Esclava, Guerrera, Reina . Морган Райс
duele”.
Cuando llegaron a la salida, la puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados del Imperio allí.
“¡Sartes!”
Antes de que pudiera reaccionar, un soldado agarró a su hermano y otro la cogió a ella. No sirvió de nada resistirse. El otro soldado se la colocó encima del hombro como si fuera un saco de grano y se la llevó. Al temer que la habían arrestado, le golpeó en la espalda, en vano.
Una vez estuvieron fuera del Stade, la arrojó al suelo y Sartes fue a parar a su lado.
Unos cuantos mirones formaron un semicírculo a su alrededor boquiabiertos, como si estuvieran hambrientos por que su sangre se derramara.
“Vuelve a entrar al Stade”, gruñó el soldado, “y te colgaremos”.
Ante su sorpresa, los soldados se giraron sin decir nada más y desaparecieron entre la multitud.
“¡Ceres!” exclamó una voz profunda por encima del bullicio de la multitud.
Ceres sintió alivio al alzar la vista y ver a Nesos y a Rexo dirigiéndose hacia ellos. Cuando Rexo la rodeó con sus brazos, ella suspiró. Él se echó hacia tras, con la mirada llena de preocupación.
“Estoy bien”, dijo.
Mientras el gentío iba saliendo del Stade, Ceres y los demás se mezclaron con ellos y corrieron de vuelta a las calles, sin ganas de encontrarse con nadie más. Mientras caminaban hacia la Plaza de la Fuente, Ceres revivía en su mente todo lo que había sucedido, que todavía daba vueltas. Notaba las miradas de reojo de sus hermanos y se preguntaba qué estarían pensando. ¿Habían presenciado sus poderes? Probablemente no. El omnigato estaba demasiado cerca. Sin embargo, a la vez también la miraban con una nueva sensación de respeto. Ella deseaba más que nada contarles lo que había pasado. Pero sabía que no podía. Ni ella misma estaba segura.
Había muchas cosas que no se habían dicho, pero ahora, en medio de esta espesa multitud, no era el momento de decirlo. Primero necesitaban ir a casa, a salvo.
Las calles estaban mucho menos abarrotadas cuanto más se alejaban del Stade. Mientras caminaba a su lado, Rexo le cogió una mano y entrelazó los dedos con ella.
“Estoy orgulloso de ti”, dijo. “Salvaste la vida a tu hermano. No estoy seguro de cuántas hermanas lo harían”.
Sonrió con los ojos llenos de compasión.
“Estas heridas parecen profundas”, comentó al mirarla de nuevo.
“Estoy bien”, murmuró ella.
Era mentira. No estaba nada segura de estar bien o incluso de si podría llegar a casa. Se sentía bastante mareada por la pérdida de sangre y no ayudaba que su estómago retumbara o que el sol le atormentara la espalda, haciendo que sudara balas.
Finalmente, llegaron a la Plaza de la Fuente. Tan pronto como pasaron por delante de las casetas, un vendedor les siguió para ofrecerles una cesta grande de comida a mitad de precio.
Sartes hizo una sonrisa de oreja a oreja –lo que ella pensó que era bastante extraño- y entonces mostró una moneda de cobre con el brazo que tenía sano.
“Creo que te debo algo de comida”, dijo él.
Ceres se quedó sin aliento ante la sorpresa. “¿De dónde lo sacaste?”
“Aquella chica rica del carruaje de oro tiró dos monedas, no una, pero todos estaban tan concentrados en la lucha entre los hombres que no se dieron cuenta”, respondió Sartes con la sonrisa todavía intacta.
Ceres se enfureció y se dispuso a confiscarle la moneda a Sartes y a lanzarla. Era dinero manchado de sangre, al fin y al cabo. No necesitaban nada de los ricos.
Cuando alargó el brazo para cogerla, de repente, una mujer mayor apareció y se interpuso en su camino.
