El Despertar de los Dragones . Морган Райс
hacia ella.
“Tu disparo, ¿no es cierto?” le preguntó. Fue más una afirmación que una pregunta.
Ella asintió con la cabeza.
“Lo fue,” respondió agradecida por el reconocimiento de Anvin y sintiéndose vindicada.
“Y el disparo lo derribó,” concluyó él. Fue una observación, no una pregunta, con una voz definitiva mientras estudiaba al jabalí.
“No veo otras heridas más que esta dos,” añadió pasando su mano sobre este y deteniéndose en la oreja. La examinó y entonces miró a Brandon y Braxton con desdén. “A menos que llamen herida a este rasguño de lanza.”
Levantó la oreja del jabalí y Brandon y Braxton se enrojecieron mientras el grupo de guerreros reía.
Otro de los famosos guerreros de su padre se acercó, Vidar, amigo cercano de Anvin, un hombre bajo y delgado en sus treintas con rostro demacrado y una cicatriz en la nariz. Con su pequeña complexión no parecía ser mucho, pero Kyra lo sabía bien: Vidar era tan fuerte como la roca, famoso por su combate cuerpo a cuerpo. Era uno de los hombres más duros que Kyra había conocido, famoso por derribar a dos hombres el doble de su tamaño. Muchos hombres, debido a su pequeño tamaño, habían cometido el error de provocarlo—sólo para aprender una dura lección. Él también había tomado la tutela de Kyra, siempre protegiéndola.
“Parece que erraron,” concluyó Vidar, “y la chica los salvó. ¿Quién les enseñó a ustedes dos a disparar?”
Brandon y Braxton se miraban más nerviosos claramente atrapados y ninguno dijo nada.
“Es algo muy grave el mentir sobre una presa,” dijo Anvin volteándose hacia sus hermanos. “Hablen ahora. Su padre querría que dijeran la verdad.”
Brandon y Braxton se quedaron inmóviles claramente incómodos, mirándose uno a otro como debatiendo qué decir. Por primera vez desde que podía recordar, Kyra los miró sin palabras.
Justo cuando estaban a punto de abrir la boca, una voz ajena pasó entre la multitud.
“No importa quién lo mató,” dijo la voz. “Ahora es nuestro.”
Kyra volteó junto con los otros sobresaltada por la extraña voz—y su estómago se revolvió en cuanto vio a un grupo de los Hombres del Señor, reconocidos por su armadura escarlata, acercándose entre la multitud mientras los aldeanos se apartaban. Se acercaron al jabalí observándolo con codicia, y Kyra miró que querían esta presa como trofeo—no porque la necesitaran, sino para humillar a su gente, para quitarles este punto de orgullo. A su lado, Leo gruñó, y ella le puso una mano en el cuello calmándolo y deteniéndolo.
“En el nombre de nuestro Señor Gobernador,” dijo el Hombre del Señor, un soldado corpulento con una frente baja, las cejas gruesas, una gran barriga, y una cara amontonada en la estupidez, “reclamamos este jabalí. Él les agradece de antemano su regalo en este festival.”
Les hizo un gesto a sus hombres y estos se acercaron como si fueran a tomarlo.
Mientras lo hacían, Anvin se acercó repentinamente con Vidar a su lado y les impidió el paso.
Un gran silencio cayó sobre la multitud—nunca nadie se había enfrentado a los Hombres del Señor; era una regla no escrita. Nadie quería provocar la furia de Pandesia.
“Hasta donde yo sé, nadie te ha ofrecido un regalo,” dijo con una voz de acero, “o a tu Señor Gobernador.”
La multitud creció con cientos de aldeanos acercándose a ver el tenso momento, sintiendo que venía un enfrentamiento. Al mismo tiempo, otros se alejaron creando espacio alrededor de los dos hombres mientras la tensión en el aire se volvía más intensa.
Kyra sentía latir su corazón. De manera inconsciente apretó más su arco sabiendo que esto estaba creciendo. A pesar de lo mucho que deseaba pelear y conseguir libertad, también sabía que su gente no se podía permitir provocar la furia del Señor Gobernador; incluso si por un milagro los derrotaban, el Imperio Pandesiano estaba detrás de ellos. Podían llamar a divisiones de hombres tan vastas como el mar.
