Facundo. Domingo Faustino Sarmiento
Buenos Aires, para mostrar que hay una organización del suelo tan central y unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera gritado de buena fe ¡federación o muerte!, habría concluído por el sistema unitario que hoy ha establecido. Nosotros, empero, queríamos la unidad en la civilización y en la libertad, y se nos ha dado en la barbarie y en la esclavitud. Pero otro tiempo vendrá en que las cosas entren en su cauce ordinario. Lo que por ahora interesa conocer, es que los progresos de la civilización se acumulan en Buenos Aires sólo; la pampa es un malísimo conductor para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya veremos lo que de aquí resulta.
Pero por sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas partes de aquel territorio, predomina una facción general, uniforme y constante; ya sea que la tierra esté cubierta de la lujuriosa y colosal vegetación de los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos, espinosos y desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les da vida; ya, en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la superficie de la tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a interrumpir esta continuidad sin límites las sierras de San Luis y Córdoba en el centro, y algunas ramificaciones avanzadas de los Andes al Norte; nuevo elemento de unidad para la nación que pueble un día aquellas grandes soledades, pues que es sabido que las montañas que se interponen en unos y otros países, y los demás obstáculos naturales, mantienen el aislamiento de los pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas.
Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la primitiva independencia de las plantaciones que por su ancha exposición al Atlántico y las diversas salidas que al interior dan el San Lorenzo al Norte, el Mississipí al Sur y las inmensas canalizaciones al centro. La República Argentina es una e indivisible.
Muchos filósofos han creído también que las llanuras preparaban las vías al despotismo, del mismo modo que las montañas prestaban asidero a las resistencias de la libertad. Esta llanura sin límites que desde Salta a Buenos Aires, y de allí a Mendoza, por una distancia de más de setecientas leguas permite rodar enormes y pesadas carretas sin encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales; esta llanura constituye uno de los rasgos más notables de la fisonomía interior de la República.
Para preparar vías de comunicación basta sólo el esfuerzo del individuo y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte quisiera prestarle su auxilio; si las fuerzas de la sociedad intentaran suplir la debilidad del individuo, las dimensiones colosales de la obra arredrarían a los más emprendedores, y la incapacidad del esfuerzo lo haría inoportuno.
Así, en materia de caminos, la naturaleza salvaje dará la ley por mucho tiempo, y la acción de la civilización permanecerá débil e ineficaz.
Esta extensión de las llanuras imprime, por otra parte, a la vida del interior cierta tintura asiática que no deja de ser bien pronunciada. Muchas veces, al salir la luna tranquila y resplandeciente por entre las hierbas de la tierra, la he saludado maquinalmente con estas palabras de Volney, en su descripción de las Ruinas: La pleine lune à l'Orient s'élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de l'Eupharte. Y, en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el Eufrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza nuestras soledades para llegar al fin de una marcha de meses, a Buenos Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna. Nuestras carretas viajeras son una especie de escuadra de pequeños bajeles, cuya gente tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares que la distinguen de los otros habitantes, como el marino se distingue de los hombres de tierra.
Es el capataz un caudillo, como en Asia el jefe de la caravana; necesítase para este destino una voluntad de hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo en el desamparo del desierto. A la menor señal de insubordinación, el capataz enarbola su chicote de fierro y descarga sobre el insolente golpes que causan contusiones y heridas; y si la resistencia se prolonga, antes de apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general desdeña, salta del caballo con el formidable cuchillo en mano y reivindica bien pronto su autoridad por la superior destreza con que sabe manejarlo.
El que muere en estas ejecuciones del capataz no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado.
Así es como en la vida argentina empieza a establecerse por estas peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan, la justicia administrada sin formas y sin debate. La tropa de carretas lleva, además, armamento, un fusil o dos por carreta, y a veces un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los bárbaros la asaltan, forma un círculo atando unas carretas con otras, y casi siempre resisten victoriosamente a las codicias de los salvajes ávidos de sangre y de pillaje.
La árrea de mulas cae con frecuencia indefensa en manos de estos beduínos americanos, y rara vez los troperos escapan de ser degollados. En estos largos viajes el proletario argentino adquiere el hábito de vivir lejos de la sociedad y de luchar individualmente con la naturaleza, endurecido en las privaciones, y sin contar con otros recursos que su capacidad y maña personal para precaverse de todos los riesgos que le cercan de continuo.
El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman medios tintes imperceptibles, españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba y San Luis predomina la raza española pura, y es común encontrar en los campos, pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas como querrían serlo las elegantes de una capital. En Santiago del Estero el grueso de la población campesina habla aún el quichua, que revela su origen indio. En Corrientes los campesinos usan un dialecto español muy gracioso:—Dame, general, un chiripá—decían a Lavalle sus soldados.
En la campaña de Buenos Aires se reconoce todavía el soldado andaluz, y en la ciudad predominan los apellidos extranjeros. La raza negra, casi extinguida ya, excepto en Buenos Aires, ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades, eslabón que liga al hombre civilizado con el palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada de talento y de los más bellos instintos de progreso.
Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe haber contribuído a producir este resultado desgraciado la incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.
Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del Sur de Buenos Aires y la villa que se forma en el interior; en la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre o de estaño, reluciendo siempre; la cama con cortinillas graciosas, y los habitantes, en un movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y quesos, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y retirarse a la ciudad a gozar de las comodidades.
La villa nacional es el reverso de esta medalla: niños sucios y cubiertos de harapos viven con una jauría de perros; hombres tendidos por el suelo en la más completa inacción; el desaseo y la pobreza por todas partes; una mesita y petacas por todo amueblado; ranchos miserables por habitación, y un aspecto general de barbarie y de incuria los hacen notables.
Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que es un accidente de las campañas pastoras, motivó sin duda las palabras que el despecho y la humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter Scott. «Las vastas llanuras de Buenos Aires—dice—no están pobladas sino por cristianos salvajes,