Agente Cero . Джек Марс

Agente Cero  - Джек Марс


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frente a él. Como si leyera su mente, ella dijo: “No te olvides, tengo un show de arte en la escuela el próximo Miércoles por la noche. Estarás allí, ¿verdad?”

      El sonrió. “Por supuesto cariño. No me lo perdería”. El aplaudió. “¡Ahora! Quién está listo para ser demolido — Quiero decir, ¿quién está listo para jugar un juego familiar?”

      “Adelante, viejo”, Maya dijo desde la cocina.

      “¿Viejo?” Reid dijo indignado. “¡Tengo treinta y ocho!”

      “Y lo ratifico”. Ella se rió mientras entraba al comedor. “Oh, el juego del tren”. Su mueca se disolvió en una delgada sonrisa. “Este era el favorito de mamá, ¿verdad?”

      “Oh… sí”. Reid frunció el ceño. “Era”.

      “¡Soy el azul!” Sara anunció, agarrando las piezas.

      “Naranja”, dijo Maya. “Papá, ¿qué color? Papá, ¿hola?”

      “Oh”. Reid salió de sus pensamientos. “Lo siento. Uh… verde”.

      Maya empujó algunas piezas hacia ella. Reid forzó una sonrisa, sin embargo, sus pensamientos eran turbulentos.

      *

      Después de dos juegos, de los cuales ambos ganó Maya, las chicas se fueron a la cama y Reid se retiró a su estudio, una habitación pequeña en el primer piso, justo al lado del vestíbulo.

      Riverdale no era un área económica, pero era importante para Reid asegurarse de que sus niñas tuvieran un ambiente seguro y feliz. Sólo habían dos dormitorios, así que él reclamó el estudio en el primer piso como su oficina. Todos sus libros y objetos memorables estaban amontonados en casi cada centímetro disponible del cuarto de diez por diez. Con su escritorio y un sillón de cuero, solamente un pequeño parche de alfombra desgastada estaba visible.

      Él se quedaba dormido con frecuencia en ese sillón, después de largas noches tomando notas, preparando lecturas y releyendo biografías. Estaba comenzando a darle problemas de espalda. Pero, si era honesto consigo mismo, no lo hacía más dormir en su propia cama. El lugar quizás haya cambiado — las niñas y él se mudaron a Nueva York poco después del fallecimiento de Kate — pero todavía tenía el colchón y el marco matrimonial que había sido de ellos, de Kate y de él.

      Él habría pensado que a estas alturas el dolor de perder a Kate podría haberse desvanecido, al menos ligeramente. A veces lo hacía, temporalmente, y entonces pasaba por su restaurante favorito o echaba un vistazo a una de sus películas favoritas en la TV y volvía con fuerza, tan fresco como si hubiese pasado ayer.

      Si cualquiera de las chicas experimentaba lo mismo, ellas no hablarían de ello. De hecho, con frecuencia hablaban de ella abiertamente, algo que Reid todavía no era capaz de hacer.

      Había una foto de ella en uno de sus estantes, tomada en una boda de un amigo hace una década. La mayoría de las noches, el marco sería girado hacia atrás, o de lo contrario, pasaría la tarde entera mirándolo fijamente.

      Qué increíblemente injusto podía ser el mundo. Un día, ellos lo tenían todo — un lindo hogar, niños maravillosos, grandes carreras. Vivían en McLean, Virginia; él trabajaba como profesor adjunto en la cercana Universidad de George Washington. Su trabajo lo tenía viajando constantemente a seminarios y cumbres y como lector invitado, en Historia Europea, a escuelas por todo el país. Kate estaba en el departamento de restauraciones del Museo Smithsoniano de Arte Americano. Sus hijas estaban floreciendo. La vida era perfecta.

      Pero como la frase famosa de Robert Frost, “nada dorado permanece”. Una tarde invernal Kate se desmayó en el trabajo — al menos eso fue lo que creyeron sus compañeros cuando ella repentinamente se blandeó y se cayó de su silla. Llamaron a una ambulancia, pero ya era demasiado tarde. Ella fue declarada muerta al llegar al hospital. Una embolia, ellos dijeron. Un coágulo de sangre había viajado a su cerebro y causado un accidente cerebro vascular isquémico. Los doctores usaban términos médicos apenas comprensibles siempre que daban una posible explicación, como si de alguna manera suavizara el golpe.

