La Casa Perfecta. Блейк Пирс

La Casa Perfecta - Блейк Пирс


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      Quince minutos después, Kat escoltaba a Jessie hasta la puerta que conectaba con el ala de seguridad del DNR donde estaban algunas de las personas más peligrosas del planeta. Ya habían pasado por su oficina para ponerse al día sobre los últimos meses, que habían sido sorprendentemente aburridos.

      Kat le informó de que, como Crutchfield le había amenazado con que se iba a ver enseguida con su padre, habían aumentado todavía más las ya estrictas medidas de seguridad. Las instalaciones contaban ahora con cámaras de seguridad adicionales y hasta con mayor comprobación de identidad para visitantes.

      No había pruebas de que Xander Thurman hubiera intentado visitar a Crutchfield. Sus únicas visitas habían sido la del médico que venía todos los meses para comprobar sus constantes vitales, el psiquiatra con el que casi nunca intercambiaba ni una palabra, un detective del L.A.P.D. que esperaba, resultó que fútilmente, a que Crutchfield compartiera información sobre un caso sin resolver en el que estaba trabajando; y el abogado que le había asignado el tribunal, que solo aparecía para asegurarse de que no le estuvieran torturando. Apenas había entablado conversación con ninguno de ellos.

      Según decía Kat, no había mencionado a Jessie delante del personal, ni siquiera a Ernie Cortez, el agente que supervisaba sus duchas semanales. Era como si ella no existiera. Jessie se preguntaba si estaría enfadado con ella.

      “Ya sé que te acuerdas del procedimiento”, dijo Kat, mientras esperaban de pie delante de la puerta de seguridad. “Como han pasado unos cuantos meses, deja que repase los procedimientos de seguridad como medida de precaución. No te acerques al prisionero. No toques la barrera de cristal. Y ya sé que esta te la vas a pasar por alto de todas maneras, pero oficialmente, se supone que no puedes compartir ninguna información personal. ¿Entendido?”.

      “Claro”, dijo Jessie, contenta de que le recordara todo. Le servía para ponerse en el estado mental adecuado.

      Kat deslizó su placa y asintió ante la cámara encima de la puerta. Desde dentro, alguien les dejó pasar. Jessie se sintió abrumada al instante por la sorprendente ráfaga de actividad. En vez de los cuatro habituales guardias de seguridad, había seis. Además, había tres hombres vestidos con uniforme de trabajo dando vueltas alrededor de algunas piezas de equipo técnico.

      “¿Qué pasa?”, preguntó ella.

      “Oh, olvidé mencionarlo, vamos a recibir unos cuantos residentes a mitad de semana. Vamos a estar al completo en las diez celdas, así que estamos comprobando el equipo de vigilancia en las celdas vacías para asegurarnos de que todo está en perfecto funcionamiento. También hemos aumentado el personal de seguridad en cada turno de cuatro a seis agentes durante el día, sin incluirme a mí, y de tres a cuatro por la noche”.

      “Eso suena… arriesgado”, dijo Jessie diplomáticamente.

      “Me mostré en contra”, admitió Kat. “Pero el condado tenía ciertas necesidades y nosotros teníamos las celdas disponibles. Era una batalla perdida”.

      Jessie asintió mientras miraba a su alrededor. Las cosas esenciales del lugar parecían ser las mismas. La unidad estaba diseñada en forma de rueda con la base de operaciones en el centro y con pasillos que salían en todas direcciones, y que llevaban a las celdas de los prisioneros. En este momento, había seis oficiales en el espacio ahora abarrotado del centro de operaciones, que parecía un centro de enfermería de un hospital lleno de pacientes.

      Algunas de las caras le resultaban nuevas, pero la mayoría le eran familiares, incluida la de Ernie Cortez. Ernie era un espécimen masivo, de más de dos metros y 140 kilos de músculos bien formados. Tenía unos treinta y tantos años y le empezaban a asomar las canas en su cabello negro de corte militar. Ernie esbozó una enorme sonrisa al ver a Jessie.

      “Chica Vogue”, le llamó, utilizando el apodo afectuoso que le había dado durante su primer encuentro, en que él había tratado de mostrar su interés, sugiriendo que debería ser una modelo. Le había cerrado el pico a toda prisa, pero él no parecía guardarle ningún rencor.

