Facundo. Domingo Faustino Sarmiento
quien el arte literario más que el puñal del tirano, que lo atravesó en Barranca-Yaco, ha condenado a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos, a quienes no transmite responsabilidades la sangre. El Dante puede mostrar a Virgilio este león encadenado, convertido en mármol de Paros y en estatua griega, porque del otro lado de la tumba todo lo que sobrevive debe ser bello y arreglado a los tipos divinos, cuyas formas revestirá al hombre que viene.» Y si estas palabras que subrayo, porque ellas son acaso las más profundas que Sarmiento haya escrito, pudieran parecer obscuras en su misma profundidad, ved cómo concreta después su juicio definitivo sobre el protagonista de esta obra: «He aquí—me decía un joven Arce, pariente de Quiroga—cómo yo llevo la toga y la clámide del griego y no la túnica ni la dalmática del bárbaro. Pude decirle a mi vez que mi sangre corre ahora confundida en sus hijos con la de Facundo, y no se han repelido sus corpúsculos rojos, porque eran afines. Quiroga ha pasado a la historia, y reviste las formas esculturales de los héroes primitivos, de Ayax y de Aquiles»[13]. Así concluye aquel pasaje magnífico en que, debido a la emoción del día y del lugar, o la intuición del genio próximo a la muerte, pudo ver a Facundo transfigurado por el arte: comprender lo que había de epopeya en su libro, y confesarse idéntico, por la sangre racial, con el héroe maldito de otros días.
Y no fué menos explícita la amnistía que Sarmiento «decretó» para Rosas, tan rudamente combatido también en el Facundo. Cuando Ramos Mejía publicó su Neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, en cuyas páginas, según es sabido, traza la historia clínica del tirano, Sarmiento se apresuró a comentar así ese trabajo: «La tiranía de Rosas fué una locura en acción»—nos dice al comenzar su comentario—. Y luego avanza esta advertencia valerosa: «Prevendríamos al joven autor que no reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a Rosas, en aquellos tiempos de combate y de lucha, por el interés mismo de las doctrinas científicas que explicarían los hechos verdaderos»[14]. Con esa austeridad confesaba Sarmiento sus excesos polémicos anteriores a 1852, y si traigo tal confesión sobre sus ataques a Rosas, es porque esta otra figura completa a la de Facundo en la composición de su libro, y porque el «folletín» del Progreso no fué sino un episodio periodístico de la violenta predicación que los emigrados realizaban desde el extranjero contra el tirano de Buenos Aires.
Aclarada así, por las propias palabras del autor, la posición en que el Facundo debe ser considerado por la crítica histórica en cuanto a sus elementos biográficos, veamos lo que resiste de él en sus elementos políticos y sociológicos.
El Facundo remueve en cada página la arcaica bandería de «unitarios» y «federales»; pero debo advertir al lector novel que no usa tales expresiones en su valor doctrinario, sino en su significado ocasional y argentino. «Federal», para un proscripto unitario de 1845, era sinónimo de gaucho localista y brutal; en tanto que «unitario», para un caudillo federal de nuestras provincias, era sinónimo de «loco» y «traidor». Unitario quería decir, además, porteño que había sido monarquista y visitado Europa, o vestía levita, gastaba lentes y era «doctor». No es ésta, como se ve, la doctrina de equilibrio político de las diversas regiones argentinas dentro de la nacionalidad, o sea el ideal que despuntó incipiente con Juan Ignacio de Gorriti en la Junta Grande de 1811, para triunfar con Alberdi y Mitre en la Constitución actual. Sarmiento, siendo enemigo de los caudillos locales porque creía que retardaban el triunfo de la organización, fué perseguido como «unitario», y bajo esa divisa emigró del país en 1840; pero no puede ser considerado sino como federal quien prohijó la Constitución de 1853, vigente aún en la República; quien defendió como gobernador de San Juan, más tarde, los derechos autónomos de los gobiernos provinciales; quien ratificó después, como ministro en los Estados Unidos, su vocación federal, y quien, en la versión inglesa del Facundo (1867-1873), sugirió a Mr. Horace Mann el prólogo en que explica esta génesis de sus ideas. Así resulta en nuestra historia este aparente absurdo: que los caudillos «federales», dominados por Rosas, rehicieron la «unidad» argentina, rota por los unitarios quiméricos de 1826, y que los emigrados «unitarios» promulgaron la «federación», al regresar al país después de Caseros. He ahí otra advertencia imprescindible para comprender bien el Facundo y para restituir a dichos nombres su verdadero contenido histórico; pues fácilmente se lo suele olvidar en la capciosa discusión «doctrinaria» de nuestros días.
