El odio que das. Angie Thomas

El odio que das - Angie Thomas


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de glotón —dice Seven, y Sekani patea el respaldo de su asiento. Seven ríe—. ¡Está bien, está bien! Mamá me pidió que llevara algo de comida a la clínica de todos modos. Te compraré algo también —mira a Sekani por el espejo retrovisor—. ¿Te parece bien…?

      Seven se paraliza. Apaga la música de Chris y baja la velocidad.

      —¿Por qué has apagado la música? —pregunta Sekani.

      —Silencio —sisea Seven.

      Nos detenemos en el semáforo rojo. Una patrulla de Riverton Hills se sitúa junto a nosotros.

      Seven se endereza y mira directamente hacia el frente, casi sin parpadear y aferrado al volante. Sus ojos se mueven un poco, como si quisiera mirar al coche de la policía. Traga saliva con fuerza.

      —Vamos, luz —reza—. Vamos.

      Me quedo mirando al frente y rezo también para que cambie la luz.

      Finalmente se pone verde y Seven deja que la patrulla salga primero. No relaja los hombros hasta que salimos a la autopista. Yo tampoco.

      Nos detenemos en ese restaurante chino que le encanta a mamá y vamos por comida para todos. Ella quiere que yo coma antes de hablar con los detectives. En Garden Heights, los chicos juegan en las calles. Sekani aprieta su rostro contra mi ventana y los mira. Él no juega con ellos. La última vez que jugó con chicos del barrio lo llamaron niño blanco, porque estudia en Williamson.

      Jesús Negro nos saluda desde un mural al lado de la clínica. Tiene rastas como las de Seven. Sus brazos se extienden a lo ancho de la pared, y detrás de él hay nubes de algodón. Las grandes letras que se ciernen sobre él nos recuerdan que Jesús te ama.

      Seven pasa junto a Jesús Negro y entra al aparcamiento que hay detrás de la clínica. Teclea un código para abrir la reja y aparca junto al Camry de mamá. Yo llevo la bandeja de bebidas, Seven la comida y Sekani nada, porque él nunca lleva nada.

      Aprieto el timbre para entrar por la puerta trasera y saludo a la cámara. La puerta se abre hacia un pasillo de olor aséptico con paredes de color blanco brillante y suelos de azulejo blanco que reflejan nuestras siluetas. El pasillo conduce a la sala de espera. Unas cuantas personas ven las noticias en la vieja televisión que está colgada del techo o leen las mismas revistas que han estado ahí desde que yo era pequeña. Cuando un hombre desgreñado comprueba que traemos comida, se endereza y olfatea como si fuera para él.

      —¿Qué es lo que lleváis ahí? —pregunta la señorita Felicia desde la recepción, estirándose para mirar.

      Mamá viene del otro pasillo con su bata de enfermera de color amarillo, siguiendo a un niño con los ojos llenos de lágrimas y a su madre. El niño lame una piruleta, el premio por haber sobrevivido a una inyección.

      —Ahí están mis nenes —dice mamá cuando nos ve—. Y también mi comida. Venid. Vamos atrás.

      —¡Guardadme un poco! —nos grita Felicia. Mamá le dice que guarde silencio.

      Ponemos la comida en la mesa del área de descanso. Mamá va por platos de papel y utensilios de plástico que guarda en el armario para días como éste. Damos las gracias y atacamos.

      Mamá se sienta en la barra y come.

      —¡Hum! Esto me sienta de maravilla. Gracias, Seven, mi niño. Sólo había comido una bolsa de Cheetos hoy.

      —¿No habías almorzado? —pregunta Sekani con la boca llena de arroz frito.

      Mamá lo señala con el tenedor.

      —¿Qué te he dicho sobre hablar con la boca llena? Para que lo sepas, no había comido. Tuve una reunión durante mi descanso para el almuerzo. Ahora, contadme vosotros. ¿Cómo fue la escuela?

      Sekani siempre es el que más tarda porque describe cada detalle. Seven dice que su día fue bien. Yo soy igual de breve con mi Estuvo bien.

      Mamá sorbe su bebida.

      —¿Pasó algo?

      Me puse como loca cuando me tocó mi novio, pero aparte de eso, No, nada.

      La señorita Felicia se acerca a la puerta.

      —Lisa, siento molestarte, pero tenemos un problema en la entrada.

      —Es mi descanso, Felicia.

      —¿Crees que no lo sé? Pero está preguntando por ti. Se trata de Brenda.

      La madre de Khalil.

      Mamá baja su plato. Me mira directamente a los ojos cuando dice: Quedaos aquí.

      Pero tengo la cabeza dura. La sigo a la sala de espera. La señorita Brenda está sentada con el rostro entre las manos. Tiene el cabello sin peinar, la camisa blanca está sucia, casi parda. Tiene llagas y costras en brazos y piernas, y como es de piel muy clara se le ven aún más.

      Mamá se arrodilla frente a ella.

      —Bren, hola.

      La señorita Brenda mueve las manos. Sus ojos rojos me recuerdan algo que dijo Khalil cuando éramos pequeños, que su madre se había convertido en un dragón. Él decía que algún día él sería el caballero que rompería el hechizo y la rescataría.

      No tiene sentido que él vendiera drogas. Yo habría pensado que su corazón roto no se lo permitiría.

      —Mi niño —llora su mamá—. Lisa, mi niño.

      Mamá aprieta las manos de la señorita Brenda entre las suyas y las frota, sin importarle lo asquerosas que están.

      —Lo sé, Bren.

      —Han matado a mi niño.

      —Lo sé.

      —Lo han matado.

      —Lo sé.

      —Ay, Jesús —dice la señorita Felicia desde la puerta. Junto a ella, Seven rodea a Sekani con el brazo. Algunos de los pacientes en la sala de espera sacuden la cabeza.

      —Pero Bren, tienes que desintoxicarte —dice mamá—. Es lo que él quería.

      —No puedo. Mi niño no está aquí.

      —Claro que puedes. Tienes a Cameron, y él te necesita. Tu madre te necesita.

      Khalil te necesitaba, quiero decir. Te esperaba y lloraba por ti. ¿Y dónde estabas? Ya no te toca llorar. No, no, no. Ya es demasiado tarde.

      Pero ella sigue llorando, balanceándose y llorando.

      —Tammy y yo podemos conseguir ayuda para ti, Bren —dice mamá—. Pero tienes que quererlo realmente.

      —Ya no quiero vivir así.

      —Lo sé —mamá gesticula hacia la señorita Felicia para que coja su teléfono—. Busca entre mis contactos el número de Tammy Harris. Llámale y dile que su hermana está aquí. Bren, ¿cuándo fue la última vez que comiste algo sólido?

      —No lo sé. No lo… mi niño.

      Mamá se endereza y acaricia el hombro de la señorita Brenda.

      —Te voy a traer un poco de comida.

      Sigo a mamá. Camina rápido, pero pasa junto a la comida y sigue hasta el mostrador. Se deja caer contra éste, con la espalda hacia mí, e inclina la cabeza, sin decir una sola palabra.

      Todo lo que quería decir en la sala de espera me desborda.

      —¿Y ahora por qué está tan alterada? Nunca estuvo ahí cuando Khalil la necesitó. ¿Sabes cuántas veces lloró él por ella? Cumpleaños, Navidad, todo eso. ¿Por qué tiene que llorar ahora?

      —Starr, por favor.

      —¡No fue una madre para él! Y ahora, de la nada, ¿resulta que es su niño? ¡Qué basura!

      Mamá


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