El caso contra William. Mark Gimenez

El caso contra William - Mark  Gimenez


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vez en su vida, William se sintió pequeño.

      —Mierda.

      Cuando abrió los ojos, los tenía clavados en el teléfono. Miró al policía y le preguntó con voz queda:

      —¿A quién debería llamar?

      —A tu abogado.

      —No tengo abogado.

      El policía resopló.

      —Muchos jóvenes estudiantes son arrestados por intoxicación pública. Las chicas llaman a sus madres. Los chicos, a sus padres. —Se rascó la barbilla y refunfuñó—. ¿Violación y homicidio? Será mejor que llames a tu padre.

      —¿A mi padre?

      William volvió a negar con la cabeza escondiendo la cara entre las manos.

      —Mi padre es un gilipollas, un perdedor.

Diez años antes

      Capítulo 1

      —¡Eres el mejor padre del mundo!

      ¿Puede un niño de doce años saber lo que significan esas palabras para un hombre? No. No es capaz. Tan solo otro hombre puede. Otro padre.

      —Y tú eres el mejor hijo del mundo —dijo Frank Tucker.

      Eso significaba ser padre. Tu hijo es una parte de ti, pero gracias a Dios solo tiene lo mejor de ti y no lo peor. No es la nariz, las orejas o el acné. Uno no quiere mirar a su hijo y pensar: quiero que sea como yo. Quiere poder mirarlo y pensar: quiero que sea alguien mejor que yo. Ese es el sueño que todo padre tiene para sus hijos.

      Frank le lanzó la bolsa de fútbol a su hijo. William estaba en sexto curso, pero era más grande que los niños de su edad. Era más alto y más fuerte, tenía la espalda ancha y los huesos grandes. Si uno se fijaba en sus manos y pies —que ya parecían los de un adulto— vería que podría llegar a medir uno noventa o uno noventa y cinco. Ya era capaz de lanzar el balón desde el jardín trasero de casa hasta el gran roble. Treinta y cinco yardas. Frank había medido esa distancia. Rusty, el golden retriever de la familia, ladró a William; quería jugar con él. William hizo como si recibiera un pase del center y dio un salto a la derecha para esquivar a Rusty, como si este fuera un linebacker que intentaba aplacarlo, ancló los pies al suelo y lanzó el balón hacia atrás. En una espiral perfecta. Con velocidad. El cuero hacía que a Frank le picaran las manos.

      —Voy a ser el quarterback de los Dallas Cowboys —dijo William—. Seré una estrella.

      Era su sueño. Todos los niños de doce años tenían sueños así. Frank, cuando era pequeño, soñaba con ser golfista profesional, un nuevo Jack Nicklaus, pero no era capaz de hacer un putt en un hoyo para ganar un torneo, o salvar su carrera. Al menos lo habían aceptado en la facultad de Derecho. Como solía decir, ese era su plan B. En ese momento se preguntaba si William también necesitaría uno.

      Lanzó el balón a su hijo de nuevo.

      William recibió el balón, rotó hacia la izquierda, ancló el pie con rapidez y le lanzó el balón con fuerza a su padre como si corriera en una trayectoria de escuadra fuera. Tenía el padre más enrollado de todo el colegio. Los otros padres eran hombres de negocios adinerados, médicos e incluso abogados como su padre, aunque no eran famosos abogados penalistas. Por supuesto, no aceptaba casos de personas malas que habían hecho daño a personas buenas. Tan solo ayudaba a hombres a los que la policía había confundido como culpables, pero que no lo eran en realidad. Él siempre demostraba la inocencia de sus clientes. Siempre decía que defendía a personas con estudios de clase media alta que vestían de traje y corbata, aunque William nunca entendió qué tenían que ver el traje o la corbata con que alguien fuera inocente o culpable.

      —Quiero ser tan famoso como tú —dijo William.

      Su padre le devolvió el lanzamiento.

      —Yo no soy famoso.

      —Pero apareces todos los días en el periódico.

      —Porque mis clientes son famosos.

      William rotó a la izquierda, retrocedió con el balón en su poder y lanzó.

      —¿Como la senadora?

      —Sí, como ella.

      Su padre estaba trabajando en un gran caso en Austin. Había vuelto a casa para pasar el fin de semana.

      —¿Por qué todos los famosos te llaman?

      —Porque están en apuros.

      —¿Por qué?

      —Porque cometen errores. O porque el fiscal cree que han hecho algo malo.

      —¿Pero no son gente mala?

      —No, todos mis clientes son inocentes.

      —¿Y qué pasa si son culpables?

      —Entonces no los acepto como clientes.

      —¿Y qué pasaría si fueran ricos y te pagaran muchísimo dinero?

      —Seguiría sin aceptarlos.

      —¿Nosotros somos ricos?

      —No vivimos mal.

      Él a menudo contestaba cosas así, en lugar de responder tan solo sí o no.

      Así es como los abogados contestan a las preguntas.

      —Vivimos en una casa grande en River Oaks —dijo William.

      —No es de las más grandes de por aquí.

      Su padre siempre vestía de traje y corbata cuando trabajaba, pero él no era un delincuente. Él solía llevar camisa blanca, corbatas de colores, traje y unos finos zapatos de cuero que intentaba siempre no hundir en alguna de las cacas de Rusty, las que se suponía que William tenía que recoger. Papá se había arremangado las mangas de la camisa. Había conducido de vuelta de Austin y, tras aparcar el Ford Expedition, en el garaje vio a William en la parte de atrás, por lo que corrió a lanzarse con él la pelota, sin ni siquiera cambiarse de ropa. Él era así. No le importaba hacer cualquier cosa en traje, incluso aunque sudara como hacía entonces. Él era bastante mayor, cuarenta y cinco años, pero no parecía que fuera tan viejo como los padres de los otros niños, que eran hombres pálidos, regordetes y calvos. Él era un hombre viril, como los deportistas. Entrenaba en el gimnasio del bufete de abogados. Siempre decía que se mantenía en forma para cuidar de su hijo. Salían a correr por las calles de River Oaks los fines de semana e iban juntos a jugar al club de golf. Y aún tenía pelo. Las otras madres se quedaban mirándolo cuando iba a almorzar con su hijo al colegio o cuando iba a ver sus partidos de fútbol. William estaba orgulloso de que Frank Tucker fuera su padre.

      —La cena está lista —gritó Becky desde la puerta de atrás.

      William trotó hacia donde estaba su padre, que lo levantó con las manos abiertas; Frank dio una palmadita a su hijo. Chocaron los cinco. Papá siempre decía que William chocaba los cinco desde que era un bebé. Ese era el vínculo que compartían, su momento íntimo, como cuando papá besaba en la frente a Becky. William ya era mayor, así que su padre no le daba besos. Caminaron al lado de la piscina y entraron en la casa. Rusty les siguió. Vivían en una casa grande de dos plantas en una de las mejores zonas de Houston, River Oaks. Muchos, con seguridad, dirían que vivían en una mansión, pero las casas de muchos de sus compañeros de clase eran más grandes que la suya. Mamá quería una casa más grande. Papá ganaba mucho dinero, aunque decía que mamá se lo gastaba todo. A menudo, William se daba cuenta de que papá quería dejar las cosas claras a mamá, pero nunca lo hacía.

      —Tengamos la fiesta en paz —decía siempre a William.

      Frank entró a la cocina por la puerta de atrás, donde estaban su mujer, su hija y el olor de las enchiladas de Lupe. Había estado cinco días fuera de casa, aunque su mujer no corrió a abrazarlo


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