Se ha atribuído también grande importancia al Facundo como doctrina sociológica. Esto proviene de que el libro se llamó en sus orígenes Facundo o Civilización y barbarie[15]. Esta fórmula ha prestado sus servicios al progreso del país; pero es tiempo ya de comenzar a denunciarla por lo que tiene de parcial y de peligrosa. Yo la he combatido en uno de mis libros, porque la considero insuficiente para explicar la evolución argentina, sobre todo si, como lo hacen algunos «sociólogos» de marbete europeo, creen que «barbarie» quiere decir «provincia», «federalismo», «tradición», «emoción agreste o americana», y que «civilización» quiere decir «cosmópolis», centralismo, riqueza, pedantería libresca o intelectual. La fórmula de Sarmiento encierra sólo una verdad pragmática, es decir, utilitaria y ocasional, vigorosa en su tiempo, pero gastada ya en virtud de su propia aplicación social, por haberse transformado tan radicalmente la estructura económica y moral de la nación argentina. Prefiero yo no repetir aquí los argumentos que tantas veces he escrito en contra de esa fórmula, cuyo sentido social ha variado completamente desde entonces. A los que se interesen por el asunto, les aviso que hallarán combatida la tesis de Sarmiento en mi libro Blasón de Plata. Diré tan sólo, para abreviar y concluir, que el progreso no es la civilización; la «civilización» está formada de progreso y cultura; el progreso es la meca rica de la civilización; la cultura, su esencia. Sarmiento creaba con su teoría de 1845 un eficaz sofisma político para vencer a sus enemigos; pero hay peligro moral en creer que su ocasional teoría política es doctrina filosófica de valor permanente, o sea que la tierra genuina, numen de la nacionalidad, es fuente de barbarie, y que el civilizarse consiste en adoptar los usos y costumbres de los europeos. Por ese camino podríamos declarar que los atenienses del tiempo de Platón no eran un pueblo «civilizado», porque no usaban cuello duro ni frac, ni montaban en silla inglesa, como lo deseaba Sarmiento.
Todo esto significa que el Facundo subsiste en cuanto es un libro de intuición racial de emoción literaria. Lo que hubo en él de polémica, ha pasado con su ocasión; lo que hubo en él de historia, ha sido rectificado por su autor y por la ciencia; lo que hubo en él de «sociología», está siendo rectificado por la vida misma de nuestro país. En cambio, con qué vigor se levanta de entre esa hojarasca de pasiones o ideas el fuerte soplo emocional de la «epopeya»; cómo germina la simiente del «mito» entre el polvo ya helado de sus hechos perecederos; cómo se siente resonar en sus páginas las caballerías pampeanas—columna conquistadora, malón indígena, falange libertadora o montonera rebelde—cuando pasan acordando su trote nocturno al ímpetu de esa prosa arrolladora. Esto es, en verdad, el génesis de la Pampa...
A las intuiciones de su autor como artista debió este libro su éxito extraordinario desde el día de su aparición. Cuenta Sarmiento cómo don Pedro de Angelis, cortesano de Rosas, mostrábalo furtivamente el volumen a sus íntimos—«con la cautelosa precaución del peligro de los Seyanos en la corte de Tiberio»—, diciéndoles: «Esto se mueve, es la Pampa; el pasto hace ondas agitado por el aire; se siente el olor de las yerbas amargas...»[16]. Por eso lo tradujeron a diversos idiomas, para dar a otras gentes la visión de nuestra vida pampeana y mostrar en la raíz del desierto el germen de nuestras luchas. Por eso se han desprendido del volumen, como páginas de antología popular, las siluetas del Rastreador, del Baqueano, del Gaucho malo y del caudillo silvestre, de las cuales Sarmiento dice que han quedado como la introducción de Volney a las «Ruinas de Palmira»... Sarmiento admiraba, en efecto, a Volney, y acaso no fué del todo extraña esa obra, lo mismo que la de Walter Scott, Víctor Hugo, Fenimore Cooper y Chateaubriand, a la formación de sus gustos como narrador. Pero su mérito no consiste en parecerse a sus maestros, sino en ser diferente de ellos. Los epígrafes que preceden cada capítulo en el Facundo, podrían ser también indicio de sus lecturas: Humboldt y Lamartine alternan con citas de Shakespeare en francés... Tal cosa muestra lo abigarrado de su cultura; pero quizá por eso mismo toda esa varia literatura