Palmeras de la brisa rápida. Juan Villoro
–Se conoce que están enterados –añadía, con un gesto de la más transparente vanidad.
–¡Esta mujer! –farfullaba mi abuelo.
Yo estaba de parte de la abuela. Era cariñosa, inventiva, malediciente y encontraba una justificación extralógica para cualquier cosa. Una de nuestras actividades centrales consistía en sopear panes en su café con leche (acaso por ese don yucateco para azucarar las cosas, el suyo sabía más rico que el de los demás). Cuando mi madre nos encontraba lamiendo las gotas que habían ido a dar a nuestros antebrazos, iniciaba una reprimenda:
–¡Qué porquería!
Entonces ocurría la fabulosa explicación de mi abuela:
–Si así lo hacen los americanos –y a continuación inventaba una película de gente refinadísima que sopeaba el pan, con un reparto avasallador: Ingrid Bergman, James Stewart, Grace Kelly y Humphrey Bogart.
–Pero ellos no se lamen los antebrazos.
–H’m. Se acabó –y las lágrimas fluían puntuales de sus ojos.
–¡Sí, hazte la víctima!
–Tienes razón –sollozaba–, se me figura que la Bergman no estaba en la película, sino Rita Hayworth –era imposible regatearle un argumento.
Mi abuela es la única persona que he visto llorar sin sentirme mal. Las lágrimas eran la exacta puntuación de sus historias. Me gustaba que contara el episodio del chocolate. En una época en que fueron muy pobres, su padre gastó sus últimas monedas en comprar un trozo de chocolate que tuvo que repartir entre sus siete hijos. La primera lágrima siempre caía en la palabra “trozo”.
Pero su capacidad histriónica conocía momentos más intensos. Sus desmayos y sus ataques eran espléndidos. Sabíamos que los fingía, pero parecían tan verídicos que nos arrodillábamos a rezar mientras mi abuelo iba por el alcohol.
Mi abuela había querido ser cantante de ópera. Por suerte para nosotros su padre no la dejó; de lo contrario nos hubiera privado de las escenas que iban del árbol de hule en el jardín a la azotea donde recitaba un aria de fin de mundo hasta que descubría que no valía la pena lanzarse de algo que no fuera un castillo.
Esta pasión la llevó a incluirme en un drama:
–Te voy a costurar un trajecito –me dijo cuando le hablé con entusiasmo de la película El Cid Campeador.
Su inagotable capacidad de extravagancia también pasaba por la Singer. Había hecho títeres en forma de dedales, la familia Tuch (ombligo). Por desgracia he olvidado los parlamentos que le asignaba a los diez ombligos.
En el caso del Cid, nada le pareció más natural que yo llevara mis gustos castizos a la calle. Velamos las armas en el antecomedor y luego me habló pestes de los moros (un moro era un enemigo terrible, un turco histórico). Así, un día de gracia de 1964 salí a combatir moros a la calle de Santander, enfundado en un traje medieval, con cruz roja al pecho y espada de palo a manera de la Colada. Por una vez los indios y los vaqueros se unieron para destruir esa incoherente aparición.
Mi abuela quedó feliz con la escaramuza. Curó mis heridas con violeta de genciana, arregló el traje y se ofreció a confeccionar una cota de malla con un mosquitero. No soporté la idea de un nuevo enfrentamiento. Le hablé de los penachos indios y las afiladas botas de los vaqueros, con tal intensidad que se aficionó al rodeo. Ante la mirada disolvente de mi abuelo, la sala se transformó en un lienzo donde mi abuela toreaba perros de peluche.
–Lo más importante es el público –no podía iniciar una escena sin testigos suficientes; pasábamos la mayor parte del juego abarrotando la falsa chimenea de muñecos y mascotas.
Alguien tan hábil para contar descalabros ajenos debía tener una fuerte noción del qué-dirán. Y mi abuela la tenía, pero sólo abarcaba a los yucatecos. Si le llegaba una boleta de luz excesivamente alta, decía:
–¡Machis!, se me figura que me quiere perjudicar un yucateco de la companía de luz.
