¡polly!. Stephen Goldin

¡polly! - Stephen Goldin


Скачать книгу
un diseño tan grande que no podemos ver todos los detalles. El plan de Dios es tan grande que se envuelve todo el camino alrededor de nosotros como una manta grande y reconfortante. El plan de Dios es inmenso y es para todos nosotros, y todos participamos en él”.

      â€œÂ¿El plan de Dios incluye quemar mi tienda?” Le gritaba a la radio. “¿Quiere Dios que yo esté sin hogar y en bancarrota? ¿Es Hacienda parte sutil del plan de Dios? ¿Necesita Dios mis ocho mil dólares? ¿Es el plan de Dios para darme una multa por exceso de velocidad? ¿O hacer que Bárbara me deje? ¿Qué está haciendo el plan de Dios para mí? ¿Dónde la manta del amor que debería cubrirlo todo? ¡Tiene unos agujeros de polilla muy grandes!”

      Golpeó furiosamente el botón para apagar la radio. La humedad en su rostro era mucho más que lágrimas de sudor, picando sus ojos y haciendo más difícil ver por dónde estaba conduciendo. Si hubiese habido más tráfico, podría haber estado en problemas, pero no había nadie a quien atacar. Al menos logró mantener el coche en la carretera.

      Incluso el silencio era mejor que escuchar basura como esa. Incluso escuchar sus propios pensamientos era mejor. A pesar de que estaba enfadado y confundido, deprimido y lleno de desesperación. Al menos eran sus pensamientos, no los de un tipo hipócrita.

      Terminó el resto de la botella muy rápido, la mitad en su boca y la otra mitad sobre su cabeza. No parecía que ayudara. Seguía haciendo un calor insoportable.

       ESCENA 3

      A primera vista, el objeto podría bien ser un espejismo. Pero no brillaba e iba creciendo en tamaño a medida que se aproximaba con su coche, por lo que definitivamente era algo real.

      Era una enorme mansión de dos pisos construida en piedra blanca, con filas de ventanas en cada piso que reflejaba el sol de primera mañana. El porche frontal le sobresalía apoyado por una fila de columnas de mármol blanco, y en frente de la casa había un trozo rectangular de césped verde delineado a la perfección con el límite del desierto a su alrededor.

      Había conducido por esta carretera antes y no recordaba haber visto algo así. Eso había sido hace unos años, sin embargo, podría haber sucedido durante ese tiempo.

      La carretera pasaba por delante de la casa, a unos treinta metros de distancia. La tierra alrededor era perfectamente plana, desprovista de cualquier cosa de interés, pero ocasionalmente podías ver algunos arbustos y cactus solitarios dispersos aquí y allá. Incluso las montañas que siempre estaban presentes en California eran sólo una mancha azul en el lejano horizonte.

      Estaba demasiado absorto en su propia miseria para pensar en la mansión mucho más que como una curiosidad. Su depresión era una nube negra que abrumaba todas las otras preocupaciones, así que él ignoró la mansión y siguió conduciendo.

      O trató de hacerlo. Sin previo aviso, su motor de repente tosió y murió, y el viejo Corolla se detuvo lentamente hasta hacerlo casi directamente frente a la entrada de la mansión. Por lo menos se las arregló para dirigirlo al lado de la carretera, por lo que no sería golpeado por cualquier otro coche que pasara por aquí. Aunque no había mucha probabilidad de que eso ocurriera.

      El indicador de la gasolina indicaba que el depósito estaba medio lleno. Intentó encender el motor un par de veces, pero solamente obtuvo un lúgubre ruido parecido a un zumbido. “¡Mierda!” gritó a la desconsiderada máquina, golpeando la rueda con ambos puños. “¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda! ¿Por qué a mi? ¿Por qué ahora? Sabía que no debería haber confiado en un trozo de basura para un viaje como este.”

      Miró a disgusto el montón de formularios para la aseguradora en el asiento del pasajero que estaban debajo de la bolsa de ropa, los sacó y cerró de un golpe la puerta. Levantó el capó para comprobar el motor. Aquello era algo inútil —no tenía ni idea de lo que estaba mirando, ni mucho menos como poder arreglarlo.

