La buena hija. Karin Slaughter

La buena hija - Karin Slaughter


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de plástico en cuyas junturas crecía un moho negro. Dentro del lavabo había un martillo de cabeza redondeada. Unos tiznajos de hierro mostraban los lugares donde el martillo había caído repetidamente dentro del lavabo. Era Gamma quien había descubierto el motivo: el grifo era tan viejo y estaba tan oxidado que había que darle un buen golpe a la manilla para que dejara de gotear.

      —Lo arreglaré este fin de semana —había dicho Gamma, como si aquel pequeño arreglo doméstico fuera un regalo que se haría a sí misma al final de una semana a todas luces difícil.

      Como de costumbre, Charlotte había dejado empantanado el minúsculo cuarto de baño. Había un charco de agua en el suelo y salpicaduras en el espejo. Hasta el asiento del váter estaba mojado. Samantha hizo amago de coger el rollo de toallitas de papel que colgaba de la pared y luego cambió de idea. Aquella casa le había parecido desde el principio un lugar de paso, un refugio temporal, y ahora que su padre le había dicho que iba a mandar al sheriff porque quizá la incendiaran como la otra, le parecía una pérdida de tiempo ponerse a limpiar.

      —¡A cenar! —gritó Gamma desde la cocina.

      Samantha se echó agua en la cara. Tenía el pelo lleno de polvo y los gemelos y los brazos llenos de churretes rojos, allí donde la arcilla se había mezclado con el sudor. Tenía ganas de darse un baño caliente, pero en la casa solo había una bañera con patas de garra y un cerco de color ocre alrededor del borde dejado por el anterior propietario, que durante décadas se había desprendido allí de la capa de tierra que cubría su piel. Ni siquiera Charlotte era capaz de meterse en aquella bañera, y eso que era una cerda.

      —Esto es tristísimo —había comentado su hermana al salir lentamente, marcha atrás, del cuarto de baño de arriba.

      Pero la bañera no era lo único que repelía a Charlotte. También estaba el sótano húmedo y tétrico. El desván lúgubre y lleno de murciélagos. El chirrido de las puertas de los armarios. La habitación donde había muerto el granjero solterón.

      Había una foto del granjero en el cajón de abajo del chifonier. La habían encontrado esa mañana, mientras hacían como que limpiaban. No se habían atrevido a tocarla. Se habían quedado mirando aquella cara redonda y melancólica y el presentimiento de algo siniestro se había apoderado de ellas, a pesar de que mostraba una típica escena agrícola de la época de la Gran Depresión, con un tractor y una mula. A Samantha le habían horrorizado los dientes amarillos del granjero, aunque ignoraba cómo algo podía parecer amarillo en una instantánea en blanco y negro.

      —¿Sam? —Gamma estaba en la puerta del cuarto de baño, mirando el reflejo de ambas en el espejo.

      Nadie las había tomado nunca por hermanas, pero saltaba a la vista que eran madre e hija. Tenían la misma mandíbula fuerte y los pómulos altos, las mismas cejas cuya curvatura la gente solía interpretar como indicio de soberbia. Gamma no era guapa, pero sí atractiva, con su pelo oscuro, casi negro y aquellos ojos azules claros que brillaban de gozo cuando descubría algo singularmente divertido o ridículo. Samantha tenía edad suficiente para recordar una época en que su madre se tomaba la vida con más humor.

      —Estás malgastando agua —dijo Gamma.

      Samantha cerró el grifo golpeándolo con el martillito y volvió a dejarlo en el lavabo. Oyó que un coche se acercaba por el camino. El agente enviado por el sheriff, lo cual resultaba sorprendente, porque Rusty rara vez cumplía sus promesas.

      Gamma se puso tras ella.

      —¿Sigues triste por lo de Peter?

      El chico cuya cazadora de cuero se había quemado en el incendio. El que le había escrito una carta de amor y que sin embargo ya no la miraba a los ojos cuando se cruzaban por el pasillo del colegio.

      —Eres muy guapa —dijo Gamma—, ¿lo sabías?

