Palmeras de la brisa rápida. Juan Villoro
y usar la primera servilleta a su alcance. Yo no sentía la menor urgencia de decir algo. Traté de concentrarme. Algunas personas solitarias sorbían sus cafés de cara al techo. Pensé que el lugar se dividía en dos grupos extremos: el bullicio de las tertulias y los hombres solos. Pero el cronista va demasiado rápido, distingue un arquetipo antes que una gente, sospecha, como Gómez de la Serna, que cada cosa es estuche de otra cosa: el tenedor es la radiografía de una cuchara.
Hasta ese momento la gente que me rodeaba no era nadie. Cuando mi abuela decía “no es nadie” se refería a alguien que no tenía una relación precisa con ella. Había vivido rodeada de “nadies” y “unos”. Yo quería lograr el tono opuesto, una voz confianzuda, capaz de que todos los comensales se cruzaran en mi servilleta de papel. Pero el café había caído en un torpor espeso, sin más signos vitales que el ronroneo de los ventiladores o el acento metálico de alguna cucharita. “¡Un suceso para mi pluma!”, reclamaba el viajero del segundo café, a quien ya no le bastaba estar a gusto.
De repente fue como si un gallo secreto cantara en el lugar. Todo mundo se espabiló, algunos se frotaron los ojos, el bullicio regresó a las mesas. También llegó un tipo de gruesos mostachos, camisa floreada y brazalete a quien llamaré el Bucanero. Tenía la evidente intención de fondear en la mesa de unas turistas. De las cuatro norteamericanas, dos eran del género roñoso: chinelas con arena, camisetas de basquetbolista (continua demostración de que las navajas no visitaban sus axilas), involuntarias trenzas de rastafari, cajitas de petate para los cigarros y una bolsa de hule para los dólares (bastantes). Las otras dos no parecían tener mayor relación con ellas que ser compatriotas y compartir la mesa del café. Se habían arreglado con el esmero de quienes piensan que todos los países extranjeros están de Halloween: camisas de la India con espejos, negritos de ébano colgando entre los senos, rebozos con la gama entera de los colores guatemaltecos, palitos japoneses cruzados en equis en el pelo, suficientes agujeros en las orejas para soportar plaquitas egipcias y tirabuzones tal vez orientales.
Aunque el Bucanero conocía a las cuatro, parecía más interesado en las chicas con fantasía decorativa (que sí usaban brasier y procuraban hablar en español). En eso el tipo con los gogles de buzo se acercó a la mesa y ofreció su mano pintada al óleo. Las de camiseta de basquetbolista lo saludaron displicentes; las del disfraz multinacional con admirativa precaución, como si los dedos fueran un Jackson Pollock.
¿Cuántos ligues semejantes estarían ocurriendo en los cafés y los portales del país? Era difícil no ver a esos ultralatinos con ojos de D. H. Lawrence, Malcolm Lowry o Carlos Fuentes: se reían como mexicanos, miraban como mexicanos, ligaban como mexicanos, sus pies ya se mezclaban con las sandalias arenosas y las alpargatas griegas; para seguirlos viendo hubiera sido necesario cambiar de pasaporte; eran tan insoportablemente mexicanos como zapatistas con ates de Morelia en las cananas.
Desvié la vista a la derecha y di con una muchacha de pelo castaño, cortito y aborregado, absorta en la lectura de un libro. Para ella no existían los afanes de las otras mesas. Tampoco el calor; parecía rodeada de un clima que sólo a ella concernía. El chocolate le había dejado medias lunas en el labio superior; sin dejar de leer, lamió el dulce rescoldo con la punta de la lengua, su pie descalzo jugaba con la sandalia, su mano con un cairel sobre la oreja. ¿Quién ignora que esos gestos mínimos han sido causantes de la guerra de Troya y la literatura entera? En este caso, sin embargo, dieron lugar a algo menos épico: traté de averiguar qué leía. Vi su nariz pequeña durante uno o dos capítulos hasta que pidió la cuenta y alzó el libro, con letras amarillas en el lomo: Yucatán. Hasta entonces yo entretenía la esperanza de que no fuera extranjera, ¿pero puede haber algo más irreal que una mexicana que viaje sola? La soledad es un caso de alarma para las mexicanas. En los restoranes de lujo van juntas al baño, en las reuniones se arremolinan en torno a las galletas con paté, en las escuelas deambulan en apretadas flotillas. Como para justificarme, se dirigió al mesero en un español deliciosamente incorrecto. Pagó la cuenta, arregló sus cosas con una prisa que en las mujeres jóvenes siempre asocio con el futuro, con destinos impetuosos, llenos de decisiones definitivas, y se disipó en la luz del mediodía.
