El caso contra William. Mark Gimenez
dieciocho, miré su carnet de la universidad —dijo mientras señalaba a como quiera que se llamara ella, que se precipitó a agarrar la sábana y taparse.
—… y homicidio.
Le esposaron las delgadas muñecas a la espalda. Ya lo habían arrestado antes —hasta en tres ocasiones— y en todas había quedado rápidamente en libertad una vez que se habían dado cuenta de quién era él. Le quitaban las esposas, firmaba algunos autógrafos y se echaba un par de fotos con algún policía emocionado. Después salía por su propio pie.
Así es como funcionaba la vida de William Tucker.
Esperaba que este arresto no fuera muy diferente al resto. Pero cuando los policías abrieron la puerta del coche patrulla y lo sacaron, todo fue distinto a lo que él había pensado. Cámaras, flashes, griterío… Entrecerró los ojos por la brillante luz y vio cómo montones de periodistas de todo tipo de medios de comunicación se arremolinaban en torno a él y formaban un pasillo que lo conducía directamente a la cárcel del condado de Travis, en el centro de Austin. No había nada que le gustara más a la prensa que la detención de una estrella del deporte y su entrada en prisión en mitad de la noche. Sus anteriores detenciones fueron por intoxicación pública, conducción bajo la influencia de sustancias estupefacientes y prostitución; pero en Austin tales delitos solo se merecían una breve mención en un artículo o un comentario humorístico en la sección de deportes. Era lo que solían hacer los deportistas.
Pero un caso de violación y homicidio ocuparía la portada de los periódicos, sería la noticia de última hora de todos los informativos de la televisión normal y por cable.
William Tucker, otro convicto más con equipación de fútbol. Su primera reacción fue la de bajar la cabeza y alejarla de la luz, dar la espalda a los gritos; pero recordó a todos los deportistas famosos que había visto por televisión ante la pasarela de periodistas agolpados después de haber sido detenidos, haciendo lo que todos conocían como el «paseíllo del acusado». Todos escondían el rostro y daba la sensación de que eran deportistas caídos en desgracia. Delincuentes ya declarados culpables. Su asesora de imagen había usado ya antes alguna de esas grabaciones para entrenarlo; le había repetido hasta la saciedad que si en alguna ocasión se encontraba ante una situación así, aunque fuese culpable (algo de lo que ella no dudaba), no ocultara el rostro. Debía mantener la cabeza alta. Debía mirar directamente a las cámaras. Su rostro tendría que mostrar conmoción, y su voz expresar recta indignación, la ira de un hombre inocente que el sistema judicial criminal estadounidense había acusado por error. Prepararse para el «paseíllo del acusado» era un entrenamiento básico para cualquier deportista famoso. Así pues, como los deportistas cuentan con su habilidad innata para controlar la situación en momentos de presión extrema, William Tucker recurrió a lo que había aprendido en su adiestramiento mediático sobre el «paseíllo».
—William, ¿la violaste? —gritó un periodista—. ¿La mataste?
Con un tirón, frenó bruscamente a los policías y se detuvo ante los intensos focos de las cámaras. Intentó sacar su voz masculina y fuerte con la cantidad justa de ira y de indignación de un hombre honrado.
—No, no he violado a nadie. No he matado a nadie. Han arrestado al hombre equivocado. Soy inocente.
Su asesora se sentiría orgullosa de él. Ella le había dicho que se mostrara natural ante las cámaras, que ganaría una fortuna con la publicidad. Los agentes le tiraron con fuerza del brazo y lo empujaron hacia el interior del edificio. Cuando las puertas se cerraron, ocultaron toda la intensa luz y los gritos. De repente, todo se quedó en silencio. La gente se daba la vuelta para mirarlo y algunos hasta sacaban fotos con sus móviles de cómo los policías lo llevaban por el pasillo y lo metían en una sala de interrogatorios. Una vez dentro, lo sentaron a la fuerza en la silla que quedaba delante de la mesa. El policía más joven le encadenó el tobillo izquierdo a una argolla incrustada en el suelo de hormigón, después lo liberó de las esposas. William se frotó las muñecas para que se le restableciera el riego sanguíneo.
