La buena hija. Karin Slaughter
fosilizado en la negra caverna que antes era el garaje.
La casa de labranza contenía cinco sillas endebles que no se vendieron en la subasta que liquidó los bienes del granjero, una mesa desvencijada demasiado barata para ser considerada una pieza de anticuario y un gran chifonier encajado en un armario pequeño que, según decía su madre, habría que encargarle a Tom Robinson que convirtiera en leña a cambio de cinco centavos.[1]
Dentro del chifonier no había nada colgado. Tampoco había nada doblado en los cajones del aparador del cuarto de estar, ni colocado en las altas estanterías de la despensa.
Hacía dos días que se habían mudado a la granja, pero aún no habían vaciado prácticamente ninguna caja. El pasillo que salía de la cocina era una jungla de cajas mal etiquetadas y sucias bolsas de papel marrón que no podían vaciarse hasta que limpiaran los armarios, y no limpiarían los armarios hasta que Gamma las obligara a hacerlo. En la planta de arriba, los colchones descansaban sobre el suelo desnudo. Cajas puestas del revés servían para sostener las lámparas resquebrajadas a cuya luz leían, y los libros que leían ya no eran preciadas posesiones, sino préstamos de la librería pública de Pikeville.
Samantha y Charlotte lavaban a mano cada noche sus mallas de correr, sus sujetadores deportivos, sus calcetines cortos y sus camisetas del equipo de atletismo, porque se contaban entre las poquísimas posesiones que se habían salvado de la quema.
—Sam. —Gamma señaló la máquina de aire acondicionado de la ventana—. Enciende ese cacharro para que se mueva un poco el aire aquí dentro.
Samantha observó el gran cajón de chapa hasta que dio con el botón de encendido. Empezó a oírse el ronroneo del motor. A través de la rejilla comenzó a salir un aire frío que olía ligeramente a pollo frito mojado. Samantha miró por la ventana, que daba al lateral del terreno. Cerca del destartalado establo había un tractor oxidado. A su lado, medio enterrada, se veía una herramienta agrícola de uso desconocido. El Chevette de su padre estaba cubierto por una costra de polvo, pero al menos no se había derretido hasta pegarse al suelo del garaje, como la ranchera de su madre.
—¿A qué hora tenemos que ir a buscar a papá al trabajo? —le preguntó a Gamma.
—Le traerá alguien del juzgado. —Gamma miró a Charlotte, que silbaba alegremente, absorta, mientras trataba de hacer un avión con un plato de papel—. Hoy tenía el caso ese.
«El caso ese».
Aquellas palabras rebotaron dentro de la cabeza de Samantha. Su padre siempre tenía algún caso entre manos, y siempre había gente que le odiaba por ello. No había ni un solo presunto delincuente en Pikeville, Georgia, al que Rusty Quinn no defendiera. Traficantes de droga. Violadores. Asesinos. Atracadores. Ladrones de coches. Pederastas. Secuestradores. Ladrones de bancos. Los sumarios de sus casos se leían como novelas de kiosco que siempre acababan igual: es decir, mal. Los vecinos del pueblo apodaban a Rusty «el abogado de los condenados», como al insigne jurista Clarence Darrow, aunque, que Samantha supiera, nadie había incendiado la casa de Clarence Darrow por sacar a un presunto asesino del corredor de la muerte.
Por eso había sido el incendio.
Ezekiel Whitaker, un negro acusado erróneamente de asesinar a una mujer blanca, había salido de la cárcel el mismo día en que una botella de queroseno encendida había sido arrojada por el ventanal de la casa de los Quinn. Por si acaso el mensaje no quedaba claro, el incendiario había pintado con espray AMANTE DE LOS NEGROS a la entrada de la casa.
Y ahora Rusty estaba defendiendo a un hombre acusado de secuestrar y violar a una chica de diecinueve años. Tanto el hombre como la chica eran blancos, pero aun así los ánimos estaban soliviantados porque el acusado pertenecía a una familia marginal y la víctima era de buena familia. Rusty y Gamma nunca hablaban abiertamente del caso, pero los pormenores del crimen eran tan sórdidos que los rumores que corrían por la localidad se habían colado por debajo de la puerta y las rejillas de ventilación y se habían introducido en sus oídos por la noche, cuando trataban de dormir.
