Lo Que Nos Falta Por Hacer. Emmanuel Bodin

Lo Que Nos Falta Por Hacer - Emmanuel  Bodin


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aunque descortés.

      De más joven, me habría reído ante tal situación, al dejar que un seductor imaginase que podría salirse con la suya. Le dejé que me invitara a una copa, o quizás a dos… Después de conocernos brevemente, me largué y le dije que me esperaban en otra parte. Evidentemente, no quiso dejar el asunto así, me pidió mi dirección y quiso saber si sería posible que nos viéramos en breve. Para no parecer desagradable y evitar algún tipo de tragedia, intercambiamos los números de teléfono. Al final, él me dio el suyo. ¡El mío era falso!

      Tras disfrutar de mi helado y dejar seco el vaso, me dirigí a aquel jardín que me resultaba absolutamente magnífico. Lo recorrí por completo y me senté en frente de una zona de juegos infantil. Me encontraba a la sombra, tranquilamente bajo los árboles, todavía absorta en mis pensamientos románticos. Mi tranquilidad se vio repentinamente interrumpida por una descarada pareja de enamorados que acababan de sentarse en el banco de al lado. Estaban a punto de tener relaciones sexuales ahí mismo. El amor que sienten las parejas y que exponen en público hace que los solteros se sientan incómodos. El amor y la pasión vuelven a las personas inconscientes de sus actos. Preferí fingir que los ignoraba y observé cómo se divertían los niños. Inevitablemente, me vi forzada a pensar en Franck.

      Cuando le conocí, a menudo se encargaba de un niño pequeño. Yo solo le había visto a través de algunas fotos y Franck me había contado por encima su historia con una mujer que le había jugado una mala pasada con tal de consolidar su relación. Tras pasar por crisis y peleas, se produjo lo contrario. Con el tiempo, Franck aceptó positivamente este importante cambio en su vida: el de convertirse en padre y aprender a ocuparse del niño nacido de esa unión. Aun así, el comportamiento egoísta de esa mujer complicaba gravemente la situación entre ambos, ya que lo agobiaba constantemente con reproches y otras mezquindades. Desconozco todos los detalles de su historia, puede ser que un día me los revele.

      Un día me contó que tuvo que cuidar del pequeño durante dos semanas en el domicilio de la madre para que esta pudiera ir a un entierro al extranjero. No pudo o no quiso llevarse a su hijo. Franck, forzado por un tipo de obligación moral, se instaló en el apartamento durante una quincena. El niño no había cumplido todavía los dos años. Franck no se había ocupado jamos solo de un niño pequeño. Cambiar los pañales, limpiar el pipí y la caca, darle de comer, bañarlo, acostarlo… Ese tipo de cosas eran nuevas para él. Franck creció con esta experiencia, se apegó y encariñó mucho con su hijo. Yo todavía no he tenido la ocasión de cuidar a un bebé. Lógicamente, con veinte años no me sentía preparada en absoluto para una responsabilidad así. Ahora, llego a imaginarme en el papel de madre. Franck me aseguró que me convertiría en una madre llena de dulzura y bondad con mis hijos cuando le confesé mis dudas sobre mi capacidad de ejercer algún tipo de autoridad sobre ellos. Ahora pienso que una vez que se presenta esta situación es cuando le haces frente. Intentas lidiar con ella del mejor modo posible, te formas con la práctica. Una parte de la vida va acompañada por esta evolución: casi todos pasamos por la casilla de «padres».

      Me desperté de mi ensueño bruscamente. Escuché unos llantos que ensordecían el gorjeo de los pájaros y el susurro de las hojas en los árboles. A mi izquierda, una mujer joven le daba la mano a un niño de tres o cuatro años. Él chillaba. Su furia retumbaba a lo largo del sendero. Arrastraba los pies y regresaba sobre sus pasos, no paraba de girarse. La joven parecía completamente abrumada por la situación y no conseguía calmarle. La escuché pedirle perdón, ya que la zona de juegos era de pago y no llevaba dinero encima. Claramente, este hombrecito no comprendía por qué no tenía derecho a ir allí mientras que los otros niños se divertían. No conseguía calmarlo, ya no sabía lo que hacer con él. Le tiraba del brazo, después lo consolaba y empezaba de nuevo cuando el niño no se movía. Veía que se sentía incómoda, bajo la mirada de desconocidos que la observaban de arriba a abajo, en ocasiones con desprecio o desdén, como si no estuviera a la altura como madre. Los enamorados que tenía al lado dejaron de copular y huyeron tapándose los oídos, irritados por los gritos, no sin compartir su descontento. En mi opinión, no estaban para nada preparados para ser padres.

