Vocablos griegos para un léxico de Filosofía política. Leticia Flores Farfán

Vocablos griegos para un léxico de Filosofía política - Leticia Flores Farfán


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por igual, y de Atenas la capital de un pueblo unido [...] así, desde los más lejanos tiempos la unidad étnica y territorial realizó para siempre la condición moral y material de la igualdad política.

      Los relatos de autoctonía permitieron entroncar la identidad cívica con el pasado mítico de unos hombres oriundos del mismo lugar en el que habitaban y hacer de la ciudad un oikos. Los nacidos de la tierra ateniense crearon un estrecho vínculo con el suelo de nacimiento, porque se afirmaba que en esa tierra habían vivido por siempre y, por ello, sus habitantes habían logrado establecerse de manera más sólida, más civilizada y pura, en tanto menos “mezclada”, dándoles así a los atenienses un linaje antiguo que se remontaba a su primer habitante, Erictonio, el héroe autóctono nacido de las entrañas mismas del suelo ático (Flores Farfán, 2011). Atenas aparece así como una gran familia, una comunidad natural o koinonía cuyos miembros, analogando lo que nos dice Aristóteles (Política, 1252b15) con referencia a la polis, son homosipioi, omokapoi pues comparten el pan en la misma mesa a la manera de los oikoi, la familia doméstica que reúne a los hermanos de sangre. Los lazos de pertenencia, la comunión solidaria se extiende hacia todos aquellos que comparten la misma identidad política. Por ello, en opinión de Aristóteles y Plutarco, la importancia de las reformas de Solón recae en el principio según el cual el daño causado a un individuo particular es, en realidad, un atentado contra todos y, por eso, es posible el derecho de perseguir la injusticia sin haberla sufrido en carne propia. Al ciudadano ateniense se le enseñaba que ante cualquier disensión interior la única lealtad que obliga gravemente es la de la ciudad; por ello, la moral, la virtud cívica, aparece como una exigencia, como un compromiso al cual debemos adherirnos para poder garantizar y fortalecer la vida común. Y la idea de “lo común”, del acuerdo o la unanimidad sobre el tema que se trate no radica, nos dice Aristóteles (Ética a Nicómaco, VIII 1167a 35ss):

      en pensar todos lo mismo, sea lo que fuere, sino en pensar lo mismo sobre la misma cosa, como cuando el pueblo y las clases selectas piensan que deben gobernar los mejores; pues de esta manera todos obtienen lo que desean. Así pues, la concordia parece ser una amistad civil, como se dice, pues está relacionada con lo que conviene y con lo que afecta nuestra vida.

      Y esa amistad civil a la que alude Aristóteles es equivalente a la moral de la que habla Victoria Camps (1990, p. 24) cuando afirma que la moral significa:

      compartir un mismo punto de vista respecto a la necesidad de defender unos derechos fundamentales de todos y cada uno de los seres humanos. Pues bien, la asunción de tales derechos si es auténtica, ha de generar unas actitudes, unas disposiciones, que son las virtudes públicas.

      Los discursos oficiales griegos parecieran querer dejar en claro que no existía ninguna separación entre ética y política en la polis porque no había una idea de individuo separada de la de ciudadano. Renunciar al cumplimiento de una obligación ciudadana implicaba condenarse a la atimía “deshonra”, a la pérdida de todos los derechos políticos y a la exclusión del pacto no escrito que la vida en común es el objeto más deseable en tanto en ella se dan las condiciones necesarias para el pleno desarrollo de sus participantes, tal y como se señala en la ley sobre la stásis promulgada por Solón. En el discurso fúnebre de Pericles, recogido por Tucídides, el político declara que los atenienses consideran inútiles a los que no participan en la acción política y ello, necesariamente, porque la palabra misma polítes, de la que deriva política, significa “ciudadano, miembro activo de la polis”. Estas posiciones comunitaristas, como afirma Fernando Bárcena (1997, p. 115), defienden la naturaleza esencialmente política del ser humano, la concepción del individuo como ciudadano, la importancia de la comunidad y de las tradiciones en el proceso de constitución de la identidad personal del sujeto. Ser ciudadano implica una participación en el espacio público, la formación de virtudes cívicas y la articulación moral del bien común. La comunidad es una fuente de valores, deberes y virtudes sociales en la medida en que la idea de buen gobierno, eunomía, se traduce en dos ideas esenciales, a saber: 1) la primacía del bien común sobre el interés particular y 2) el gobernante no gobierna en su propio provecho, sino en el de la comunidad de ciudadanos que no es entendida como la suma de intereses individuales, sino como la “felicidad pública” (Flores Farfán, 2006a, pp. 193-194).

