El Precio Del Infierno. Federico Betti
todavía eufórico.
–Tenemos que celebrarlo –dijo ella sacándole las palabras de la boca.
–También lo estaba pensando.
Marco Finocchi cogió una botella de champaña francés del bueno, la abrió y sirvió un poco en dos vasos que había preparado Elisabetta.
–Chin, chin –dijeron al mismo tiempo y vaciaron los vasos en pocos sorbos.
–Ahora podemos… –comenzó a decir él.
–Si quieres… –dijo ella.
Se entendieron enseguida. Fueron juntos al dormitorio y comenzaron a besarse. Como dice el dicho… Una cosa llevó a la otra…
De los sencillos besos pasaron a las efusiones más decididas, luego…él le desabotonó el vestido y ella acercó una mano a la pernera del pantalón y se los sacó.
Él le tocó los pechos suaves mientras ella se sacaba la ropa interior blanca que llevaba.
Continuaron con aquello durante mucho tiempo hasta que se cansaron, después de lo cual se tumbaron en la cama casi exhaustos. Esa noche seguramente dormirían como lirones. O al menos eso creyeron.
Eran sobre las tres de la madrugada en casa de Finocchi cuando sonó el teléfono.
¿Quién será a una hora tan intempestiva de la noche?, dijo para sí Marco.
– ¿Diga? –respondió Elisabetta.
–Hola, ¿está Marco? –respondió una voz siseante.
–Sí, pero… ¿quién es? ¿qué quiere? –preguntó ella un poco atemorizada por el tono de voz que oía desde la otra parte de la línea.
–Bien, vale… soy un viejo amigo. Sólo hay un problema: ha venido a buscar a quien no debía.
–No sé… pero, ¿qué quiere decir con eso? –preguntó Elisabetta cada vez más atemorizada.
– ¿Con quién estás hablando, Betta? –intervino Marco Finocchi.
–No lo sé… –dijo.
En ese momento la persona que estaba al otro lado de la línea, colgó.
Ella colgó a su vez y se tumbó pensativa sobre la cama.
– ¿Quién era y qué te ha dicho? –preguntó el novio.
–Ha dicho que era un amigo tuyo y que sólo había un problema, es decir que ayer has ido personalmente a buscar a alguien que no debías –le respondió Elisabetta.
–Ahora intentemos dormir –dijo él para tranquilizarla.
Se tumbaron de nuevo e intentaron dormir pero sin conseguirlo.
Después de tres cuartos de hora Elisabetta se acordó que tenía un frasco de píldoras para conciliar el sueño, así que se levantó y se dirigió a la cocina para coger un par de ellas: una para ella, la otra se la daría a su novio.
En cuanto entró en la cocina algo llamó su atención.
Era una extraña serie de señales en el suelo. En ese momento no comprendió comprender qué podían ser, luego, al acercarse, entendió que se trataba de una frase.
El significado era, sin embargo, sibilino. Estaba escrito:
¡Nos encontraremos de nuevo nosotros dos!
Quién sabe cuál es el significado de esto, pensó para sus adentros Elisabetta, luego llamó a Marco.
Él se levantó con un salto de la cama y fue a la cocina.
– ¿Qué pasa, Betta? –preguntó.
Y ella le señaló inmediatamente esa frase que había encontrado en el suelo.
–Estoy convencida de que esta porquería ayer no estaba –dijo ella.
– ¿Estás segura? –preguntó Marco.
–Segurísima, sin duda –respondió ella.
– ¿Quién puede haberlo escrito? –dijo Marco.
–No sabría decirte pero ayer no había nada de esto en casa –respondió.
–De acuerdo. Probablemente tengas razón pero debe haber una explicación a todo esto.
–Tienes razón –asintió Betta.
Intentaron tranquilizarse, entretanto comenzó a amanecer y entrevieron los primeros rayos de sol.
Aquel día Marco tendría el turno de la tarde y Elisabetta no tenía nada importante que hacer por la mañana, así que decidieron volver a la cama e intentar dormir.
Esta vez no se despertaron antes del mediodía.
IX
La temperatura en aquel momento en San Lazzaro di Savena era de cinco grados por encima de la media. Alice Dane y Stefano Zamagni se había despertado y habían vuelto a contactar con la comisaría de policía de Bologna; Luigi Mazzetti había abierto la ferretería delante del edificio donde habitaba Stefano; Antonio Pollini había levantado la reja de la armería en vía Mezzini, de la que era el propietario. Era un día como tantos otros.
Lucio Tabellini había acabado de abrir las puertas de su supermercado al público y al personal de servicio y parecía realmente un día tranquilo.
El señor Tabellini había entrado en su oficina y se había sentado en la cómoda silla de oficina del escritorio.
Durante las primeras dos horas después de la apertura del negocio no había mucho que hacer, dado que los transportistas que entregaban la mercancía llegaban a menudo en torno a las once de la mañana y las operaciones de recogida del dinero sucedían siempre a última hora de la tarde, hacia la hora de cierre.
Por esta razón se deleitaba con algunos pasatiempos o la lectura: su género preferido era el ensayo. El señor Tabellini extrajo de la bolsa que llevaba siempre con él una revista semanal de quiz y crucigramas y comenzó a hojearlo página a página.
Atrajo su atención un crucigrama y empezó a reflexionar sobre él.
–A ver… tres horizontal…dice: Escribió Utopía. Mmmm… ¡fácil! Tomás Moro. Veamos otra. Bah… diez vertical…dice: El nombre de Brahe. Mmmm… ¡también muy fácil esta! Tycho1.
Siguió con esto durante más de un cuarto de hora después de lo cual lo distrajo un ruido estridente pero muy concreto: era una ventana que había sido hecha pedazos.
¡Los típicos gamberros que juegan a la pelota delante de las casas en vez de ir a la escuela!, dijo para sus adentros pero, al volverse, vio que la que se había hecho pedazos no era la ventana de una casa sino la cristalera de entrada de su supermercado. Acababa de introducirse un atracador entre las personas que había en su negocio. Estaba desesperado y bloqueado, ya fuera por lo que estaba sucediendo allí dentro, ya por la ira que le había asaltado por el hecho de que aquel hombre enmascarado estaba a punto de robarle.
A él, que en aquel momento estaba absorto en su crucigrama. Aquel hombre lo había apartado de su momento de diversión y, cómo si no fuese suficiente, estaba a punto de robarle. Había dos cosas que en particular lo hacían salir de sus casillas, si además ocurrían al mismo tiempo, Lucio Tabellini se volvía literalmente loco.
Sólo había un problema: no sabía cómo defenderse.
Intentó advertir al personal y, al mismo tiempo, al comandante de los carabinieri de San Lazzaro, pero no lo consiguió.
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Nota del traductor: Tycho Brahe fue un astrónomo danés del siglo XVI considerado el más grande observador del cielo en el período anterior a la invención del telescopio.