      Revisé mi cartera y saqué un billete de cinco euros. Me acerqué a esta joven, bastante menuda, que parecía más joven que yo. Le sonreí y le ofrecí el dinero. Había visto un rótulo que marcaba el precio. Lo rechazó, avergonzada, y, sin lugar a duda, en cierto modo por orgullo. Insistí, con el pretexto de que, si yo tuviera un hijo, me gustaría que pudiera divertirse para hacer nuevos descubrimientos. La madre acabó aceptando esta ínfima ayuda. Me lo agradeció de todo corazón. Sentía que este gesto la había emocionado. Sus ojos empañados hablaban por ella, era inútil que dijera nada más. Les observé regresar a la entrada, donde la tristeza del pequeño se esfumó. Resonaban gritos de alegría. Los niños brincaban. El alma de los niños es pura: un diamante en bruto, la inocencia personificada. El adoctrinamiento se inicia con la televisión, plagada de programas de mala calidad y carentes de cultura, salpicados de mensajes y de implicaciones alienantes.

      Volvía a sentarme en el banco. Me di cuenta de que la madre me saludaba. Su hijo trepaba por una casita de madera y después se deslizaba por el tobogán. Me sentía muy feliz por ellos. Esa joven madre y su hijo podían disfrutar tranquilamente de la tarde. Por otro lado, lo que me preocupa y parece incomprensible, por no decir inadmisible, es que el ayuntamiento haga pagar por las áreas de juego en plena ciudad, no necesariamente mejores que las que son accesibles para todos. ¡En mi país, jamás he visto tal cosa!

      Se me acercó un hombre para pedirme un cigarro. Siempre la misma historia… Rostro joven, unos veinte años, tez morena. Le respondí que no fumaba y que no me gustaban los fumadores, pensando que así me lo quitaría de encima pronto. Luego le ignoré y continué observando a los niños que se divertían. El hombre se sentó a mi lado, haciendo caso omiso a mi comentario. Pasó el brazo por detrás de mí, sobre el respaldo del banco. Le miré con incredulidad, molesta por este gesto inoportuno. Me contó que le encantaba este tiempo agradable para pasear y para tener la ocasión de hablar con una mujer guapa como yo. Definitivamente, en Francia no podía salir sola ni saborear la tranquilidad. No le contesté y me levanté para marcharme. Inmediatamente se puso por delante y me propuso tomar una copa con él. Traté de hacerle entender educadamente que no me interesaba su oferta. Insistió y me dijo que quería pasar tiempo conmigo, incluso en otra ocasión, y me pidió mi número de teléfono. Le respondí que no tenía y me alejé súbitamente. A mis espaldas, solo escuché una palabra: «¡Mentirosa!».

      Un poco más adelante, me giré para comprobar si me seguía. Le vi intentando atacar a una nueva víctima.

      «¡Pobre tipo!», pensé.

      Afortunadamente paseaba por un parque, si no estoy convencida de que me habría seguido por la calle. Antes de que acabara el día, probablemente habría conseguido embaucar a alguna joven en busca de su príncipe azul. ¡Hay quien cree que vivimos en un gran mercado de prostitutas! Nos cogen, nos besan, si divierten con nosotras y después nos tiran. ¡Abusivos depredadores!

      En el camino de regreso a casa puse en orden mis emociones. Mientras subía, me paré en una tienda del barrio para escoger mi comida de ese día y del siguiente. Compré fruta, manzanas y uva, así como un plato para llevar de pescado y otro de verduras.

      Dos días después llegó el gran día: comenzaba oficialmente, por un periodo de dos años, en la empresa que me daba una oportunidad, que confiaba en mí. Mi primer día transcurrió bastante bien. Solo tuve que traducir un documento para un cliente, del ruso al inglés. Mi jefe revisó la traducción y me felicitó por el trabajo realizado. Antes de empezar, me llevó a cada uno de los despachos para conocer al resto de empleados. Después, los días fueron pasando de modo similar. Por las mañanas, encontraba sobre mi mesa unas hojas para traducir a lo largo de la jornada, a veces acompañadas de indicaciones si se trataba de sintetizar al máximo unas instrucciones.

      En la compañía trabajan una decena de personas. El jefe es un hombre joven, de unos treinta y pocos. Se lanzó solo a la aventura e inició su trayectoria de empresario que crea su primer negocio con recursos limitados. Tras finalizar sus estudios como traductor e intérprete, captó clientes de numerosas empresas de tecnología puntera o especializadas en el mercado de Internet. Los primeros clientes comenzaron


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