El Don de la Batalla . Морган Райс
a la Cresta, recién llegada del Gran Desierto, con Gwendolyn y Kendrick y todos los demás rezagados, la mayoría de ellos más muertos que vivos. Sabía que tenía suerte por haber sobrevivido y, al principio, ver la Cresta había sido un gran regalo, había sido la visión de la salvación.
Y, sin embargo, aquí estaba, preparada para marchar, para bajar la Cresta una vez más por su lado más apartado, para dirigirse de vuelta al Gran Desierto, de vuelta a lo que podría ser una muerte segura. A su lado, su caballo cabriolaba, sus herraduras chasqueaban la plataforma hueca. Ella alargó el brazo y le acarició la crin para tranquilizarlo. Este caballo sería su salvación, su billete para salir de este lugar; haría de su pasaje de vuelta a través del Gran Desierto un escenario muy diferente de lo que había sido.
“No recuerdo órdenes de nuestro comandante acerca de esta visita”, dijo la voz imponente de un soldado.
Stara se quedó muy quieta, pues sabía que estaban hablando de ella.
“En ese caso hablaré de ello con tu comandante y con mi primo, el Rey”, respondió Fithe, que estaba a su lado, con seguridad y sonando más convincente que nunca.
Stara sabía que estaba mintiendo y que se estaba arriesgando por ella y le estaba por siempre agradecida por ello. Fithe la había sorprendido siendo fiel a su palabra, haciendo todo lo que estaba en su poder, como había prometido, para ayudarla a marcharse de la Cresta, para ayudarla a tener una oportunidad de salir de allí y encontrar a Reece, el hombre que amaba.
Reece. A Stara le dolía el corazón al pensar en él. Dejaría este lugar, por muy seguro que fuera, atravesaría el Gran Desierto, atravesaría océanos, atravesaría el mundo, solo por tener una oportunidad de decirle lo mucho que lo quería.
Necesitaba tanto como odiaba poner a Fithe en peligro. Necesitaba arriesgarlo todo para encontrar a aquel a quien amaba. No podía quedarse en la seguridad de la Cresta, sin importar lo espléndida, rica y segura que fuera, hasta que se volviera a reunir con Reece.
Las puertas de hierro de la plataforma chirriaron al abrirse y Fithe la tomó del brazo para acompañarla, ya que ella llevaba la capucha baja, su disfraz estaba funcionando. Salieron de la plataforma de madera hacia un altiplano de piedra en la cima de la Cresta. Soplaba un viento fuerte, suficientemente fuerte como para hacerle perder casi el equilibrio y ella se agarró a la crin del caballo, su corazón palpitó cuando alzó la vista y vio la vasta extensión, la locura de lo que estaba a punto de hacer.
“Mantén la cabeza agachada y la capucha baja”, susurró Fithe con urgencia. “Si te ven, si ven que eres una chica, sabrán que no debes estar aquí. Te mandarán de vuelta. Espera hasta que lleguemos al extremo de la Cresta. Hay otra plataforma esperando que te bajará al otro lado. A ti y solo a ti”.
La respiración de Stara se aceleraba mientras cruzaban el ancho altiplano de piedra y pasaban caballeros que caminaban rápidamente, Stara mantenía la cabeza agachada, lejos de las ojos fisgones de los soldados.
Finalmente, se detuvieron y él susurró:
“Bien. Mira hacia arriba”.
Stara se sacó la capucha, tenía el pelo cubierto de sudor y, al hacerlo, se quedó deslumbrada por la visión: dos soles enormes y hermosos, todavía rojos, salían en la gloriosa mañana del desierto, el cielo estaba cubierto por un millón de sombras de rosas y morados. Parecía que fueran los albores del mundo.
Echó un vistazo y vio el Gran Desierto entero extenderse ante ella, parecía llegar hasta el fin del mundo. En la distancia estaba el rabioso Muro de Arena y, a su pesar, miró directamente hacia abajo. Se tambaleó por su miedo a las alturas e inmediatamente deseó no haberlo hecho.
Allá abajo, vio una inclinada caída, directa hacia la base de la Cresta. y, ante ella, vio una plataforma solitaria, vacía, esperándola.