Entre tanto, los comensales de mezclilla y los de guayabera habían salido del café. También en la mesa del fondo las cosas eran distintas. El Bucanero se fue con una rubia deshilachada (la otra desapareció sin que yo lo advirtiera). Los vi subir a un boogie amarillo estacionado en el parque de enfrente. El buzo, para su desgracia, había quedado a la deriva y era víctima de una lectura de poesía. Por lo visto, la compleja imaginación de las viajeras no se detenía en su atuendo. Ahora se alternaban para leer poemas mimeografiados. El buzo frotó los gogles en su cabeza mientras las poetisas leían con rostros emotivos, es decir, desfigurados. No disponían de noticias alegres. El galán lo comprendió demasiado tarde y alzó un brazo excesivo, como para salir a flote. El mesero le llevó la cuenta y una sonrisa de compasión. Ya sobre la acera, la mano colorida se agitó de prisa. Las lectoras apenas lo notaron. Cuando salí del café seguían abismadas en sus creaciones.
Así transcurrió este primer paseo. Había visto un ligue y un romance fracasado, una belleza evanescente, algunas fachadas abrasadas por el sol. Seguía sin conocer a nadie pero ya me sentía capaz de adentrarme en los vericuetos de la ciudad. En eso estaba cuando me volvieron a ofrecer hamacas.
LOS AEROPLANOS DEL CALOR
DE LA CASTA DIVINA A LA CASTA BEDUINA
Ciertos calificativos cuestan más trabajo que otros. Para que una ciudad mexicana sea “heroica” tiene que haber sufrido al menos una flagrante derrota ante las armas extranjeras; para que sea “hermosa”, basta que el Centro y las diez calles que lo circundan sean estilo colonial (el resto puede ser horrendo o, como en el caso de Mérida, simplemente anodino). Con algunas excepciones (Guanajuato, Zacatecas), las ciudades mexicanas crecen para negar su centro, se desparraman en un sinfín de loncherías y talleres mecánicos hasta llegar a las colmenas de los obreros –un vasto homenaje a los tinacos– y, en el extremo opuesto, a los chalets de los ricos –que lucirían más alpinos sin marcos de aluminio en las ventanas.
Mérida tiene dos zonas de esplendor, el Centro, construido en la Colonia, y el Paseo Montejo, vestigio del auge henequenero. Me senté a tomar una horchata bajo un flamboyán en una animada cafetería del Paseo. El barullo de las otras mesas me hizo sentir al margen –las dos sillas vacías eran una forma del fracaso– hasta que recibí a la visitante de los desolados: la conciencia histórica. ¿Quién piensa en civilizaciones cuando tiene amigos? Jamás me he acordado de los sumerios en una reunión, pero ahí, en la mesa menos viva de la cafetería, repasé mis ficheros yucatecos.
A principios de siglo, en una época dichosa donde no había nylon, los barcos del mundo entero se ataban y desataban gracias a Yucatán. La venta de millones de cuerdas de henequén regresó a Mérida en forma de mansiones palaciegas, mosaicos de Italia, sillas de Austria, emplomados de Francia, cristal esmerilado de Bohemia. La burguesía henequenera de veras se aficionó a lo bonito y edificó casas con mansardas en un lugar que, al menos en la presente era geológica, no conocerá la nieve.
La visita de Porfirio Díaz en 1905 aún se recuerda por los fastuosos convites que acarreó. Entre otras cosas se logró evitar que el presidente viera los vestigios mayas. Si tenía ganas de ruinas, para eso había diseñadores que podían hacerle una griega. Así, el Partenón amaneció a la vera de un cenote; gruesas columnas dóricas de yeso sostenían el letrero: “Sé ático o retírate”. En aquellos tiempos “ser ático” significaba cerrar los ojos cuando el látigo del capataz caía sobre la espalda de un indio (“el maya oye por la espalda”, rezaba un dicho) y abrirlos justo en el momento en que la víctima besaba la mano del verdugo. Los superáticos de plano preferían no conocer sus haciendas. Una clase tan excelsa merecía otro mote que el de “gente rica”. Los cincuenta reyes del henequén se autoproclamaron la Casta Divina.
En 1908, el periodista norteamericano John Kenneth Turner logró ser aceptado en la rigurosa sociedad del Paseo Montejo. El mercado del henequén se había desplomado y nada podía ser más bienvenido que un inversionista extranjero (Turner fingió ser un hombre de negocios tan próspero que estaba dispuesto a sufragar causas perdidas. Su intención