Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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      —Ya entendí perfectamente lo que dijo el Cacique Gordo de Zempoala: «De ir, id al menos con diez mil guerreros que te entregaremos». Pero entonces repuse que no sería propio, que bastaría con mil para cargar con los falconetes y los fardos de mis españoles. Si anuncié al propio embajador de Moctezuma que llegaría, ¿qué pensaría si al final no aparezco?

      »¿Qué pensarían nuestros aliados si, después de propagar a los cuatro vientos que nos presentaríamos en Tenochtitlán, lo rehuimos como hombres vulgares? ¿No os dais cuenta de que, en cuanto volviéramos las espaldas, todos nos traicionarían y lo conseguido hasta hoy se vendría abajo?

      Pedro de Alvarado y el resto de los capitanes reunidos a caballo, al frente de la comitiva detenida, enmudecieron ante semejantes razones. El sol estaba alto en el cielo. Este era frío y desnudo como frías y desnudas eran las tierras de México. Aquello fue lo primero que les sorprendió, viniendo de las islas tropicales, y por la similitud con el clima de la meseta castellana bautizaron al lugar Nueva España.

      —Estaréis de acuerdo conmigo en esto, señores —dijo Cortés.

      Los capitanes estaban acostumbrados a la tozudez del de Medellín. Y también a que al final la suerte, contra todo pronóstico, le sonriera. ¿O acaso no había caído, en cuestión de meses, la mitad de un inmenso imperio en sus manos?

      Incluso en el peor momento, en medio de una batalla contra los indios de la beligerante Tlaxcala, cuando todo parecía perdido, después de combatir días enteros y estando los españoles exhaustos, en el último suspiro los tlaxcaltecas habían abandonado la lucha y enviado embajadores para anunciar que, siendo tan buenos guerreros y enemigos también de Moctezuma, preferían hacer la paz.

      Desde entonces, la alianza se mantenía y recibían cada vez más embajadas de otros pueblos con queja de Moctezuma. La mayoría, impresionados con que se les rindiesen los tlaxcaltecas, tal y como había anticipado el Cacique Gordo, se les declaraban vasallos y los reconocían, sin más, como sus nuevos señores.

      —Estaréis de acuerdo en que lo logrado se vendría abajo si nos volvemos ahora —repitió Cortés, paseando sus ojos vivaces por los rostros que le rodeaban.

      Los barbudos capitanes, uno tras otro, gruñeron su asentimiento. Los más reacios, como de costumbre, eran quienes tenían haciendas en Cuba.

      A un lado aguardaban Marina y Jerónimo de Aguilar, los lenguas de los españoles. A Jerónimo lo habían hallado cuando desembarcaron para abastecerse en la isla de Cozumel. Después de sobrevivir a un naufragio. Cuando lo encontraron iba con taparrabos y arco, y aunque ahora vestía de nuevo camisa y jubón, llevaba el cabello largo y trenzado y las orejas horadadas como los mayas.

      A Marina, a su vez, había quien la sospechaba preñada. Era cierto que Cortés se había casado en Cuba con Catalina Juárez, pero todos sabían que había sido un matrimonio forzado.

      Además, Marina había mostrado su valía como mediadora con los caciques. Era la compañera de Cortés y se la respetaba. Hasta los propios indios, que a él lo llamaban Malinche, ‘señor’, habían dado en llamarla la Malinche, sobrenombre con el que ella parecía conforme…

      2

      —Una vez resuelto eso, tenemos un dilema, señores, y es la razón por la que os convoco. A partir de aquí se abren dos sendas ante nosotros. Los guías le dicen a doña Marina —dijo, volviéndose hacia ella— que una cruza la sierra y está llena de troncos que dificultarán el avance de nuestros caballos.

      »La otra, limpia y barrida, es la que nos aconsejan los embajadores de Moctezuma. Pero nuestros aliados nos previenen que Moctezuma espera que vayamos por ahí y nos tiene preparada una celada con muchos hombres.

      —¿Son fidedignas esas noticias? —preguntó el de Alvarado, alzando su gran cabeza. La melena rubia le caía en cascada por debajo del casco. Eso, las rosadas mejillas y los ojos claros le daban un aspecto que impresionaba a los indios. Algunos le llamaban Tonatiuh, nombre que daban al dios Sol—. ¿No nos envió la última vez embajadores de paz ese gran Moctezuma?

