El Don de la Batalla . Морган Райс
familia?” preguntó Gwen, sorprendida de que entregara su vida a aquella torre.
“Sí”, respondió él sinceramente, sorprendiéndola. “Mucho. Mi familia significa todo para mí, pero mi llamada espiritual significa más. Mi hogar está aquí ahora”, dijo girando en un pasillo mientras Gwen lo seguía. “Ahora sirvo a Eldof. Él es mi sol. Si lo conocieras,” dijo, girándose y mirando fijamente a Gwen con una intensidad que la asustó, “también sería el tuyo”.
Gwen apartó la vista, pues no le gustaba la mirada de fanatismo que había en sus ojos.
“Yo no sirvo a nadie salvo a mí misma”, respondió ella.
Él le sonrió.
“Quizás este sea el origen de todas tus preocupaciones terrenales”, respondió él. “Nadie puede vivir en un mundo donde no sirva a otro. Ahora mismo estás sirviendo a otro”.
Gwen lo miró fijamente con recelo.
“¿Qué quieres decir?” preguntó.
“Aunque creas que te sirves a ti misma”, respondió, “estás engañada. La persona a la que estás sirviendo no eres tú, sino más bien la persona que tus padres moldearon. Es a tus padres a quien sirves y a todas sus viejas creencias, herencia de sus padres. ¿Cuándo serás lo suficientemente valiente para liberarte de sus creencias y servirte a ti misma?”
Gwen frunció el ceño, pues no creía en su filosofía.
“¿Y aceptar las creencias de quién en su lugar?” preguntó. “¿De Eldof?”
Él negó con la cabeza.
“Eldof es simplemente un conducto”, respondió él. “Te ayuda a liberarte de quien eres. Te ayuda a encontrar tu verdadero yo, todo lo que tenías que ser. A este es a quien debes servir. Este es el que nunca descubrirás hasta que tu falso yo se libere. Esto es lo que Eldof hace: nos libera a todos”.
Gwendolyn miró de nuevo a sus ojos brillantes y vio lo devoto que era y aquella devoción la asustó. Ya podía decir ahora mismo que no atendía a razones, que nunca dejaría aquel lugar.
Era escalofriante la red que este Eldof había tejido para atraer a todas aquellas personas y atraparlas aquí, una filosofía barata, con cierta lógica. Gwen no quería escuchar nada más; era una red que estaba decidida a evitar.
Gwen se giró y continuó caminando, sacudiéndose todo aquello con un escalofrío y continuó subiendo por la rampa, dando círculos a la torre, subiendo más y más de forma gradual, a donde fuera que los llevara. Kristof se puso a su lado.
“No he venido a discutir las cualidades de vuestro culto”, dijo Gwen. “No puedo convencerte de que regreses a tu padre. Prometí que te lo pediría y así lo he hecho. Si tú no valoras a tu familia, yo no puedo enseñarte a valorarla”.
Kristof la miró seriamente.
“¿Y tú crees que mi padre valora a la familia?” preguntó él.
“Mucho”, respondió ella. “Al menos por lo que yo veo”.
Kristof negó con la cabeza.
“Permíteme que te muestre algo”.
Kristof la tomó del hombro y la llevó por otro pasillo a la izquierda, después hacia arriba por un largo tramo de escaleras y se detuvo ante una gruesa puerta de roble. La miró significativamente, a continuación, la abrió, dejando al descubierto unas barras de hierro.
Gwen estaba allí, curiosa, nerviosa por ver lo que él quería mostrarle y dio un paso adelante para mirar a través de las barras. Se horrorizó al ver a una chica joven y hermosa sentada sola en una celda, mirando fijamente por la ventana, con su largo pelo cayéndole por la cara. Aunque sus ojos estaban abiertos como platos, no parecía darse cuenta de su presencia.
“Así es cómo mi padre se preocupa por la familia”, dijo Kristof.
Gwen lo miró con curiosidad.
