Lo Que Nos Falta Por Hacer. Emmanuel Bodin

Lo Que Nos Falta Por Hacer - Emmanuel  Bodin


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      Sentí las miradas que centraban su atención en mí, despiertas de su ensoñación; rompía el silencio de los urbanitas. El aviso de cierre de puertas sonó y el metro se dirigió a su próxima parada. Al otro lado del teléfono Franck parecía intrigado. En primer lugar, me preguntó dónde me encontraba. La señal acústica que acababa de escuchar no le resultaba desconocida, es más, la conocía a la perfección. Me di cuenta de que había un asiento plegable libre y fui a sentarme. Apoyé la cabeza en la ventana y le confesé que vivía en París desde mediados de septiembre. De repente, se hizo el silencio.

      —¿Franck, estás ahí? —le pregunté inocentemente.

      Franck salió de su mutismo para preguntarme por qué no le había informado de mi llegada. Le expliqué que no me había atrevido, que no quería perturbar su vida actual, que no quería darle la impresión de que buscaba inmiscuirme. Me contestó que había sido tonta por pensar eso, y que le habría gustado tomar un café conmigo o incluso dar un paseo. Acabó deseándome un feliz cumpleaños. Después, aprovechándome de su respuesta, le pregunté si me concedería unas horas de su tiempo para cenar juntos. De repente, Franck parecía incómodo, lo que contradecía al mismo tiempo lo que acababa de decir. No articulaba palabra; parecía que todo se mezclaba en su cabeza. Le oía dudar. Tartamudeaba. Después, se calló. Insistí, le dije que sería mi invitado. Él también deseaba ese encuentro y tenerme de nuevo entre sus brazos. Únicamente me dijo que a Sylwia, su pareja, le parecería sospechosa su ausencia de última hora. No quería poner su relación en peligro solo por verme. Entonces le supliqué, casi le imploré, me ridiculicé sin darme cuenta. Argumentaba que esa noche sería mi regalo de cumpleaños. Franck suspiró y finalmente me dijo que reflexionaría y que me llamaría más tarde para decirme si podía librarse.

      De camino me pregunté por qué me comportaba así. Sabía que no estaba disponible y pretendía reconquistarle. ¿Tenía derecho a comportarme de ese modo? ¿Era un monstruo egocéntrico? ¿Mi conducta era normal? Solo buscaba la felicidad, ser feliz. ¿Tenía un precio? ¿Algunas personas deben sufrir para que otras, egoístamente, sean felices? No sabía nada de su novia, ni quería. Pensaba en mí, en mi bienestar.

      Al llegar a casa me di una ducha. A continuación, me preparé con vistas a una respuesta positiva. Me maquillé, peiné y vestí con un vestido azul cielo al que le había echado el ojo. Me miré en el espejo, satisfecha con el resultado. Si no sucumbía, no comprendería por qué. Me encontraba más atractiva que a los veinte. El cuerpo de una mujer no para de desarrollarse hasta alcanzar un tope, la cúspide de la feminidad, alrededor de los treinta.

      A las siete todavía no tenía respuesta alguna. Empezaba a impacientarme y a desesperar. Encendí la tableta para consultar el correo. Mis fieles amigos de Rusia me habían escrito. Me echaban de menos. Había lamentaciones por la distancia, así como ánimos por mi nueva vida parisina. En otros mensajes, me preguntaban si estaba con alguien. Estos mensajes me gustaban. Estaba contentísima por saber de ellos. Les echaba terriblemente de menos. Sé que un día estas muestras de afecto se marchitarán. Al igual que el amor, la amistad necesita un intercambio físico frecuente. Lo virtual solo dura una temporada. Todo el mundo avanza, a su aire, a su ritmo, tomando caminos diferentes y construyendo una existencia distinta. Aparecen nuevas personas en nuestra vida, mientras que otras se desprenden inevitablemente. Notaba que para muchos de mis amigos mi vida sentimental era prioritaria, muy por delante de mi plenitud profesional. ¿Es el éxito amoroso el logro más importante del proceso personal? ¿Por qué no conseguimos, o apenas, vivir solos? ¿Por qué necesitamos a otra persona para sentirnos bien con nosotros mismos?