      —Igual que antes intentó que nos mataran en Cholula… Es hombre mudable.

      En Cholula, gran centro de peregrinación donde se rendía culto a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, se habían encontrado una ciudad vacía de mujeres y niños, con barricadas en la calle y estacas escondidas bajo la tierra para frenar a los caballos.

      La actitud de sus habitantes los puso sobre aviso.

      Cortés confirmó sus sospechas a través de una vieja india que habló con Marina, y se anticipó, convocando a sus anfitriones en la plaza central de la ciudad para masacrar a miles de hombres que no estaban preparados aún para la guerra. Desde entonces, un aura de crueldad que atemorizaba a los indios los seguía allá por donde avanzaban.

      —No es mudable —intervino doña Marina. Su castellano era ya sorprendentemente fluido. Con el paso de los meses había dejado de ser una mera comparsa y hablaba incluso cuando no se lo pedía Malinche, algo que a Cortés no le molestaba, sino al contrario: le descargaba trabajo. Poco a poco afloraba su señorío natural, pues había crecido en casa de caciques antes de ser vendida como esclava al morir su padre—. Hace caso a lo que le dicen los dioses. Y cada vez que los consulta, las respuestas cambian.

      —Lo mismo da. Os pregunto de nuevo, señores: ¿merece la pena asumir el riesgo?

      —¿Y cuál es la alternativa? —preguntó Alvarado, como portavoz de los capitanes. Su brusquedad era el contrapunto cotidiano a las a veces alambicadas razones de Cortés—, ¿podemos progresar por el camino difícil?

      —La alternativa es poner a todos los indios que llevamos con nosotros a limpiar el terreno —dijo Cortés. Y se volvió hacia la ringla de tlaxcaltecas y totonacas que esperaban la traducción de Marina y Jerónimo de Aguilar.

      Los últimos embajadores de Moctezuma, cubiertos por sus mantas de invierno y en literas portadas cada una por ocho hombres, miraban hacia la reunión de capitanes a caballo. Ambos intentaban descifrar el sentido de la discusión y ojeaban interrogadoramente a la impasible Marina.

      Los embajadores les habían explicado que, en aquella tierra, cuando dos comunidades se enemistaban el camino entre ellas se bloqueaba con árboles y cactus. Era una señal de malas relaciones entre pueblos vecinos. No tenía nada que ver con los teules.

      3

      —¿Qué decidimos, señores?

      Los caballos empezaban a removerse. Aquello se alargaba y algún animal hacía sus deposiciones. Los capitanes, tras mirarse unos a otros, optaron por «la difícil», sin mucho entusiasmo. Les costaba negar su asentimiento a Cortés, que por el momento contaba solo con éxitos a sus espaldas.

      —Pues entonces, queda decidido. Nada se consigue sin dificultades y no hay camino tan llano que no tenga algún barranco. Comunicádselo, señores, a los hombres. Y tú, Marina, acompáñame a explicárselo a los embajadores de Moctezuma.

      Mientras los capitanes volvían con sus soldados y transmitían a voces la decisión, Marina y Cortés se acercaron a los expectantes enviados. Ella les habló en náhuatl y los dos, contrariados, negaron con la cabeza.

      —Dicen que Moctezuma ha limpiado el camino para que Malinche no encuentre barreras a su paso y haga un viaje cómodo. Moctezuma no estará contento viendo que los teules cruzan por medio de la Sierra Nevada.

      Cortés fijó la mirada en las literas de los caciques, ricamente labradas, adornadas con plumas verdes y pedrería engastada. Las portaban esclavos bien alimentados y tan silenciosos que a veces se preguntaba si les habrían cortado la lengua. Todavía no se acostumbraba a la riqueza de aquellos pueblos del Nuevo Mundo, tan diferentes de los indios salvajes y sin cultura de las islas.

      —Diles que me complace ir por el camino más hermoso, para disfrutar de las vistas de esta sierra suya que tanto me recuerda a las montañas de Granada…

      Unos


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