Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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hubiera todavía pocos, empezaban a aparecer los primeros coches: los más pudientes gustaban de mos­trarlos.

      Aprovechando la niebla dos jóvenes a caballo picardeaban con unas damas. La comedia de la vida convivía con el paseo tranquilo de matrimonios, como don Diego y doña María y otras parejas principales, que se saludaban, entre plátanos y robles.

      En verano se paseaba hasta la noche, pero en invierno, pese a ir bien abrigados, los vallisoletanos se quedaban el tiempo imprescindible para tomar el aire.

      Cogiendo al dominico del brazo, Diego lo hizo avanzar a su lado. Su mujer se retrasaba unos pasos con sus doncellas. Una capa de buen paño flamenco como la de su marido la protegía del frío. El sol apenas calentaba. Su luz era fría y triste en medio del invierno meseteño.

      Los castellanos decían que la corte del nuevo rey traía las nubes y brumas de Flandes.

      —¿Y qué os trae por Valladolid? No pensaba que fuerais animal cortesano…

      Las Casas tenía un punto de pedantería que lo llevaba a abusar, en su lenguaje, de imágenes literarias. Mirándolo, dijo, con cierta afectación, que, aunque él no lo fuera, la corte de un príncipe recordaba el arca de Noé, por haber en ella animales de toda clase.

      —Los hay, pero el que vale poco es olvidado y el que mucho, perseguido… Mucho cortesano, pero poca cortesía.

      —Bien lo sé, y vengo, como vuestra merced, a reclamar justicia y a hablar de las Indias… Ya sabrá que pretendo que el rey esté enterado de lo que ocurre allá.

      —A eso venimos todos.

      —Hablando de vuestros derechos, no sé si estáis enterado de algo que he sabido y que os concierne…

      Sin más, fray Bartolomé le desveló lo dicho por De Veere.

      Aunque al principio siguieron caminando, al poco el segundo almirante de Indias se detuvo bruscamente.

      —Ah, eso sí que no. ¡Eso sí que no! —exclamó al tiempo que la sangre se le retiraba del rostro. Había adquirido tal palidez que la gente que paseaba cerca dejó de conversar para mirarlo con curiosidad.

      —¿Qué sucede, Diego? —dijo María, acercándose.

      7

      Diego Colón tenía la misma tez sanguínea que el padre. Los dos se iban pareciendo más a medida que el hijo también encanecía.

      —Llevo años pleiteando para que se reconozcan mis derechos, y ahora me entero de que el rey anda regalando lo que no le pertenece —protestó, cada vez más fuera de sí—. ¡Nueva España es de mi familia! ¡Y si no es nuestro, no será de nadie!

      —Nada está hecho todavía, don Diego, tranquilizaos —dijo fray Bartolomé—. Su majestad es joven… No sabe bien lo que hace. Es lo que estoy intentando explicar.

      Pero Diego Colón se sentía terriblemente afrentado.

      Toda su existencia había estado marcada por el gran proyecto familiar desde que con apenas ocho años, y recién muerta su madre, había salido de Portugal para ser acogido por los frailes de La Rábida. Los religiosos se ocuparon de él mientras su padre seguía a la corte, defendiendo su proyecto ante juntas de sabios hasta conseguir que Isabel y Fernando autorizasen su viaje y firmasen las capitulaciones que lo habían convertido en virrey de todos los territorios descubiertos…

      Nadie había disfrutado tanto con su regreso triunfal tras el descubrimiento. Y mientras se organizaban los siguientes viajes se vio obligado a quedarse en la corte como paje de la reina Isabel.

      Durante años Diego y su hermano habían sido testigos lejanos de las hazañas paternas y por último de su injusta y triste prisión, cuando se le retiraron arbitrariamente sus derechos y el comendador Bobadilla lo hizo regresar a España cargado de cadenas. Desde entonces perseguían al viejo rey Fernando reclamando unos derechos que el aragonés ya no respetaba, en espera de que unos pacientísimos magistrados dictaminasen sobre el asunto.

      —¡La tierra firme del sur fue descubierta por mi padre, y a mí me corresponden todos los derechos sobre ella! —se exaltó—. ¡No aceptaré una nueva injerencia, y menos de un flamenco!