«Penetración con un objeto desconocido».
«Retención ilegal».
«Delitos contra natura».
Había en los archivos de Rusty fotografías que incluso Charlotte, pese a su curiosidad innata, sabía que no debía mirar, porque algunas de ellas mostraban a la chica colgada en el granero, frente a la casa de su familia, porque lo que le hizo aquel hombre era tan espantoso que no podía seguir viviendo con ese recuerdo y se había quitado la vida.
Samantha iba al colegio con el hermano de la víctima. Era dos años mayor que ella, pero, como todo el mundo, sabía quién era Rusty, y recorrer el pasillo flanqueado de taquillas era como recorrer la casa de ladrillo rojo mientras las llamas le arrancaban la piel.
El fuego solo la había despojado de su cuarto, de su ropa y de sus pintalabios robados. Pero Samantha había perdido también al chico al que pertenecía la cazadora de cuero, a los amigos que solían invitarla a fiestas, al cine y a dormir en sus casas. Hasta su querido entrenador de atletismo, con el que entrenaba desde sexto curso, empezó a alegar, poniendo excusas, que no tenía tiempo de seguir entrenándola.
Gamma le dijo al director que iba a sacar a las chicas del colegio y a quitarlas de atletismo para que la ayudaran con la mudanza, pero Samantha sabía que era porque Charlotte volvía a casa llorando todos los días desde el incendio.
—Vaya mierda. —Gamma cerró la caja de cartón, renunciando a encontrar la sartén—. Espero que no os importe cenar vegetariano esta noche, chicas.
A ninguna de las dos le importaba porque carecía de importancia. Gamma no solo cocinaba de pena, sino que reaccionaba con agresividad hacia todo lo que tuviera que ver con la cocina. Odiaba las recetas. Tenía la guerra declarada a las especias. Como un gato montés, se erizaba instintivamente ante cualquier intento de domesticación.
A Harriet Quinn no la llamaban Gamma porque de pequeña le costara pronunciar la palabra «mamá», sino porque tenía dos doctorados, uno en física y otro en una materia igual de sesuda de la que Samantha nunca se acordaba pero que, según creía, tenía algo que ver con los rayos gamma. Su madre había trabajado para la NASA y luego en el Fermilab, en Chicago, hasta que decidió regresar a Pikeville para hacerse cargo de sus padres moribundos. Si existía una historia romántica acerca de cómo Gamma renunció a su prometedora carrera científica para casarse con un abogado de pueblo, Samantha nunca la había oído.
—Mamá. —Charlotte se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos—. Me duele el estómago.
—¿No tienes deberes? —preguntó Gamma.
—De química. —Charlotte levantó la mirada—. ¿Puedes ayudarme?
—No es astrofísica. —Gamma echó los espaguetis en la cazuela de agua fría que había sobre el fogón. Giró el mando para encender el gas.
Charlotte cruzó los brazos por debajo de la cintura.
—¿Qué quieres decir: que como no es astrofísica debería ser capaz de hacerlos yo sola o que tú solo sabes de astrofísica y por tanto no puedes ayudarme?
—Hay demasiadas subordinadas en esta frase. —Gamma prendió una cerilla para encender el fuego. Su súbito silbido chamuscó el aire—. Ve a lavarte las manos.
—Creo que te he hecho una pregunta válida.
—Ahora mismo.
Charlotte gruñó melodramáticamente al levantarse de la mesa y echó a andar fatigosamente por el largo pasillo. Samantha oyó que se abría una puerta y que acto seguido se cerraba. Luego oyó abrirse y cerrarse otra.
—¡Jopé! —gritó Charlotte.
Había cinco puertas en el largo pasillo, todas ellas colocadas ilógicamente. Una conducía a un sótano sórdido. Otra, a un armario. Otra, la del medio, daba inexplicablemente al minúsculo dormitorio de la planta baja en el que había muerto el granjero. Otra conducía a la despensa. La restante era la del