“¿Su familia?” preguntó Gwen aturdida.
Kristof asintió.
“Kathryn. Su otra hija. La que esconde del mundo. Ha sido desterrada aquí, a esta celda. ¿Por qué? Porque está tocada. Porque no es perfecta, como él. Porque se avergüenza de ella”.
Gwen se quedó en silencio, sentía un agujero en el estómago al mirar con tristeza a la chica y querer ayudarla. Empezaba a preguntarse acerca del Rey y si había algo de verdad en las palabras de Kristof.
“Eldof valora la familia”, continuó Kristof. “Nunca abandonaría a uno de los suyos. Él valora nuestro verdadero yo. Aquí no se aparta a nadie por vergüenza. Esta es la maldición del orgullo. Y aquellos que están tocados están más cerca de su verdadero yo”.
Kristof suspiró.
“Cuando conozcas a Eldof”, dijo, “lo comprenderás. No existe nadie como él y nunca existirá”.
Gwen veía el fanatismo en sus ojos, veía lo perdido que estaba en este lugar, en este culto y sabía que estaba demasiado perdido para regresar jamás al Rey. Echó un vistazo y vio a la hija del Rey allí sentada y se sintió abrumada de tristeza por ella, por todo este lugar, por su familia destrozada. Su imagen de cuadro perfecto de la Cresta, de la perfecta familia real se estaba desmoronando. Este lugar, como cualquier otro, tenía su propio punto flaco oscuro. Aquí se estaba librando una silenciosa batalla y era una batalla de creencias.
Era una batalla que Gwen sabía que no podía ganar. Ni tenía tiempo para hacerlo. Gwen pensó en su propia familia abandonada y sintió la urgencia de rescatar a su marido y a su hijo. La cabeza le daba vueltas en aquel lugar, con el incienso sofocante en el aire y la ausencia de ventanas que la desorientaba, y deseaba conseguir lo que necesitaba y marcharse. Intentaba recordar por qué había venido aquí y entonces le vino: para salvar la Cresta, como le había prometido al Rey.
“Tu padre cree que esta torre guarda un secreto”, dijo Gwen, yendo al grano, “un secreto que podría salvar la Cresta, que podría salvar a vuestro pueblo”.
Kristof sonrió y cruzó los dedos.
“Mi padre y sus creencias”, respondió.
Gwen frunció el ceño.
“¿Estás diciendo que no es cierto?” preguntó. “¿Qué no existe ningún libro antiguo?”
Él hizo una pausa, apartó la mirada, después suspiró profundamente y se quedó callado durante un buen rato. Finalmente, continuó.
“Lo que se te tendría que revelar”, dijo, “está por encima de mí. Solo Eldof puede contestar a tus preguntas”.
Gwen sintió que una urgencia crecía en su interior.
“¿Puedes llevarme hasta él?”
Kristof sonrió, dio la vuelta y empezó a caminar pasillo abajo.
“Tan seguro”, dijo, caminando rápidamente, ya distante, “como una polilla a una llama”.
CAPÍTULO CINCO
Stara estaba en la frágil plataforma, intentando no mirar hacia abajo mientras la subían más y más hacia el cielo, observando cómo la vista se ensanchaba a cada tirón de la cuerda. La plataforma se elevaba más y más a lo largo del borde de la Cresta y Stara estaba allí, mientras el corazón le palpitaba, iba de incógnito, con la capucha bajada sobre su cara y el sudor chorreándole por la espalda mientras sentía cómo subía la temperatura del desierto. Aquí arriba era asfixiante y el día apenas había hecho más que empezar. Por todo a su alrededor estaban los siempre presentes ruidos de las cuerdas y las poleas, las ruedas chirriando, mientras los soldados tiraban y tiraban sin darse ninguno cuenta de quién era.
Pronto se detuvo y todo estaba tranquilo mientras ella estaba en el pico de la Cresta, con el único sonido