      Châtelet (1990, pp. 130-147) señala –siguiendo a Heródoto y a Tucídides– que el nacimiento de la ciudad se liga al de la Justicia, Dike, es decir, al surgimiento del respeto a un orden legal que se pone por escrito y que, de esta manera, se ubica como una medida o iguala común al interior de la comunidad. Heródoto puso de manifiesto la diferencia entre un imperio cuyo orden recae en la persona del amo y las ciudades que se rigen y gobiernan por la obediencia a la ley. La ciudad no es de un solo hombre, nos dice Heródoto en Historias y, por ello, marca con la respuesta de Demarato a la pregunta de Jerjes de si los griegos lucharían si no tuvieran un jefe que los empujara a la batalla a pesar de su inferioridad numérica, una diferenciación, entre los imperios cuyo orden recae en la persona del amo y las ciudades cuya regulación obedece a la ley:

      Porque aunque libres, no lo son completamente porque tienen como amo a la ley que temen más que a ti tus vasallos. Porque hacen lo que ella les manda y ella les manda siempre lo mismo: nunca volver las espaldas en la batalla por numeroso que sea el enemigo. Sino que permaneciendo en su puesto, vencer, o morir (VII, 104).

      Con Tucídides, esta interpretación se afianza ya que asume que la ciudad y la edad histórica nacen con las primeras legislaciones, el código draconiano y las reformas de Solón, porque al poner la ley por escrito se logró paliar la arbitrariedad de la aristocracia en el ejercicio del poder. Escribir las leyes, nomos, se convirtió, entonces, en una tarea impostergable porque la letra de la ley enclava la sanción del delito en el espacio público; por ello, afirma Ronald Stroud (1992, p. 111):

      A finales del periodo arcaico y en la época clásica, decretos oficiales, tratados y dedicatorias públicas se tallaban en millares de columnas de piedra o se grababan en placas de bronce para ponerlos a la vista del público. En ninguna parte del mundo griego es más conspicua la obsesión con la responsabilidad pública a través de las inscripciones en piedra que en la democrática Atenas de los siglos IV y V.

      Democracias y aristocracias compartían la concepción de que la idea y la materialización misma de la polis implicaban el ejercicio de la libertad, porque es justamente la libertad política la que garantiza que la ciudad se rija por sí misma, sea autónoma. De ahí que compartan como base de la organización cívica el respeto por la ley; la diferencia fundamental entre democracias y oligarquías se ubica en “quién” administra la ley, y qué se entendía exactamente por “ley”. Como señala atinadamente Rosalind Thomas (2002, p. 83):

      La palabra más habitual para designarla, nómos, era significativamente imprecisa, pues incluía regulaciones escritas y no escritas, reglas, normas y costumbres; esta imprecisión debió de ser de alguna utilidad. Los atenienses se vanagloriaban de regirse por la “ley” y veneraban a Solón, quien la había establecido con sus reformas. También Esparta volvía la mirada atrás: hacia Licurgo, el mítico legislador, a cuyas leyes se atenían aunque, de hecho, no estaban escritas (toda una ventaja). Heródoto sugiere que la grandeza de Esparta se cimentaba en su respeto por el nómos (VII, 104), un concepto que, en este pasaje, comprende tanto las costumbres, es decir, los hábitos acrisolados en la sociedad, como la disciplina, su sistema educativo. Platón, a su vez, consideraba que “no hay polis que pueda ser llamada tal si no existen en ella tribunales debidamente establecidos” (Leyes, 766d).

      En las ciudades griegas antiguas, la palabra argumentativa tuvo preeminencia sobre cualquier otro instrumento del poder; es, como dice Jean-Pierre Vernant (2011, pp. 61-62), “la herramienta política por excelencia, la llave de toda autoridad en el estado, el medio de mando y de dominación sobre los demás”. La aparición de magistraturas por elección significó una decisión humana que se asentó en el enfrentamiento y la discusión, y dio paso al nacimiento de la llamada razón griega, una razón inmanente al lenguaje, al intercambio verbal orientado al convencimiento y la persuasión. Esta razón persuasiva tiene una fuerza mítica que la rige: Peîtho, hermana de Metis, la “astucia inteligente”. La ciudad se forjó como un espacio de exposición y visibilización de sus participantes, ya que cada ciudadano debía exponer públicamente sus posiciones


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