálido.

      – Hermano, dijo asiéndole las manos con cariño; tengo que hablaros, y vosotros, señores dispensad; pero la repentina indisposicion de mi esposa, de que antes os he hablado y que me ha impedido asistir á la celebracion del casamiento, es mas grave de lo que yo creia y me obliga á suspender por el momento la fiesta de bodas.

      Todos callaron, pero todos se pusieron de pié: habian comprendido que cortesmente se les despedia: uno tras otro, despues de algunas palabras vacías de sentido fueron despidiéndose.

      Por último, el marqués de la Guardia se dirigió á don Diego.

      – ¡Diablo! dijo: siento en el alma la indisposicion de doña Elvira, pero


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