      Miró impacientemente su reloj. Las doce y treinta y cinco. La temperatura rondaba los treinta y siete grados. Aquella tarde solo podía que ir a peor. Ni un ápice de viento. Tenía que ponerse manos a la obra si quería llegar al rancho antes de la puesta de sol.

      Puso la mano en el bolsillo y se sacó su móvil. Nadie le podía ayudar, de todas maneras pues la pantalla indicaba que no había cobertura. Después de todo, ¿quien instalaría una antena de telefonía aquí para los conejos y los coyotes? Lanzó tu teléfono tan lejos como pudo hacia el desierto. “¡Buen viaje!” gritó. “¿Y ahora, qué? ¿Qué pasará?” golpeó el coche con frustración en medio de un sollozo. “¿Me ocurrirá algo bueno?”

      Lo que él quería hacer era volver con el coche. Sentarse en el asiento trasero. Tumbarse en posición fetal y llorar. Quizás incluso chuparse su pulgar. Todo el universo pasaría por delante suyo. Probablemente algo mejor de lo que había estado haciendo últimamente.

      Levantó la mirada y vio otra vez aquella casa. Bueno, al menos podía pedir si podría usar su teléfono para llamar a la Asistencia-en-Carretera. Por supuesto, no con la racha que llevaba.

      Se desesperó. A pesar de haberse tirado por encima mucha agua, su ropa estaban ya secas por el calor del desierto. Pasó sus dedos por el pelo un par de veces como si fuera un peine. Entonces empezó a pisar fuertemente el asfalto, alegrándose de que todavía no era de noche, una noche de tormenta; ahora tendría que entrar en la guarida de Drácula o Frank N. Furter1 o alguien parecido.

      Estaba tan envuelto en su nube negra de pensamientos que había llegado a más de la mitad de la entrada antes de ver al muñeco de nieve en el césped cerca del porche. Tenía que ser uno de esos adornos plásticos de Navidad, pensó. Alguien tenía un extraño sentido del humor, dejándolo fuera en julio. O eso o era alguien muy perezoso.

      A medida que se acercaba a él, sin embargo, parecía cada vez más real. Era un muñeco de nieve estándar de tres bolas con la base de un metro de diámetro, el medio de sesenta centímetros y la cabeza de treinta. Sus ojos eran ciruelas negras, su nariz un pepinillo dulce y su boca era una línea punteada de cerezas curvadas en una sonrisa. Llevaba una alegre bufanda amarilla y roja alrededor de donde estaría su cuello. En su cabeza, en lugar del sombrero de copa tradicional, tenía una gorra de béisbol de Oakland A's. Sus brazos estaban desproporcionadamente flacos, sólo un par de ramas desnudas que salían de sus hombros.

      Se acercó a él y lo tocó. Estaba frío. Estaba hecho de nieve. Y estaba de pie sobre este césped en treinta y siete grados de calor bajo el sol abrasador del desierto en julio.

      Se alejó lentamente de él, no completamente dispuesto a quitarle los ojos de encima. El muñeco de nieve se quedó allí y no mostró ninguna intención de derretirse.

      Finalmente, con un rápido movimiento de cabeza, trató de sacarlo de su mente. Había muchos otros problemas de que preocuparse. Subió los cuatro escalones hasta el porche, se acercó a la gran puerta y presionó la campana.

      A los pocos segundos la puerta se abrió y se vio mirando a la más bella chica que había visto jamás. Era pequeña —tan sólo metro setenta y dos, no le llegaba más allá de la nariz— pero aquella tan solo era lo único a lo que podría llamar remarcable. Su cuerpo estaba perfectamente proporcionado, ni muy pechugona ni muy aniñada. Su pelo marrón oscuro, con un corte pixie, con un rostro perfecto, ojos marrones y brillantes, una nariz alegre y una boca pequeña pero expresiva.

      Llevaba puesto un pantalón vestido satinado


Скачать книгу