Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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unos con ballesta, otros con arcabuz, los capitanes a caballo y el resto a pie.

      Les seguían, en apretadas filas, tlaxcaltecas con sus atuendos de guerra, y cerraba la comitiva una multitud de totonacas desarmados que cargaban con las pelotas de los falconetes, los fardos con los pertrechos y suministros.

      Entremezclados con ellos iban las cocineras, mujeres indígenas que los acompañaban desde el principio y que aceptaban a la Malinche como su señora.

      En cuanto a los barbudos, no llegaban a los cuatro centenares. Sus efectivos menguaban por bajas en las luchas, al tiempo que aumentaban los guerreros aliados que se les iban sumando. Al expandirse las noticias de sus victorias, muchos caciques acataban la obediencia al misterioso emperador Carlos.

      A cada nuevo cacique sometido se le reclamaba un tributo en oro no excesivamente enojoso. De esta forma, lo aceptaban contentos de librarse del yugo de Moctezuma.

      También se les exigía el cese de los sacrificios, y colocar en los templos una cruz como signo de la religión verdadera. Marina se lo explicaba y a veces los lugareños lo aceptaban sin dificultad. En otras ocasiones, cuando Cortés percibía una excesiva resistencia, consentía que siguiesen venerando a sus antiguos dioses junto a la cruz, siempre y cuando se detuvieran los sacrificios.

      Hacía casi un año que habían desembarcado en las costas de Yucatán y durante ese tiempo, cada vez que se encontraban con emisarios de Moctezuma, el de Medellín les había manifestado su intención de ir a verle en persona, algo que por fin estaba cumpliendo.

      4

      Tenían por delante cuatro días de viaje a través del camino escogido, entre dos volcanes humeantes que despertaban cada poco con tímidas erupciones que emborronaban parte del cielo. Cada cierto tiempo, en la escarpada Sierra Nevada, había que detenerse a apartar un árbol recién talado, en general uno de esos gruesos pinos del Nuevo Mundo, cruzado en el sendero.

      A veces encontraban un cúmulo de rocas caídas o empujadas desde un peñascal cercano. Pero el camino lo despejaban los tlaxcaltecas o los totonacas con paciencia. Los españoles ayudaban. Y en todo momento avanzaban por delante sus corredores de campo a caballo, para ir descubriendo el terreno, seguidos siempre por peones muy sueltos, por si acaso.

      Aunque los embajadores de Moctezuma se habían enfadado y hablaron bastante entre sí, pronto se resignaron a acompañarlos, con expresión fastidiada.

      Cada vez hacía más frío en aquella sierra cuyos picos altos estaban perennemente nevados, y cada poco salían a recibirlos caciques de las poblaciones cercanas.

      La mayoría llegaba en son de paz y hacía el saludo mexica, inclinándose para tocar el suelo y besarse después la mano. A todos les indicaba Cortés que venía sin ánimo hostil, invitado por el gran señor Moctezuma.

      A medida que ascendían, la nieve fue cubriendo la tierra con su frío manto.

      En general, procuraban pernoctar en caseríos que utilizaban a modo de albergue los mercaderes locales. Se calentaban en torno a las hogueras, provistos de mantas que llevaban consigo o les regalaban los lugareños.

      Los barbudos dormían armados. Sabían que los papas mexicas hacían creer a los suyos que perdían sus poderes cuando llegaba la noche. La consigna era estar siempre avisados, y se cumplía. ¡Vaya si se cumplía! Su pellejo dependía de la vigilancia. Y eso que el último cacique que se había acercado aseguró que no había necesidad de tanto cuidado.

      —Llegan noticias de que Huitzilopochtli, el dios que venera Moctezuma, viendo que no llegáis por donde esperaba, ha aconsejado a sus papas que se os deje pasar y que, cuando entréis en la ciudad, os maten. Los habitantes de Tenochtitlán son muchos miles: os será imposible escapar.

      »Por tanto, no temáis nada durante el trayecto, y temedlo todo cuando estéis en la capital de Moctezuma. Y mejor aún: no vayáis, como os aconsejan vuestros aliados.

      Con buen semblante, Cortés contestó que no temían a los mexicas y que, como teules que eran, nadie tenía el poder de matarlos, salvo el Dios de los cristianos.