      El teléfono sonó algo después. Finalmente había decidido ponerse en contacto. Se había tomado su tiempo. Franck no lograba expresarse, le temblaba la voz. Inmediatamente adiviné la respuesta que me aguardaba. No quería acompañarme al restaurante y me explicó que su relación con Sylwia era complicada desde hacía unos meses. Acababan de discutir por mi culpa. Se había opuesto a que me viera. ¿Era tan estúpido como para contarle con quién saldría? ¿Qué mujer aceptaría que su pareja pasase la noche con su ex? ¿La querría tanto que no pudo disimular la verdad? En ocasiones, para no hacerle daño a las personas, es mejor pasar por alto los detalles, la información perjudicial, que no aporta más que pena. Sentía como la frustración se encendía en mi interior. El mundo se derrumbaba a mis pies, el suelo se agrietaba. Me sumergía en un pozo sin fondo, sin salida. Mis esperanzas se estrellaron violentamente contra un muro. Mi vida iba a arruinarse.

      Desbordada por la emoción, me encontré a mí misma sollozando al teléfono. No pude contenerme. Debía parecer una mujer desesperada ante sus ojos. Franck estaba afligido por el giro de los acontecimientos. No era capaz de pronunciar una palabra.

      —Buena suerte en París, Svetlana. Prefiero que nos veamos en otra ocasión —dijo para finalizar la conversación. Después colgó, puesto que no respondí.

      Durante unos segundos me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano, como si estuviera paralizada. Me di cuenta de que algo me observaba, me giré de repente y tiré el teléfono contra mi propio reflejo, al que odiaba repentinamente. El cristal estalló en mil pedazos. Acababa de firmar por siete años de mala suerte. ¡Menuda imbécil! Me desplomé sobre la cama y lloré. Golpeaba el colchón con los puños mientras gritaba: «¿Por qué?».

      Las lágrimas corrían la máscara de pestañas que goteaba y decoraba mis sábanas. Estaba espantosa. Estaba horrible. Era una auténtica egoísta. Franck era un asqueroso idiota egoísta. Sylwia no era más que una repugnante zorra que apestaba a egoísmo podrido. Todos somos egoístas. Somos un mundo de egoístas, una humanidad egoísta. Somos la peor especie del planeta y, aun así, la más fabulosa. Dentro de nosotros el bien tutea al mal. A pesar de todo, somos seres puramente egoístas. El colectivismo es meramente una dulce utopía.

      Llamaron a mi puerta. Una voz masculina preguntó si me encontraba bien y me pidió que abriese la puerta si le estaba escuchando. Intenté secarme las lágrimas. De todos modos, tenía maquillaje por toda la cara, allá por donde se habían deslizado mis lágrimas. Debía tener una pinta espantosa. Al abrir me di cuenta de que en frente de mí había una joven que resultó ser mi vecina. Jamás habíamos coincidido. A su lado se encontraba el conserje del edificio, un hombre de unos cuarenta años. La joven le había informado de que había escuchado golpes y destrozos en la habitación contigua. Le entró en pánico. Me sentía avergonzada. Pensándolo mejor, París no es tan individualista como su reputación le precede. En los peores momentos es cuando las personas se vuelven cercanas. Les dije que todo estaba bien. El conserje únicamente evaluó los daños. Me daba cuenta de mi conducta confusa. Observé a mi alrededor y vi mi teléfono de quinientos euros hecho pedazos, claramente inutilizable. No sé cómo sucedió, pero uno de mis zapatos también tenía el tacón arrancado. Los trozos de vidrio cubrían el suelo en todas direcciones. Había tantos gastos a la vista para comprar lo que acababa de romper y destruir en cuestión de segundos… Las decepciones amorosas se manifiestan como lo más tempestuoso de la vida. Arruinan tu alegría desde el interior. ¿Cómo había llegado hasta ese punto? Mis esperanzas y expectativas debían ser fuera de serie. Su brutal devastación había brotado de golpe en la habitación.

      La mujer me ofreció su ayuda para limpiar los destrozos. Respecto al conserje, aparentemente más curioso o más zoquete, me preguntó qué había provocado tal desastre. Le expliqué que era mi cumpleaños y que un hombre al que apreciaba se había negado a pasar la noche conmigo, tras lo cual perdí el control sobre mí misma. El conserje me observó de la cabeza a los pies con una sonrisa picante, la misma que a menudo veo en los pervertidos interesados. Seguidamente decretó que ese tipo en el que pensaba era un cretino. No contesté, me sentía demasiado mal para ello. La desgraciada era yo y solo yo. Creí que podría reconquistar a un hombre que ya no me amaba ya que ya me había entregado su amor. Me había comportado de un modo estúpido. El conserje me preguntó si necesitaba algo más, a lo que le respondí: «Sí, una fregona».

      Se ausentó y reapareció cinco minutos después con todo lo necesario para limpiar. Le di las gracias. Regresó a su apartamento, ya que su misión de seguridad había terminado. No hacía falta pedirle nada más. La limpieza me correspondía solo a mí. La joven decidió quedarse para echarme


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