Bailén. Benito Pérez Galdós

Bailén - Benito Pérez Galdós


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notado que vivías, te habían llevado a un paraje próximo para prodigarte algunos cuidados. Grande fué mi alegría cuando te vi abrir los ojos, cuando te oí pronunciar frases obscuras, y observé que tus heridas no parecían de mucha gravedad; así es que en cuanto dimos sepultura a tu buen amigo, me ocupé de los medios de traerte a mi casa. Rogué a las pobres mujeres que te cuidaran un momento más, mientras yo volvía con una camilla, y al salir de la huerta me regocijaba con la idea de participar a Inés que estabas vivo. «¡Cuánto se alegrará la pobrecita!», decía para mí, y yo me alegraba también, porque había comprendido por sus palabras que aquella flor de Jericó te apreciaba bastante, ¿no es verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras sido nuestro criado, tú nos hubieras servido fielmente, ¿no es verdad?... Pues bien, hijo: como te iba diciendo, corrí desalado a comunicarle la feliz nueva de tu salvación, y cuando entré en la casa donde la había dejado, Inés ya no estaba allí. Aquellas señoras desconocidas dijéronme que Lobo se había llevado a Inés, y como yo les manifestara mi extrañeza, mi indignación, llamáronme estúpido y me arrojaron de su casa. Volé a la de ese miserable ladrón; mas no le pude ver ni en todo aquel día ni en los siguientes. Figúrate mi desesperación, mi agonía, mi locura; yo no sé cómo no entregué el alma a Dios en aquellos días, porque además de mi gran pena, me consumía una fuerte calentura, a consecuencia de la herida de esta mano, pues bien viste que perdí dedo y medio en la calle de San José.... ¿Crees que me curaba? Ni por pienso. Después que el boticario de la Palma Alta me vendó la mano no volví a acordarme de tal cosa, y no digo yo dedo y medio, sino los cinco de cada mano me hubiera yo arrancado con los dientes, con tal de hallar a mi idolatrada Inés, ¡a aquella rosa temprana, a aquel jazmín de Alejandría!... Durante este tiempo no me olvidé de ti, pues el mismo día 3 te hice conducir a esta casa, que es la mía, en la cual has permanecido hasta hoy, y donde, gracias a los cuidados de tan buena gente, has recobrado la salud.

      —¿Pero Lobo ha desaparecido también?—pregunté con afán—. Si no ha desaparecido, bien puede obligársele a decir qué ha hecho de Inés.

      —Al cabo de diez días le encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que me dijo el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de mí, llamándome bobo y mentecato, me dijo que no pensara en volver a ver a Inés, porque la había entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene padres?», le dije. Y él me contestó: «Sí, y son personas de las principales de España, por lo cual he creído de mi deber entregarles la infeliz jovenzuela, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera de su rango y entre personas de inferior condición.» Me quedé atónito; pero al punto comprendí que esto era invención de aquel inicuo tramposo, embaucador, y en mi cólera le dije las más atroces insolencias que han salido de estos labios. ¿No crees tú como yo que lo de entregarla a sus desconocidos padres es pura fábula de Lobo para ocultar así su crimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo? ¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo? ¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid; he pasado noches enteras junto a la casa de la calle de la Sal examinando quién entraba y quién salía; he dado dinero a los criados, aguadores, lavanderas, a los escribientes del licenciado, a cuantas personas visitaban la casa; pero nadie me ha sabido dar razón, nadie, nadie. ¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para morirse de pena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para sacarla del poder de sus tíos; cometer grandes pecados y exponer uno su alma a las horribles penas del Infierno para ver desvanecida como el humo aquella esperanza encantadora, aquella soñada dicha y suprema felicidad!... ¿Será castigo de Dios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas lo que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir a Dios que me perdone o que me devuelva mi Inesita, aunque no me perdone? ¿Crees tú que concurriendo a la bóveda de San Ginés con gran constancia y devoción podré alcanzar de Dios alguna misericordia? ¡Ay! Si las lágrimas que he derramado hubiesen caído todas en el corazón de ese infame Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo el efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo abominable y devuelvas a la niña su anhelada libertad, así como a mí la paz del alma, que he perdido quizás para siempre.

      Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de compadecerle por los tormentos de su alma, tan apasionada como inocente. No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche, siempre sobre el mismo tema y con iguales demostraciones dolorosas. Al fin su voz se perdió para mí en el vacío de un silencio profundo, porque me quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad a la fatiga y flaqueza de ánimo que me consumían aún.

       Índice

      Al día siguiente, la primera persona que vieron mis ojos fué D.ª Gregoria, a quien ya había empezado a tomar cariño, pues tan propio de la caridad es inspirarlo en poco tiempo. La mujer del Gran Capitán limpiaba la sala, procurando mover los trastos lentamente para no hacer ruido, cuando desperté, y al punto lo dejó todo para correr a mi lado.

      —Esa cara está respirando salud—me dijo—. Veremos lo que dice hoy D. Pedro Nolasco cuando te vea.

      —¿Y quién es ese D. Pedro Nolasco?—pregunté, sospechando fuera algún médico afamado de la vecindad.

      —¿Quién ha de ser, hijo? El albéitar, que vive en el cuarto número 14. Aquí no gastamos médico porque es bocado de príncipes. Y cuando Fernández padece del reuma, le ve D. Pedro Nolasco, que es un gran doctor. A él debes la vida, chiquillo, y él te sacó del costado la bala; que si no a estas horas estarías en el otro mundo.

      Oído esto, hícele varias preguntas acerca de su condición y la calidad de la casa, a las que satisfizo bondadosamente, diciendo que su esposo era portero en una oficina del ramo de la Guerra, y que con su sueldo y lo que el Sr. Juan de Dios les daba por su modesto pupilaje pasaban la vida pobres y contentos.

      —Esta no es casa de huéspedes, porque nosotros no queremos barullo—añadió—; pero hace mucho tiempo que conocemos al Sr. de Arróiz y por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcaz que has visto anoche, y que no ha de tardar en venir, es un joven a quien conocimos en Alcalá, cuando estábamos allí establecidos y él dejaba sus estudios en aquella célebre Universidad para correr la tuna. Ha sido muy calavera, y sus padres no le han vuelto a ver desde que se marchó a Francia hace quince años huyendo de una persecución muy merecida por mor de sus barrabasadas y viciosas costumbres. ¡Desgraciado joven! Allá fué soldado, y cuando nos cuenta sus trabajos y penalidades, nos quedamos como si oyéramos leer la novela El asombro de la Francia, Marta la Romarantina, aunque Santiago dice que todo lo que cuenta es mentira. A pesar de su mala cabeza, nosotros apreciamos a este tarambana de Santorcaz, y él no nos quiere mal; así es que cuando se aparece por España, siempre viene a parar a nuestra casa, donde le damos hospitalidad por bien poco dinero. ¡Ay!, sí, por bien poco dinero; verdad que si le pidiéramos mucho, el infeliz no podría dárnoslo, porque no lo tiene. Y no es porque haya nacido de las hierbas del campo, pues a un buen solar de tierra de Salamanca pertenece su familia; sólo que como no es primogénito..., su padre se empeñó en dedicarle a la Iglesia y el pobre chico no tenía afición de misacantano....

      Estábamos D.ª Gregoria y yo enfrascados en este coloquio, que no dejaba de interesarme, cuando volviendo de su oficina D. Santiago Fernández, quitóse gravemente el pesado uniforme, que su consorte colgó en la percha, no lejos de la amenazadora lanza, y se dispuso a comer.

      —Grandes noticias te traigo, mujer—dijo con retozona sonrisa, sentado ya en el sillón de cuero y con ambas manos posadas en las respectivas rodillas, mientras con lento compás movía el cuerpo—. Te vas a poner más contenta....

      —No puede ser sino que el Gran Duque ha reventado ya de los cólicos que padecía.

      -No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo que Navalagamella le había declarado la guerra a la canalla? No es Navalagamella sólo, mujer: es Asturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Burgos, Valladolid, y se cree que también Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz.


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