Sobre la teoría de la historia y de la libertad. Theodor W. Adorno
refinado para percibir esta debilidad del no conformista. Creo que no es posible imaginarse suficientemente de qué manera se encuentra agudizado este órgano crítico para percibir la fragilidad del que es diferente en aquellos seres humanos cuya propia voz es solo el eco de la conciencia universal, y que, en la medida en que se repliegan en sí mismos y dicen, presuntamente, algo propio, solo reproducen el balido constante –y esto es lo serio en el estado de cosas que analizo ante ustedes–. También aquí tienen una porción de la universalidad que se realiza por encima de lo particular. Es decir, de modo tal que, cuando se trata de esas cosas extraordinariamente neurálgicas de las que hablamos en este momento, los individuos, en la medida en que reaccionan en cuanto ζῷον πολιτικόν, en cuanto ser social, en cuanto órgano del control social, reaccionan, sin duda, de manera inconsciente; pero, en cuanto funcionarios de la opinión global, emplean una medida de inteligencia que, según pienso, a veces va en una medida directamente astronómica más allá de la así llamada inteligencia individual y de la facultad de pensamiento de cada individuo; de modo que aquello que sería diferente siempre está equivocado frente a esa inteligencia compactada colectivamente. Ahora bien, aquí, y creo que hay que atribuir también un gran peso a esto, no hay, por ejemplo, mala voluntad en juego, o necesariamente mala voluntad en juego en aquellos que obstaculizan lo mejor, sino que es posible percibir realmente algo de la objetividad en la que tanto insiste Hegel frente a la mera conciencia subjetiva. Ellos casi siempre –el “casi siempre” está expresado, por cierto, con un poco de optimismo– actúan subjetivamente; pero con mucha frecuencia, en todo caso, actúan subjetivamente con la mejor intención, o racionalizan su intención de modo tal que querrían actuar, argumentar, pensar solo con vistas al beneficio bien entendido de la institución o del colectivo a favor del cual hablan justamente como integrantes de una comisión. También, sin duda, aparecen regularmente intrigas, y también esto es, a su vez, una legalidad tal; pero, por así decirlo, solo como un excedente del espíritu del mundo negativo que se realiza; así, por ejemplo, como la victoria del fascismo en 1933 realmente se fundaba en la tendencia objetiva, pero luego, finalmente, se vio incluso reforzada, se vio propiciada por una conjura de escalera de servicio, en la casa de un banquero de Colonia.47 Este papel adicional de, me gustaría decir, una individuación aparente, que una vez más hace de la desgracia objetiva su propia causa y la refuerza, debería ser desarrollado muy enérgicamente en una filosofía de la historia o sociología formal que, por cierto, sea un poco diferente de aquello que aparece, al respecto, en los manuales. Creo –para tomar conciencia de estas situaciones a las que me estoy refiriendo; situaciones que, por lo demás, de ningún modo pueden ser reducidas a todos sus eslabones intermedios y, en esa medida, poseen realmente algo del carácter de una experiencia que no puede ser penetrada en su totalidad– que pueden aclararse un poco estas situaciones si piensan que grupos del tipo que intenté recién exponerles –como ha desarrollado de manera muy plausible mi discípulo Mangold48 en el volumen sobre las discusiones grupales– son copias de las totalidades, del universo. La adaptación a la opinión grupal en situaciones de antagonismo es, pues, en tales comisiones o “grupos limitados” una traducción a la situación específica de la adaptación de toda la sociedad. Pero aquí no ocurren las cosas de modo tal que las adaptaciones de toda la sociedad se componen a partir de tales adaptaciones grupales concretas; esta es una concepción demasiado inocente acerca de este estado de cosas; en cambio, lo que suele suceder es exactamente lo contrario: en realidad, justamente aquello que en realidad actúa es algo mucho más grande, más anónimo; es decir, las opiniones dominantes de toda la sociedad que, en cuanto tales, son inasibles, pero según ellas se orienta de manera inconsciente, de acuerdo con ellas se modela y a ellas se adapta la opinión grupal, como ejemplo de la cual les mencioné estas comisiones, aunque podría haberles ofrecido, de igual manera, innumerables modelos. Puede decirse, pues, que en la forma de una copia microcósmica, en la relación que aquel que se aparta y no actúa de manera conformista establece con las comisiones o grupos con los que entra en conflicto, se reproduce la relación social global; no ocurre, a la inversa, que la quintaesencia de esos grupos constituya la relación social global. Como, pues, de hecho las ideologías que son representadas en tales grupos, y que fundamentan el fenómeno que intenté exponerles y explicarles un poco, no están limitadas a estos grupos, sino que, por su parte, poseen una tal universalidad, una tal universalidad abstracta frente a las divergentes opiniones grupales que esto torna totalmente inverosímil que, por así decirlo, el universo de la opinión grupal o de la opinión social, de la opinión pública, solo se compone retrospectivamente a partir de las perspectivas concretas de los grupos.