      La última mañana, bajando ya de la sierra, se les presentaron dos embajadores que traían como presentes muchas mantas para el frío.

      —Malinche, a Moctezuma le pesa el trabajo que pasáis en venir de tan lejos y envía a decir que te dará mucho oro y plata para tu emperador si no vas a Tenochtitlán. El gran Moctezuma te pide que regreses por donde viniste. Y te advierte de que en Tenochtitlán están todos en armas y te será imposible entrar. ¿Por qué empeñarte en continuar?

      Con el rostro ligeramente enrojecido por el frío, Cortés los abrazó a ambos. Dijo, a través de Marina, que se maravillaba de que Moctezuma tuviera tantas mudanzas de parecer, pero con respecto a no ir, no creía que estando tan cerca de Tenochtitlán fuera bueno tomar el camino de vuelta.

      —Si Moctezuma enviara embajadores a don Carlos y este les rogase que se volvieran sin haber hablado, ¿qué pensaría Moctezuma de él? ¿Y si los mensajeros regresasen? Los tendría por cobardes. Decidle que de una manera u otra he de entrar en Tenochtitlán. A él y solo a él le daré recado de lo que vengo a hablar.

      5

      Por fin llegaron a la gran laguna que rodeaba la ciudad de México o Tenochtitlán, pues por ambos nombres se la conocía.

      Antes, como llegaban por el sur, alcanzaron una pequeña urbe de dos mil almas asentada en el extremo más alejado del lago. Allí les esperaba el señor local, con un fastuoso festín preparado. Había muchas viandas que dejaron intactas, ya que Cortés, desconfiado, ordenó que nadie tocase ni bebiese nada e hizo ver a sus capitanes que para entrar y salir del lugar había que pasar por una calzada estrechísima.

      Nadie protestó y la tropa abandonó cuanto antes la ratonera.

      Tras un nuevo tramo de tierra firme se encontraron en lo alto de un cerro desde el que se descubría una vista del lago de Texcoco. La ligerísima niebla embrumaba el paisaje. La laguna estaba rodeada por altas montañas nevadas de las sierras. Solo ahora, aprovechando la elevación del terreno, se constataba lo grande que era y las muchas pequeñas poblaciones en sus orillas.

      La más impresionante era la propia Tenochtitlán, en el interior mismo del agua, envuelto en bruma. No se podía acceder sino por medio de tres grandes calzadas que, desde las orillas, cruzaban el agua tan derechas y a nivel y bien hechas, se maravillaron todos, como las de los romanos.

      —Aquí estamos. Veni, vidi… —bromeó Hernán Cortés, según tomaban la que arrancaba en el pueblo de Iztapalapa, donde los primeros grupos de indios admirados los dejaron pasar.

      A sus espaldas los capitanes advirtieron a sus tropas que se mantuviesen alerta.

      A los barbudos no les pillaba de nuevas la topografía de la ciudad de Moctezuma. Durante los últimos meses, cada vez que llegaba un embajador o hablaba con un cacique y este les glosaba sus maravillas, Cortés se la hacía dibujar. Aparte de que, en Cholula, uno de sus hombres de confianza, el capitán Ordaz, había subido a pie y por su cuenta a la cima del gran volcán, que soltaba cada poco fuego y ceniza, desde cuyas alturas había podido divisar el lejano gran lago.

      Según avanzaban por la calzada, no dejaba de sorprenderles la magnificencia de Tenochtitlán. Era una Venecia con mayúsculas, mayor incluso que Roma, más rica que cualquier pueblo por el que hubieran pasado hasta entonces. Al atravesar Iztapalapa, los mexicas, cubiertos con vistosas mantas y adornos de plumas, se asomaron a la puerta de sus casas y a las azoteas. Los jóvenes eran los más asombrados.

      No se escuchaba una sola voz mientras pasaban.

      Solo se oían los cascos de caballos, el sonido de los pasos sobre el suelo. Aún no había salido ningún principal a recibirlos y supusieron que los esperaban en Tenochtitlán, ya visible hacia el norte. La calzada cruzaba en línea recta la laguna.

      Era un día de noviembre, hacía frío, aunque no tanto como en la sierra. Al mediodía, el sol rivalizaba con el de Castilla.


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