“¡Tú, Ceres!” dijo señalando a Ceres, con la voz tan fuerte que Ceres sintió como si vibrara dentro de ella.
La complexión de la mujer era suave, aparentemente transparente, y sus labios perfectamente arqueados estaban teñidos de verde. Su largo y grueso pelo negro estaba adornado con musgo y bellotas y sus ojos marrones hacían juego con su largo vestido marrón. Era hermosa a la vista, pensó Ceres, tanto que ella se quedó fascinada por un instante.
Ceres parpadeó, atónita, segura de que jamás había visto a esta mujer antes.
“¿Cómo sabe mi nombre?”
Sus ojos se fijaron en los de la mujer mientras esta dio unos cuantos pasos hacia ella y Ceres se dio cuenta de que la mujer hacía un fuerte olor a mirra.
“Vena de las estrellas”, dijo con una voz inquietante.
Cuando la mujer levantó el brazo con un gesto elegante, Ceres vio que tenía una triqueta marcada en la parte interior de su muñeca. Una bruja. Basado en el olor de los dioses, quizás una vidente.
La mujer cogió el pelo rosáceo de Ceres en sus manos y lo olió.
“Tú no eres extraña a la espada”, dijo. “No eres extraña al trono. Tu destino es ciertamente muy grande. El cambio será poderoso”.
La mujer de repente se dio la vuelta y se fue corriendo, desapareciendo tras la caseta y Ceres se quedó allí, paralizada. Sentía que las palabras de la mujer penetraban en su alma. Sentía que habían sido más que un comentario; eran una profecía. Poderoso. Cambio. Trono. Destino. Estas eran palabras que nunca antes había asociado con ella misma.
¿Podrían ser ciertas? ¿O solo eran las palabras de una loca?
Ceres echó un vistazo y vio que Ceres sujetaba una cesta de fruta y que tenía la boca más que llena de pan. La tendió hacia ella. Vio la comida horneada, las frutas y las verduras y casi fue suficiente para hacerla decidir. Normalmente, lo habría devorado.
Sin embargo ahora, por alguna razón, había perdido el apetito.
Había un futuro ante ella.
Un destino.
Su camino de vuelta a casa les había llevado una hora más de lo normal y habían estado en silencio todo el camino, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Ceres solo se preguntaba qué pensaban de ella las personas que más quería en el mundo. Apenas ella sabía qué pensar de sí mima.
Alzó la vista y vio su humilde hogar y se sorprendió de haber conseguido llegar, dado cómo le dolían la cabeza y la espalda.
Los demás se habían separado de ella hacía un rato para hacer un recado para su padre y Ceres cruzó sola el destartalado umbral, preparada, solo esperando no encontrarse a su madre.
Al entrar notó un baño de calor. Se dirigió hacia el pequeño botellín de alcohol de limpiar que su madre había guardado bajo su cama y le sacó el corcho, con cuidado de no usar mucho para que no se notara. Preparada para el escozor, se levantó la camisa y se lo echó por la espalda.
Ceres gritó de dolor, apretó el puño y se apoyó contra la pared, sintiendo mil picotazos por las garras del omnigato. Sentía como si la herida nunca se fuera a curar.
La puerta se abrió de golpe y Ceres se encogió. Se alivió al ver que tan solo era Sartes.
“Padre necesita verte, Ceres”, dijo.
Ceres vio que sus ojos estaban ligeramente rojos.
“¿Cómo está tu brazo?”, preguntó ella, imaginando que lloraba por el dolor de su brazo herido.
“No está roto. Tan solo es una torcedura”, Se acercó más y su cara se puso seria. “Gracias por salvarme hoy”.
Ella le ofreció una sonrisa. “¿Cómo iba a estar yo en otro lugar?” dijo.
Él sonrió.
“Ve a ver a Padre ahora”, dijo. “Yo quemaré tu vestido y el trapo”.
No sabía cómo iba a poder explicarle a su madre cómo el vestido había