Después de haberles dado quizás una representación más tangible de lo que he llamado lo universal que se realiza –y, bien entendidas las cosas, no se trata allí solo de las consideraciones políticas personales en las comisiones, sino de algo infinitamente más rico en consecuencias; así, por ejemplo, de decisiones económicas en las comisiones de control más importantes y de cosas similares–, quisiera ahora intentar igualmente concretizar un poco la complejidad del problema de la mediación entre lo particular y lo universal, que hasta ahora solo desarrollé en el nivel de la así llamada universalidad; y, por cierto, esta vez quisiera concretizarla históricamente, como corresponde de cara a la pregunta por una construcción de la historia; pregunta que, por una parte, se compromete con la tarea de concebir la historia y no solo registrarla, pero, por otra, se niega a presuponer un sentido positivo de la historia. Y esta contradicción, que he vuelto a formular recién, es en verdad –pido que recuerden– aquello que me propuse (en todo caso, durante la primera parte de esta lección) exponer y explicar lo mejor que pueda. Con vistas a ello, quisiera abordar la Revolución Francesa, la así llamada Gran Revolución Francesa de 1789 y los problemas filosófico-históricos que ella plantea. En primer lugar hay que decir que esta revolución, que en lo esencial significa que las formas políticas de la emancipación económica de la burguesía son adaptadas al principio del liberalismo, es decir, al espíritu empresarial libre de obstáculos y organizado al nivel de las naciones, se sitúa ante todo en la gran corriente de emancipación global de la clase burguesa, que, como todos saben, se remonta a la emancipación de las ciudades-Estado del Renacimiento y que luego se consumó durante el siglo XVII, ante todo en Inglaterra, y durante el siglo XVIII en Francia. No creo que necesite decir algo acerca de esta tendencia de la emancipación de la burguesía; me limito a agregar solo una leve duda sobre aquel concepto de la así llamada burguesía en ascenso que es asociado casi automáticamente con esa emancipación. Pues, si la burguesía ha ascendido o no a través de su creciente, de su progresiva toma del poder, es una pregunta que no podría ser respondida de manera tan sencilla por una teoría crítica como por la interpretación que hace de sí misma la ideología burguesa. En todo caso, han sucedido las cosas de modo tal que, en la época en que tuvo lugar la Gran Revolución Francesa, las posiciones económicas decisivas ya habían sido ocupadas por la burguesía; esto significa, pues, que la burguesía manufacturera y, también, la burguesía industrial incipiente dominaban la producción, mientras que, en cambio, como ha sido expresado ya en aquella época por el gran sociólogo Saint-Simon,49 la clase feudal y los grupos a ella asociados y concentrados en la esfera absolutista ya prácticamente no participaban, en realidad, de la productividad en el sentido del trabajo socialmente útil. Esta debilidad del absolutismo fue la condición para que la revolución pudiera estallar, y difícilmente pueda discutirse, de acuerdo con las investigaciones más recientes, que aquello que apareció en la autoglorificación de la burguesía revolucionaria como un indescriptible acto de la libertad, en realidad fue mucho más la verificación de un estadio que ya se encontraba dado. La máxima de Nietzsche en el Zaratustra, según la cual hay que empujar aquello que cae,50 es una máxima protoburguesa; es decir: en ella reside ya el hecho de que las acciones burguesas casi siempre son tales que están cubiertas por la universalidad dominante, por el principio universal, histórico, que se realiza. Y se relaciona con esto el hecho de que todas las revoluciones burguesas, por el hecho de realizar solo, podría decir, oficialmente, de jure, algo que ya ha ocurrido de facto, siempre poseen, pues, un momento de lo aparente e ideológico, como lo ha desarrollado categóricamente Horkheimer en relación con la quintaesencia de los movimientos liberadores burgueses, en el trabajo sobre “Egoísmo y movimiento liberador”, que volverá a estar disponible dentro de poco tiempo.51
Por otro lado, aquello que he denominado aquí la gran corriente