      “¿Cómo va, Ernie?”, le preguntó, sonriendo de vuelta.

      “Como siempre, ya sabes. Asegurándonos de mantener a raya a los pedófilos, los violadores, y los asesinos. ¿Y tú?”.

      “Básicamente igual”, dijo ella, decidiendo no meterse en detalles sobre sus actividades de los últimos meses con tantas caras desconocidas a su alrededor.

      “Así que ahora que has tenido unos cuantos meses para superar tu divorcio, ¿te gustaría pasar algo de tiempo de calidad con el Ernster? Tengo pensado ir a Tijuana este fin de semana”.

      “¿Ernster?” repitió Jessie, incapaz de impedir que le saliera una risita.

      “¿Qué?”, dijo él, fingiendo ponerse a la defensiva. “Es un apodo”.

      “Lo lamento, Ersnter, estoy bastante segura de que tengo planes para el fin de semana, pero pásalo en grande en la pista de jai alai. Cómprame unos Chiclets, ¿de acuerdo?”.

      “Ay, vaya”, replicó él, poniéndose la mano en el pecho como si ella le hubiera lanzado una flecha al corazón. “Sabes qué, los chicos grandes también tenemos sentimientos. También somos, ya sabes… chicos grandes”.

      “Muy bien, Cortez,” interrumpió Kat, “ya está bien con eso. Me acabas de hacer vomitar un poco dentro de mi boca. Y Jessie tiene asuntos que atender”.

      “Hiriente”, murmuró Ernie entre dientes mientras volvía a poner su atención en el monitor que tenía delante. A pesar de sus palabras, su tono sugería que no le importaba demasiado. Kat hizo un gesto para que Jessie le siguiera al pasillo donde estaba la celda de Crutchfield.

      “Vas a querer esto,” le dijo, sujetando la pequeña llave electrónica con el botón rojo en el centro. Era su aparato para los casos de emergencia. Jessie lo consideraba algo así como una manta de seguridad digital.

      Si Crutchfield le sacaba de sus casillas y ella quería salir de la sala sin que él se enterara del impacto que estaba teniendo en ella, tenía que presionar el botón oculto en su mano. Eso alertaría a Kat, que podría sacarle de la sala con algún pretexto oficial inventado. Jessie estaba bastante segura de que Crutchfield sabía que tenía ese aparato, pero, aun así, se alegraba de que así fuera.

      Agarró la llave electrónica, asintió a Kat indicando que estaba lista para pasar, y respiró profundamente. Kat abrió la puerta y Jessie pasó al interior.

      Por lo visto, Crutchfield había anticipado su llegada. Estaba de pie, a solo unas pulgadas del cristal que dividía la habitación en dos, sonriéndole abiertamente.

      CAPÍTULO SEIS

      A Jessie le llevó un segundo despegar su mirada de sus dientes retorcidos y evaluar la situación.

      En apariencia, no tenía un aspecto tan distinto de lo que ella recordaba. Todavía tenía su pelo rubio, esquilado casi al rape. Todavía llevaba su uniforme obligatorio de color turquesa. Todavía tenía la cara un poco más regordeta de lo que cabría esperar de un tipo que medía 1,75 metros y pesaba 80 kilos. Hacía que pareciera que estaba más cerca de tener veinticinco años que de los treinta y cinco que tenía en realidad.

      Y aún tenía esos inquisitivos ojos marrones, casi avasalladores. Eran la única pista de que el hombre que tenía delante de ella había matado al menos a diecinueve personas, y quizás hasta el doble.

      La celda tampoco había cambiado. Era pequeña, con una cama estrecha sin sábanas que estaba empotrada en la pared. Había un pequeño escritorio con una silla incorporada en la esquina de la derecha, junto a un pequeño lavabo de metal. Detrás de eso estaba el servicio, colocado en la parte trasera, con una portezuela deslizante de plástico para dar una mínima sensación de privacidad.

      “Señorita Jessie,” ronroneó con suavidad. “¡Menuda sorpresa inesperada encontrarme contigo aquí!”.

      “Y,


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