      Lo peor de todo, Reid estaba ausente cuando pasó. Él estaba en un seminario de pregrado en Houston, Texas, dando charlas acerca de la Edad Media cuando recibió la llamada.

      Así fue como descubrió que su esposa había muerto. Una llamada telefónica, fuera de un salón de conferencias. Después llegó el vuelo a casa, los intentos de consolar a sus hijas en medio de su propio dolor devastador, y eventualmente se mudaron a Nueva York.

      Él se levantó de la silla y volteó la foto. No le gustaba pensar acerca de todo eso, el final y las consecuencias. Él quería recordarla así, como en la foto, Kate en su esplendor. Eso es lo que escogió recordar.

      Había algo más, algo en la esquina de su consciencia — algún tipo de recuerdo fugaz trataba de salir a la superficie mientras miraba fijamente la foto. Se sentía casi como un déjà vu, pero no del momento presente. Era como si su subconsciente tratara de decirle algo.

      Un golpe repentino en la puerta lo devolvió a la realidad. Reid titubeó, pensando quien podría ser. Era casi medianoche; las chicas ya tenían varias horas en la cama. El fuerte golpe vino de nuevo. Preocupado de que pudiese despertar a las niñas, él se apresuró a responder. Después de todo, el vivía en un vecindario seguro y no tenía razón para temer abrir su puerta, siendo medianoche o no.

      El fuerte viento invernal no fue lo que lo congeló en sus pasos. El miró sorprendido a tres hombres del otro lado. Ellos eran claramente del Medio Oriente, cada uno con piel oscura, una barba negra y ojos hundidos, vestidos con chaquetas gruesas color negro y botas. Ambos que flanqueaban cada lado de la salida, eran grandes y larguiruchos; el tercero, detrás de ellos, era corpulento y de hombros anchos, con un ceño claramente pronunciado.

      “Reid Lawson”, dijo el hombre alto a su izquierda. “¿Es usted?” Su acento sonó Iraní, pero no era pesado, lo cual sugiere que había pasado una cantidad considerable de tiempo en los Estados Unidos.

      La garganta de Reid se sintió seca cuando vio, sobre sus hombros, una camioneta gris estacionada en la calle, sus luces estaban apagadas. “Um. Lo siento”, les dijo. “Deben tener la casa equivocada”.

      El hombre alto a su derecha, sin quitar los ojos de Reid, levantó su celular para que sus dos compañeros lo vieran. El hombre a su derecha, el que hacía las preguntas, asintió una vez.

      Sin previo aviso, el corpulento se lanzó hacia adelante, engañosamente rápido para su tamaño. Una mano carnosa llegó a la garganta de Reid. Reid se retorció accidentalmente fuera de su alcance, tambaleándose hacia atrás y casi tropezando con sus propios pies. Él se recuperó, tocando el suelo embaldosado con la punta de sus dedos.

      Mientras se deslizaba hacia atrás para recuperar el equilibrio, los tres hombres entraron en la casa. Él entro en pánico, pensando sólo en las niñas durmiendo en su cama subiendo las escaleras.

      Se volteó y corrió a través del vestíbulo, hacia la cocina y se deslizo alrededor de la isla. Él miró por encima de su hombro — los hombres lo perseguían. Teléfono, pensó desesperadamente. Estaba encima de su escritorio en el estudio, y sus asaltantes bloqueaban el camino.

      Él tenía que alejarlos de la casa, y lejos de las niñas. A su derecha estaba la puerta del patio trasero. La abrió y corrió hacia la cubierta. Uno de los hombres maldijo en una lengua extranjera — Árabe, supuso — mientras lo perseguían. Reid saltó sobre el pasamanos de la cubierta y cayó en el pequeño patio trasero. Un golpe de dolor recorrió su tobillo con el impacto, pero lo ignoró. Rodeó la esquina de la casa y se estrelló contra la fachada de ladrillo, tratando desesperadamente de calmar su respiración entrecortada.

      El ladrillo estaba helado al toque y la leve brisa invernal cortó a través de él como un cuchillo. Sus dedos de los pies estaban entumecidos — había salido de la casa sólo en calcetines. Los escalofríos le hormigueaban sus extremidades de arriba abajo.

      Podía


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