Pero, al mismo tiempo, Kyra estaba orgullosa de Anvin por enfrentarlos. Finalmente alguien lo había hecho.
El soldado frunció el ceño mientras examinaba a Anvin.
“¿Te atreves a desafiar a tu Señor Gobernador?” preguntó.
Anvin no se movió.
“Ese jabalí es nuestro, nadie te lo está dando,” dijo Anvin.
“Era suyo,” lo corrigió el soldado, “y ahora nos pertenece.” Volteó hacia sus hombres. “Tomen el jabalí,” les ordenó.
Los Hombres del Señor se acercaron, y mientras lo hacían, una docena de los hombres de su padre se acercaron, apoyando a Anvin y Vidar y obstruyendo el camino de los Hombres del Señor con sus armas en mano.
La tensión creció aún más, Kyra apretó su arco hasta que sus nudillos se pusieron blancos y mientras estaba ahí se sintió muy mal, como si todo lo que estaba pasando fuera su culpa ya que ella había matado al jabalí. Sintió que algo muy malo estaba a punto de pasar, y maldijo a sus hermanos por traer este mal presagio a la aldea, especialmente durante la Luna de Invierno. Siempre pasan cosas raras en las festividades, periodos místicos en los que se decía los muertos podían pasar de un mundo hacia el otro. ¿Por qué tuvieron que provocar sus hermanos a los espíritus de esta manera?
Mientras los hombres se encaraban y con los hombres de su padre preparados para sacar sus espadas, todos a punto de derramar sangre, una voz de autoridad repentinamente cortó por el aire retumbando en el silencio.
“¡La presa es de la chica!” dijo la voz.
Fue una voz fuerte, llena de confianza, una voz que ordenaba atención, una voz que Kyra admiraba y respetaba más que cualquier otra en el mundo: la de su padre. Era el Comandante Duncan.
Todos los ojos volteaban mientras su padre se acercaba, y la multitud abría paso dándole una gran cantidad de respeto. Ahí se detuvo, un hombre que parecía una montaña, el doble de alto que los otros, con hombros el doble de anchos, una barba castaña salvaje y pelo marrón bastante largo, veteado de gris, portando pieles en sus hombros y dos espadas largas en su cinturón y una lanza en su espalda. Su armadura, el negro de Volis, tenía un dragón tallado en la coraza, el símbolo de su casa. Sus armas tenían signos de muchas batallas y proyectaba experiencia. Era un hombre que debía ser temido, admirado, un hombre que todos sabían era recto y justo. Un hombre amado y, sobre todo, respetado.
“Es la presa de Kyra,” repitió, al mismo tiempo dando una mirada de desaprobación a sus hermanos y después volteando hacia Kyra ignorando a los Hombres del Señor. “Ella es la que decidirá su suerte.”
Kyra se sorprendió por las palabras de su padre. Nunca se habría esperado esto, que pusiera tanta responsabilidad sobre sus hombros, que le dejara una decisión tan importante. Pues ambos sabían esta no sólo era una decisión sobre el jabalí, sino sobre el futuro de su gente.
Soldados tensos se alinearon a cada lado, todos con sus manos en las espadas, y mientras ella observaba los rostros que la miraban esperando una respuesta, sabía que su siguiente decisión, sus siguientes palabras, serían las más importantes que jamás había dicho.
CAPÍTULO CUATRO
Merk pasaba despacio por la vereda del bosque, abriéndose camino pasando por Bosque Blanco mientras reflexionaba en su vida. Sus cuarenta años habían sido muy duros; nunca antes se había dado tiempo para pasear por el bosque, para admirar su belleza. Miró hacia abajo hacia las hojas blancas que se quebraban bajo sus pies, rematadas por el sonido de su bastón que golpeaba el suave suelo del bosque; volteó hacia arriba, admirando la belleza de los árboles de Aesop con sus brillantes hojas blancas y deslumbrantes ramas rojas resplandeciendo en el sol matutino. Cayeron algunas hojas sobre él dando la apariencia de nieve y, por primera vez en su vida, sintió verdadera paz.
Siendo de altura y complexión promedio, cabello negro oscuro, un rostro nunca afeitado, mandíbula