El odio que das. Angie Thomas
—Su abuela tiene cáncer. Yo no lo sabía hasta que me lo contó esa noche.
—Ya veo —dice Gómez—. ¿Qué sucedió después de eso?
—Empezó una pelea en la fiesta, así que nos fuimos juntos en su coche.
—¿Khalil no tuvo nada que ver con la pelea?
Arqueo una ceja.
—Para nada.
Maldita sea. Habla bien.
Me enderezo.
—Quiero decir, no, señora. Estábamos hablando cuando empezó la pelea.
—Está bien, entonces os fuisteis los dos. ¿Adónde ibais?
—Ofreció llevarme a casa o a la tienda de mi padre. Antes de que pudiéramos decidir, Ciento Quince hizo que nos detuviéramos.
—¿Quién? —pregunta.
—El oficial, ése es su número de placa —le digo—. Lo recuerdo.
Wilkes toma apuntes.
—Ya veo —dice Gómez—. ¿Puedes describir lo que pasó después?
No creo poder olvidar jamás lo que pasó, pero decirlo en voz alta es distinto. Y difícil.
Los ojos me arden. Parpadeo con la mirada fija en la mesa.
Mamá me acaricia la espalda.
—Levanta la mirada, Starr.
Mis padres tienen ese rollo de que nunca quieren que ni mis hermanos ni yo hablemos con alguien sin mirarlo a los ojos. Dicen que los ojos de la gente cuentan más que sus bocas, y que es algo que va en dos sentidos: si miramos a alguien a los ojos y decimos lo que queremos decir con sinceridad, tendrá pocos motivos para dudar de nosotros.
Miro a Gómez.
—Khalil se detuvo y apagó el motor —le digo—. Ciento Quince puso las luces largas. Se acercó a la ventana y le pidió a Khalil su carnet y tarjeta de circulación.
—¿Y Khalil cumplió con la petición? —pregunta Gómez.
—Primero le preguntó al oficial por qué nos había detenido. Luego le mostró su carnet y tarjeta de circulación.
—¿Khalil parecía encolerizado durante este intercambio?
—Molesto, pero no encolerizado —digo—. Sentía que el policía lo estaba acosando.
—¿Te dijo eso?
—No, pero era obvio. Yo supuse lo mismo.
Mierda.
Gómez se acerca más. El pintalabios marrón le mancha los dientes y su aliento huele a café.
—¿Y por qué?
Respira.
La sala no está caliente. Estás nerviosa.
—Porque no estábamos haciendo nada —le respondo yo—. Khalil no iba por encima del límite de velocidad ni conducía con imprudencia. No parecía que hubiera razón para detenernos.
—Ya veo. ¿Y luego qué ocurrió?
—El oficial obligó a Khalil a salir del coche.
—¿Lo obligó? —dice.
—Sí, señora. Tiró de él para que saliera.
—Porque Khalil estaba renuente a salir, ¿correcto?
Mamá hace un sonido gutural, como si estuviera a punto de decir algo pero se hubiera obligado a no hacerlo. Hace un puchero con los labios y me frota la espalda en círculos.
Recuerdo lo que dijo papá: No dejes que hablen por ti.
—No, señora —le digo a Gómez—. Estaba saliendo solo, y el oficial tiró de él de repente
Dice Ya veo de nuevo, pero como no lo vio, probablemente no lo cree.
—¿Qué sucedió después? —pregunta.
—El oficial registró a Khalil tres veces.
—¿Tres?
Sí. Las conté.
—Sí, señora. No encontró nada. Luego le dijo a Khalil que no se moviera mientras pasaba su carnet y tarjeta de circulación por el sistema.
—Pero Khalil no se quedó quieto, ¿no es cierto? —dice.
—Tampoco apretó el gatillo contra sí mismo.
Mierda. Eres una jodida bocazas.
Los detectives se miran el uno al otro. Un momento de conversación en silencio.
Las paredes parecen cerrarse. Vuelve la presión alrededor de mis pulmones. Me tiro del cuello de la camisa.
—Creo que ya ha sido suficiente por hoy —dice mamá, cogiendo mi mano mientras empieza a levantarse.
—Pero señora Carter, no hemos terminado.
—No importa…
—Mamá —digo, y ella me mira—. Está bien. Puedo hacerlo.
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