      —Tranquilizaos, Diego, os lo ruego. Ya veremos lo que puede hacerse —dijo su esposa, preocupada por la atención que seguían atrayendo. Y posó sus ojos en el sevillano—. El rey aún no nos recibe. Por el momento nos desaira públicamente. Pero vos, fray Bartolomé, veis al canciller todos los días, y él ve a su vez a diario a Carlos. ¿No podríais interceder por nosotros ante su majestad?…

      III. HABLA HERNANDO COLÓN

      Valladolid, enero de 1524 (cuarto pleito colombino)

      «(…) Señores miembros del Consejo y magistrados del reino de Castilla, vuestras señorías me conocen de sobra. Soy Hernando Colón y actúo como procurador de mi hermano Diego, actual almirante de Indias, quien inicia este nuevo pleito para demostrar lo injusto de la revocación de su cargo, cuando, según lo capitulado en Santa Fe por mi familia con la Corona, nos corresponde de manera vitalicia la gobernanza sobre todas las tierras descubiertas, ya sean islas o tierra firme, es decir, tanto La Española, Cuba o Jamaica, como el Darién, en el sur, o Nueva España o la Florida. Por eso arrancó mi familia un primer pleito en el año ocho. Y el contencioso volvió a plantearse en el doce, cuando el fiscal de la Corona pretendió hacer creer que aquellas tierras del Darién no fueron descubiertas en primer lugar por Cristóbal Colón sino por Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa y Américo Vespucio, durante sus viajes ilegales. Algo que se probó ser falsedad manifiesta, y no volveré sobre ello para no eternizar mi intervención. El caso es que, no satisfecha con la resolución, la Corona inició un nuevo pleito bajo la premisa absurda de que el verdadero descubridor de las Indias fue Martín Alonso Pinzón, como sostuvo en su día el ya fallecido Vicente Yáñez. Y a continuación, cosa increíble, mi hermano Diego fue depuesto de su cargo de gobernador de La Española por unos mal probados abusos de los que procuramos en vano defendernos año tras año con estos pleitos. Y es por ello por lo que, como procurador suyo, me veo obligado a reclamar por enésima vez lo que se debe a mi familia. Por eso aquí me tienen vuestras señorías de nuevo ante este tribunal de infausto recuerdo para los Colón. Aunque basta de agravios históricos y vayamos con los hechos recientes. Y es que no contentos con intentar escamotear a mi familia el honor de haber descubierto las Indias, ahora se le cuestiona a mi hermano la conquista de Cuba. Pues bien, ya que esta sala me obliga a referirme a ello, lo hago con una total fidelidad, dado que estuve presente. Aquello se logró nada más llegar a Santo Domingo, en el año ocho, cuando por fin el almirante, mi hermano Diego, tomó posesión de su cargo, con las asfixiantes limitaciones impuestas por la Corona. Ese año regresábamos los Colón a las tierras que nos corresponden por ley y el segundo almirante de Indias, animado por mis tíos Bartolomé y Diego, su tocayo, que nos acompañaban, estaba tan ansioso por extender la gloria de su familia que lo primero que hizo fue planear y ejecutar sin tardanza la conquista de la vecina isla de Cuba. Y lo hizo con la ayuda de Diego Velázquez de Cuéllar, hoy gobernador de la isla y en su tiempo servidor nuestro. La conquista duró apenas tres semanas. En ese tiempo quedó el territorio bajo su jurisdicción legítima. Tres semanas, repito. Y diré, ya que su nombre está en boca de todos últimamente, que, en todo ese tiempo de Hernán Cortés no supimos nada. El señor Cortés era entonces secretario de Diego Velázquez, recién nombrado gobernador de Cuba, que a su vez servía a don Bartolomé Colón, mi tío. Una circunstancia que desde entonces los cortesanos se empeñan en disimular, puesto que no conviene a tan grande conquistador haber sido sirviente. Pero así fue. Y hasta criado servil, toda vez que en la época no recuerdo yo que le alzase nunca la voz a Diego Velázquez. Su única gesta por entonces, si acaso, fue que cortejó y sedujo a la hoy fallecida Catalina de Juárez, familiar de Diego Velázquez, a la que desairó públicamente al negarse a tomarla en matrimonio cuando ya había consentido gozar de sus favores. Todo aquello resultó en el lamentable espectáculo de su persecución por parte del legítimo gobernador de la isla, que acabó, si no recuerdo mal, en un encierro en una iglesia. Y no fue sino tras protagonizar


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