Agente Cero . Джек Марс

Agente Cero  - Джек Марс


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el cargador en un movimiento fluido, como si otra persona más lo estuviese controlando. Trece balas. Lo empujó de nuevo y lo amartilló.

      Luego salió de ahí.

      Fuera de la gruesa puerta de acero había una sala sucia que terminaba en una escalera que subía. Al final de ella, se evidenciaba la luz del día. Reid subió las escaleras cuidadosamente, con pistola en alto, pero no escucho nada. El aire se hacía más frío mientras ascendía.

      Se encontró a sí mismo en una pequeña y sucia cocina, la pintura se desprendía de las paredes y los platos empapados de mugre apilados en el fregadero. Las ventanas eran translúcidas; habían sido manchadas con grasa. El radiador de la esquina estaba frío al tacto.

      Reid revisó el resto de la pequeña casa; no había más nadie a parte de los cuatro hombres muertos en el sótano. El único baño tenía peor aspecto que la cocina, pero Reid encontró un kit de primeros auxilios aparentemente antiguo. No se atrevió a mirarse en el espejo hasta que hubiese lavado tanta sangre de su cara y cuello como fuese posible. Todo de la cabeza a los pies picaba, dolía o quemaba. El pequeño tubo de pomada antiséptica había expirado hace tres años, pero lo usó de todos modos, contrayéndose del dolor al presionar las vendas sobre sus cortes abiertos.

      Luego él se sentó en el inodoro y sostuvo su cabeza con sus manos, tomando un breve momento para recobrar el control. Puedes irte, se dijo a sí mismo. Tienes dinero. Ve al aeropuerto. No, no tienes un pasaporte. Ve a la embajada. O consigue un consulado. Pero…

      Pero acababa de matar a cuatro hombres y su propia sangre estaba por todo el sótano. Y había otro problema más claro.

      “No sé quién soy”, murmuró en voz alta.

      Aquellos destellos, esas visiones que acosaban su mente, eran de su propia perspectiva. Su punto de vista. Pero el nunca, nunca podría hacer algo como eso. Supresión de memoria, había dicho el interrogador. ¿Acaso era posible? Pensó de nuevo en sus niñas. “¿Están a salvo? ¿Están asustadas? ¿Eran… suyas?

      Esa noción lo sacudió hasta el fondo. ¿Qué pasaría si, de alguna manera, lo que pensaba que era real no era real del todo?

      No, se dijó a sí mismo firmemente. Ellas eran sus hijas. Él estuvo ahí en sus nacimientos. Él las crió. Ninguna de estas bizarras e intrusivas visiones contradecía eso. Y necesitaba encontrar una forma de contactarlas, para segurarse de que están bien. Esa era su máxima prioridad. No había forma en que pudiera utilizar el celular desechable para contactar a su familia; no sabía si estaba siendo rastreado o quién podría estar escuchando.

      Súbitamente recordó el trozo de papel con el número de teléfono en él. Se mantuvo y lo sacó de su bolsillo. El papel manchado en sangre lo miró de vuelta. No sabía de qué se trataba esto o por qué pensaban que era alguien diferente de quién decía que era, pero había una sombra de urgencia bajo la superficie de su subconsciente, algo le decía que ahora estaba involuntariamente involucrado en algo mucho más grande que él.

      Sus manos temblaban, marcó el número en el teléfono desechable.

      Una voz masculina brusca respondió al segundo tono. “¿Está hecho?” preguntó en Árabe.

      “Sí”, respondió Reid. Trató de enmascarar su voz lo mejor que pudo y fingió un acento.

      “¿Tienes la información?

      “Mmm”.

      La voz estuvo callada por un momento largo. El corazón de Reid latía con fuerza en su pecho. ¿Se habrían dado cuenta de que no era el interrogador?

      “187 Rue de Stalingrad”, dijo el hombre finalmente. “Ocho p.m.” Y colgó.

      Reid terminó la llamada y respiró profundamente. ¿Rue de Stalingrad? Pensó. ¿En Francia?