      Samantha vio arrebolarse sus mejillas en el espejo.

      —Más guapa de lo que era yo. —Gamma le acarició el pelo, retirándoselo de la cara—. Ojalá mi madre te hubiera conocido.

      Samantha casi nunca oía hablar de sus abuelos maternos. Por lo que había podido deducir, nunca le habían perdonado a Gamma que se marchara de casa para ir a la universidad.

      —¿Cómo era la abuela?

      Su madre sonrió, un poco nerviosa.

      —Se parecía mucho a Charlie. Era muy lista. Infatigablemente feliz. Siempre atareada y rebosante de energía. Una de esas personas que caen bien. —Meneó la cabeza. A pesar de sus títulos académicos, Gamma aún no había descifrado la ciencia de la sociabilidad—. Tenía mechones de canas antes de cumplir treinta. Decía que era porque su cerebro trabajaba a marchas forzadas, pero ya sabes, naturalmente, que el pelo es, de partida, blanco. Recibe melanina a través de células especializadas llamadas melanocitos que se encargan de llevar el pigmento a los folículos pilosos.

      Samantha se recostó en brazos de su madre. Cerró los ojos y disfrutó de la melodía, tan familiar para ella, de su voz.

      —El estrés y las hormonas pueden reducir la pigmentación, pero en aquella época su vida era muy sencilla: era madre, esposa y maestra de la escuela parroquial, así que podemos dar por sentado que sus canas eran resultado de un rasgo genético, lo que significa que a Charlie o a ti, o a las dos, podría ocurriros lo mismo.

      Samantha abrió los ojos.

      —Tú no tienes canas.

      —Porque voy a la peluquería una vez al mes. —Su risa se apagó enseguida—. Prométeme que siempre cuidarás de Charlie.

      —Charlotte no necesita que nadie la cuide.

      —Hablo en serio, Sam.

      Samantha sintió que le temblaba el corazón al advertir el tono insistente de Gamma.

      —¿Por qué?

      —Porque eres su hermana mayor y ese es tu cometido. —Agarró las manos de su hija. Tenía la mirada fija en el espejo—. Estamos pasando por una mala racha, mi niña. No voy a decirte que las cosas van a mejorar, sería mentirte. Charlie necesita saber que puede apoyarse en ti. Tienes que ponerle el testigo en la mano firmemente cada vez, esté donde esté. Búscala, no esperes a que ella te busque a ti.

      Samantha sintió una opresión en la garganta. Gamma le estaba hablando de otra cosa, de algo más serio que una carrera de relevos.

      —¿Es que te vas a ir?

      —No, claro que no. —Su madre frunció el ceño—. Solo digo que tienes que ser una persona útil, Sam. Creía de verdad que habías superado esa fase tan tonta y dramática de la adolescencia.

      —Yo no…

      —¡Mamá! —gritó Charlotte.

      Gamma hizo volverse a Samantha. Agarró su cara entre sus manos ásperas.

      —No voy a ir ninguna parte, cielo. No puedes librarte de mí tan fácilmente. —La besó en la nariz—. Dale otro martillazo a ese grifo antes de venir a cenar.

      —¡Mamá! —chilló Charlotte.

      —Santo cielo —se quejó Gamma al salir del baño—. ¡Charlie Quinn, no me grites como una verdulera!

      Samantha cogió el martillito. El fino mango de madera estaba siempre mojado, como una esponja maciza. La cabeza redondeada tenía el mismo color rojo óxido que la tierra de la explanada. Golpeó el grifo y esperó para asegurarse de que no goteaba.

      —Samantha… —dijo su madre.

      Notó que arrugaba la frente y se volvió hacia la puerta abierta. Su madre nunca la llamaba por su nombre completo. Incluso Charlotte tenía que soportar que la llamara Charlie. Gamma decía que algún día se lo agradecerían. A ella le habían publicado muchos más artículos y había conseguido más fondos para investigar cuando firmaba como Harry que cuando firmaba como Harriet.

      —Samantha. —Su tono era frío como una advertencia—.


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