—Tráeme un Gatorade —dijo al policía que le había liberado las muñecas—. De naranja.
El joven policía se lo quedó mirando y, con una mueca de resignación, salió de la sala. Como muchos otros deportistas famosos, William veía a la policía más como guardaespaldas que como agentes de la autoridad que habían jurado velar por hacer cumplir la ley. Para él, su trabajo consistía en servirle y protegerle, no usar la ley en su contra.
—¿Qué bicho le ha picado? —preguntó al policía de más edad.
—Esta tarde ganaste el partido ante Oklahoma y la misma noche te arrestan por violación y homicidio —comenzó a decir el policía—. Una caída rápida, macho. Por cierto, ¡qué pasada de lanzamiento! Oye, ¿me firmas un autógrafo para mi hijo? Eres su héroe.
—¡Que te den! ¿Sabes cuánto vale un autógrafo de William Tucker?
—Te prometo que no lo pondré a la venta en eBay.
—Como si fuera la primera vez que oigo eso.
El policía no parecía contento. De un manotazo, le acercó el teléfono fijo que estaba al otro lado de la mesa.
—Puedes hacer una llamada, William Tucker.
William se quedó mirando el teléfono. Nunca antes había llegado a ese punto. Nunca antes lo habían encadenado al suelo ni le habían dejado hacer una llamada. En ese punto siempre estaba echándose fotos con policías sonrientes. Sintió una punzada de nerviosismo. Decidió que las circunstancias del partido requerían un tipo distinto de juego. Así que sonrió, como si estuviera promocionando un calzado deportivo.
—Vale, vale… firmaré algunos autógrafos y me haré unas cuantas fotos, ¿vale? Después volveré a mi dormitorio y dormiré algo, descansaré y mañana iré a ver al entrenador. La rodilla me está dando guerra otra vez. Os conseguiré entradas para el gran partido del sábado.
El policía no le devolvió la sonrisa. Su placa rezaba: «sargento Murphy». Era canoso y tenía una barriga prominente. Se sentó al filo de la mesa y se cruzó de brazos. Observó a William. Su mirada irradiaba decepción, como si fuera su padre, y suspiró como si William hubiera destrozado la vida de toda su familia.
—Hijo, esto es serio. Esta vez no te funcionará eso de ser la estrella deportiva. No te salvará en esta ocasión de entrar en la cárcel. Esta vez no se te acusa de intoxicación ni de conducir borracho por la calle Sexta. Se te acusa de violación y homicidio.
La sonrisa de William se evaporó.
—No he violado ni matado a nadie. Esto es una gran equivocación.
—No lo creo, macho. Han encontrado tu ADN en la víctima.
—¿ADN? ¿Qué víctima?
—Una animadora de Texas Tech. La violaste y asesinaste hace dos años, aquí en Austin, el mismo día que jugaste contra los Tech. Con las pruebas del ADN, te vas a pasar el resto de tu vida en prisión.
—¿Prisión?
Algo iba horriblemente mal.
—No puedo entrar en prisión. Tengo partido el sábado. Tengo que ganar el Heisman y el campeonato nacional. Tengo que ser el número uno en el draft profesional, jugar para los Cowboys, ganar la Super Bowl… Soy William Tucker, un quarterback famoso.
—Ya no lo serás más. A partir de ahora, eres William Tucker, un presunto asesino.
En ese momento, la realidad golpeó a William en la cara como si un linebacker le hubiera aplacado: este arresto no era como los otros. No estaban sonriendo. No estaban todos de broma. No le habían traído Gatorade ni había tenido un trato especial. No le estaban rogando hacerse fotos con él. Y eso solo podía significar una cosa: estaba en un aprieto serio. Violación. Asesinato. ADN. Prisión. Esa punzada de nerviosismo se había convertido en un ataque de ansiedad que le invadía todo el cuerpo. Se le ralentizaba la respiración; se le inundó la frente de gotas