      No estaba seguro de que lo iba a hacer todavía. Su mente se sentía como si hubiera atravesado un muro y descubierto otra cámara del otro lado. No podía regresar a casa sin saber que le estaba pasando a él. Incluso si lo hacía, ¿cuánto tiempo tardarían en encontrarlo de nuevo, y a sus niñas? Solo tenía una pista. Tenía que seguirla.

      Puso un piso fuera de la pequeña casa y se encontró en un callejón angosto, cuya boca daba paso a una calle llamada Rue Marceau. Inmediatamente supo dónde estaba — un suburbio de París, a pocos bloques del Sena. Casi se rió. Pensó que estaría saliendo a las calles, devastadas por la guerra, de una ciudad del Medio Oriente. En cambio, se encontró en un bulevar con tiendas y hileras de casas, con transeúntes modestos disfrutando de su tarde casual, amontonados contra la fría brisa de Febrero.

      Metió la pistola en la cintura de sus jeans y salió a la calle, mezclándose con la multitud y tratando de no atraer ninguna atención a su camisa manchada de sangre, a sus vendas o a sus evidentes heridas. Abrazó sus brazos cerca de él — necesitaría algo de ropa nueva, una chaqueta, algo más cálido que solo su camisa.

      Necesitaba asegurarse de que sus hijas están a salvo.

      Luego obtendría más respuestas.

      CAPÍTULO CUATRO

      Caminar por las calles de Paris se sintió como un sueño — solo que no de la manera que cualquiera esperara o incluso deseara. Reid alcanzó la intersección de Rue de Berri y la Avenida de los Campos Elíseos, siempre un punto de acceso turístico a pesar del clima congelante. El Arco de Triunfo se alzaba varias cuadras hacia el noroeste, la pieza central de la Plaza de Charles de Gaulle, pero su grandeza se perdió en Reid. Una nueva visión destelló por su mente.

      He estado aquí antes. Me paré en este lugar y miré esta señal de tránsito. Llevaba jeans y una chaqueta negra de motorizado, los colores del mundo enmudecidos por los lentes de sol polarizados…

      Giró a la derecha. Él no estaba seguro de que encontraría en este camino, pero tenía la extraña sospecha de lo reconocería cuando lo viera. Era una sensación increíblemente extraña de no saber a dónde iba hasta que llegó allí.

      Se sentía como si cada nueva vista trajera viñetas de vagos recuerdos, cada uno desconectado del siguiente, sin embargo con algo de congruencia. Sabía que el café en la esquina servía los mejores pastis que jamás había probado. El dulce aroma de la pastelería al otro lado de la calle hacía que se le hiciera agua la boca por las sabrosas palmeras. Nunca había probado las palmeras antes. ¿O sí?

      Los sonidos lo sacudían. Los transeúntes charlaban ociosamente el uno al otro mientras paseaban por el bulevar, ocasionalmente robando miradas a su cara herida y vendada.

      “No me gustaría ver como quedó el otro”, un joven Francés le murmuró a su novia. Ambos se rieron entre dientes.

      Está bien, no entres en pánico, pensó Reid. Aparentemente hablas Árabe y Francés. El otro idioma que hablaba el Profesor Lawson era Alemán y algunas frases en Español.

      Había algo más también, algo difícil de definir. Debajo de sus rápidos nervios y su instinto de correr, de ir a casa, de esconderse en algún lado, debajo de todo eso había una reserva fría y acerada. Era como tener la mano pesada de un hermano mayor en el hombro, una voz en lo profundo de su mente diciendo. Relájate. Tú sabes cómo hacer todo esto.

      Mientras la voz lo acompañó suavemente desde el fondo de su mente, en primer plano estaban sus niñas y su seguridad. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban pensando en ese momento? ¿Qué significaría para ellas si perdieran a ambos padres?

      Nunca dejó de pensar en ellas. Incluso mientras estaba siendo golpeado en el sótano de una oscura prisión, incluso si los destellos de estas visiones invadían su mente, él estuvo pensando en las niñas — particularmente en esa última pregunta. ¿Qué les sucedería si hubiese muerto ahí abajo en ese sótano? ¿O si muere haciendo lo más temerario que estaba a punto de hacer?

      Tenía que asegurarse. Tenía que contactarlas de algún modo.

      Pero primero, necesitaba una chaqueta,


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