Stara se dio la vuelta y alzó la vista hasta Fithe, que la miraba fija y significativamente.
“¿Estás segura?” preguntó dulcemente. Ella vio en su mirada que tenía miedo por ella.
Stara sintió que un rayo de temor la recorría, pero entonces pensó en Reece y asintió sin dudar.
Él también asintió cordialmente.
“Gracias”, dijo. “No sé cómo te lo podré devolver jamás”.
Él le sonrió.
“Encuentra al hombre que amas”, respondió. “Si no puedo ser yo, por lo menos que sea otra persona”.
Él le tomó la mano, la besó, hizo una reverencia, se dio la vuelta y se marchó. Stara observaba cómo se iba, su corazón estaba lleno de agradecimiento hacia él. Si no hubiera amado a Reece como lo hacía, quizás él sería un hombre al que querría.
Stara se dio la vuelta, se armó de valor, se cogió a la crin del caballo y dio el primer trascendental paso hacia la plataforma. Intentaba no mirar al Gran Desierto, al viaje que había ante ella que casi con toda seguridad significaría su muerte. Pero lo hizo.
Las cuerdas crujían, la plataforma se balanceaba y, mientras los soldados bajaban las cuerdas, centímetro a centímetro, empezó a descender, sola, hacia la nada.
Reece, pensó, puede que muera. Pero atravesaré el mundo por ti.
CAPÍTULO SEIS
Erec estaba en la proa del barco, Alistair y Strom estaban a su lado, y miraba detenidamente las llenas aguas del río del Imperio que había debajo de ellos. Observó cómo la embravecida corriente desviaba el barco hacia la izquierda, lejos del canal que los hubiera llevado a Volusia, a Gwendolyn y a los demás, y se sintió dividido. Quería rescatar a Gwendolyn, evidentemente; y, sin embargo, también debía cumplir su sagrada promesa a aquellos aldeanos liberados, de liberar su aldea vecina y aniquilar la guarnición del Imperio que había por allí cerca. Al fin y al cabo, si no lo hacía, los soldados del Imperio pronto matarían a los hombres liberados y todos los esfuerzos de Erec al respecto habrían sido en vano, dejando su aldea de nuevo en las manos del Imperio.
Erec alzó la vista y examinó el horizonte, muy consciente del hecho que, cada momento que pasaba, cada vendaval, cada golpe de remo los estaba alejando más de Gwendolyn, de su primera misión y, sin embargo, él sabía que a veces uno debía desviarse de la misión para hacer aquello que era más honorable y correcto. Entendió que la misión no siempre era lo que pensabas que sería. A veces estaba en constante cambio; a veces era un viaje secundario en el camino que acababa siendo la misión real.
Aún así, Erec decidió para sus adentros doblegar la guarnición del Imperio lo más rápido posible y desviarse río arriba hacia Volusia, para salvar a Gwendolyn antes de que fuera demasiado tarde.
“¡Señor!” exclamó una voz.
Erec alzó la vista y vio a uno de sus soldados arriba en el mástil señalando hacia el horizonte. Se dio la vuelta para verlo y, mientras su barco pasaba una curva en el río y las corrientes se levantaban, la sangre de Erec se aceleró al ver un fuerte del Imperio, abarrotado de soldados, posado en el borde del río. Era un edificio cuadrado y de color verde parduzco, construido con piedra, de planta baja, con capataces del Imperio formando fila a su alrededor, aunque ninguno miraba hacia el río. En cambio, todos observaban la aldea de esclavos que había allá abajo, llena de aldeanos, todos bajo el látigo y la vara de los capataces del Imperio. Los soldados azotaban a los aldeanos sin piedad, torturándolos en las calles con trabajos forzosos, mientras los soldados que había arriba miraban hacia abajo y se reían de la escena.
Erec enrojeció por la indignación, furioso por la injusticia de todo aquello. Se sintió justificado por haber desviado a sus hombres en esa dirección río arriba y decidido a enmendar las injusticias y a hacerles pagar. Puede que solo fuera una gota en el cubo de la farsa del Imperio y, aún así, Erec sabía que no se podía subestimar lo que significaba la libertad incluso para pocas personas.
Erec vio que las orillas estaban llenas de barcos del Imperio, vigilados con desinterés,