En su mente, el pequeño mundo de Progreso se había trasladado a la ciudad para observarla. Sus actos seguían siendo tan comentados como cuando iba a la nevería o al teatro Melchor Ocampo. A juzgar por su recelo, Yucatán debía ser una sociedad de conspiradores. Si alguien le ofrecía presentarle a un paisano, exclamaba:
–¡Fo!, ¡a redo vaya! –que más o menos significa “fuchi, vete al diablo”.
En cuanto a la familia, sólo entraba en su vida en forma de molestia. Su madre era una figura tiránica. Se acostaba en su hamaca, el único sitio donde estaba “comodita”, a comer plátanos con leche y decidir la vida de sus hijos. A Florinda la destinó a la soltería: “Eres la fea, tú me vas a acompañar de vieja”. Florinda desarrolló tal fobia a los espejos que gritaba si le colocaban uno enfrente. Ernesto, el hermano mayor, era malísimo, se comía todo el arroz de los años pobres “y ni siquiera engordaba”. Este apetito sin provecho apenas era compensado por el humor “del pobre Gonzalo” (mi abuela no podía hablar de alguien bueno sin pobretearlo). Gonzalo murió joven y lo único que sé de él es la frase que dijo en una alberca: “Hago tan bien el muertito que hasta me empiezo a pudrir”. Elvia tenía jaquecas todos los días a las cuatro en punto; se acostaba unos minutos antes, a esperar su hora de dolor.
La única amiga de mi abuela era la señora Villa, una italiana (sus elaborados prejuicios le hubieran impedido tratar a alguien que se apellidara como el Centauro del Norte), casada con un ex piloto de Mussolini que se mantenía jovencísimo gracias a una dieta de miel.
Además de la señora Villa, Italia tenía otras virtudes: era el país de la ópera y no era España. Y es que la abuela había emprendido una cruzada antihispánica. Aunque el Cid merecía su aval moral para decapitar moros, los españoles del dúplex (mi abuelo y mi padre) sólo podían ser objeto de intriga. En aquellos días primarios, me convenció de que España era el país donde la gente no se cambiaba de camisa. Ella era fanática de la limpieza; los jabones que pasaban por sus manos cobraban otra consistencia, como si hubieran servido a un regimiento, y tenía no menos de tres polveras en servicio. El caso es que una de nuestras complicidades consistía en contar los días que mi padre llevaba con la misma camisa. Es obvio que alguien que creció en un internado jesuita, donde había que romper el hielo en el aguamanil para lavarse la cara, no podía tener la misma relación con el agua que una dama del trópico, pero mi abuela aprovechaba cualquier oportunidad para que la vida de la casa se volviera interesante, es decir, sospechosa.
Vivía rodeada de extranjeros. Mi hermana y yo éramos “mexicanos”, y por más lástima que esto le causara, jamás hubiera pensado en compartir nuestra suerte. Mi madre nació en Yucatán, pero su vida estaba marcada por el estigma de los descastados: había empezado a fumar.
Todas sus ideas eran fijas: mi hermana Carmen y yo éramos perfectos, a pesar de que jamás lográramos cumplir una de sus más caras obsesiones: dibujar “un tucho nadando”. El tema estaba a la altura de nuestros gustos estrafalarios, pero desperdiciamos cientos de crayones sin lograr que el simio nadara.
Cuando mi madre le dijo (llorando en serio, sin la menor teatralidad) que yo era sonámbulo y hablaba solo, ella respondió: “Cómo sufre el nené”. Los culpables de mis defectos siempre eran otros, en especial mis insoportables amigos:
–¡Estos chiquitos sólo vienen a hacer laberinto! –se quejaba.
“Hacer laberinto” era hacer escándalo, lo cual dio lugar a una deformación que mi abuelo usaba para interrumpir el rodeo o algún aria de Verdi:
–¡Detengan el laberinto! –blandía el bastón sobre nuestras cabezas y mi abuela aprovechaba para desmayarse.
En los días de gloria, además de la televisión, la abuela nos dejaba ver sus cálculos del riñón.
–Cuidado con el xix –decía para que no tiráramos las migajitas (el sonido de la x equivalía al sh inglés), luego volvía a guardar los cálculos en un armario repleto de cajitas vacías.