Por el placer de contar. Gladis Barchilon

Por el placer de contar - Gladis Barchilon


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familiares, había otras cosas que no reconocía ni podía comprender.

      Una de ellas era un aparato con dos puertas que tenía iluminación propia. De allí Alex había extraído una caja blanca con dibujos verdes para ofrecerle leche. Ella, por supuesto, no había aceptado, porque le resultaba poco confiable. Su familia acostumbraba a consumirla exclusivamente recién ordeñada al pie de la vaca.

      Desde la cocina, observó la sala. Vio un rectángulo negro con colores brillosos que titilaba permanentemente.

      - ¿Qué es eso? -le preguntó a Alex.

      -Se llama computadora.

      -¿Para qué sirve?

      -En ella cabe casi todo el saber del mundo.

      -¿En algo tan pequeño?

      -Sí, en algo tan pequeño -respondió él.

      Victoria estaba cada vez más confundida.

      -Por favor, explíqueme qué hace usted aquí y por qué hay tantos cambios.

      -Bueno, Victoria... creo que tiene derecho a saberlo. Yo también vivo aquí.

      -¿En calidad de qué?

      -De propietario.

      -¿Qué dice? ¡Insensato!; la dueña soy yo.

      Alex se arrepintió de sus inoportunas palabras. No quería contrariarla ya que al fin parecía relajada, enseguida agregó:

      -Fue una broma. Por supuesto, Victoria, usted es la dueña de esta casa.

      En realidad, eso era verdad. Ella era la titular más de un siglo antes que él.

      La joven esbozó una sonrisa de satisfacción y abandonó su pregunta inicial.

      -Quisiera bañarme.

      -Le advierto que hay ciertas reformas en el cuarto de baño -respondió Alex.

      -Bueno, eso no viene al caso, pues el baño lo tomaré, como de costumbre, en mi dormitorio. Pero... a propósito, ¿en qué momento se hicieron esas reformas?

      -¿Sabe una cosa, Victoria?, usted durmió largo tiempo.

      -¿Largo tiempo? ¿Cuánto…?

      -No sé decirle.

      -Tal vez tenga razón, porque me desperté muy embotada.

      -¿Recuerda algún detalle? -inquirió Alex.

      -Ahora que lo pienso, deben haber sido aquellas semillas que el sobrino de Vicenta trajo del Perú -dijo ella en tono dubitativo.

      -¿Y qué semillas eran?

      -Aquí tengo algunas -exclamó, al mismo tiempo que señalaba una pequeña bolsita de tela marrón que pendía de su cuello-. El joven que me las entregó me aseguró que el poder de esas semillas era un secreto muy bien guardado por los indios del Amazonas, las llamó “las semillas del devenir”.

      -¿Y usted las probó?

      -Sí, lo hice, no entendía bien qué significaba la palabra “devenir” y se me despertó la curiosidad por poder experimentar el efecto que me causarían. Después de unos minutos, sentí un gran cansancio; Vicenta me acompañó a la cama. Me dormí de inmediato. Lo demás, ya lo sabe. Cuando desperté, estaba usted.

      »Perdone la insistencia, pero quiero bañarme. Aunque, si no está Vicenta no sé quién va a prepararme la tina con agua caliente…

      -Yo la ayudaré. Por favor, acompáñeme, pero esta vez será en el cuarto de baño.

      Y tomándola del brazo la condujo hacia la parte trasera de la casa.

      Victoria quedó impresionada al entrar. No esperaba semejante transformación. El joven oprimió un botón y ella se encandiló con la iluminación. Le resultó notoriamente diferente que la habitual a gas.

      En ese sitio había una serie de artefactos que ella no reconocía. Alex fue explicándole su uso. Frente a la bañera corrió una mampara y abrió la canilla.

      -Ya no usamos tinas ni fuentones. El agua sale de aquí arriba, como si fuera una lluvia caliente. Usted podrá bañarse sola sin el auxilio de nadie. Esto se llama ducha. La dejaré funcionando.

      Alex abrió el grifo y le explicó cómo cerrarlo al finalizar. Antes de retirarse, le preguntó si precisaba algo más. Ella movió la cabeza negativamente.

      Victoria quedó largo rato mirando caer el agua a través del vapor. Experimentaba un fuerte temor, siempre se había bañado en su habitación, inmersa en una tina de hojalata que su criada iba llenando con agua caliente. Lo que tenía frente a sí era muy distinto. A pesar de que se sentía insegura, decidió ingresar en el cubículo, necesitaba sentir el contacto del agua sobre su cuerpo. Se desvistió parcialmente, sin despojarse de la enagua de algodón. Con cierta torpeza, se ubicó bajo la ducha.

      ¡Qué reconfortante sensación experimentó mientras enjabonaba su cuerpo! ¡Cuánto disfrutaba al lavar sus cabellos con los productos que Alex le había suministrado! ¡Qué efecto masajeador el del agua caliente deslizándose por su espalda! ¡Qué abundante y perfumada la espuma! No entendía nada de lo que le estaba sucediendo, pero en ese momento se sentía muy cómoda bajo la ‘ducha’, un término nuevo, que a partir de ese momento comenzaba a incorporar a su lenguaje.

      Largo rato estuvo disfrutando del tibio golpeteo que producía el agua tibia al deslizarse sobre la piel y que nunca antes había experimentado. Cuando se sintió completamente renovada, decidió salir. Se secó con el toallón que Alex le había preparado, se colocó nuevamente la bata y se encaminó hacia el dormitorio. En el trayecto descubrió que él dormía plácidamente sobre el sofá.

      Complacida, observó que en la pared todavía colgaba su última adquisición, un reloj de carrillón importado de Francia. Marcaba las tres y veinte.

      Se introdujo en la cama, y después de cubrirse con una manta, se quedó dormida.

      Cuando despertó, pensó que tal vez su vida había vuelto a la normalidad. Pero al salir de la habitación comprobó que lo sucedido el día anterior había sido real. Los cambios que se habían producido en su casa permanecían inalterables.

      Alex ya no estaba durmiendo en el sofá.

      El sol atravesaba los vidrios de los ventanales. Fue hacia la cocina. En la mesa encontró una esquela:

      “Victoria:

      Fui a trabajar, volveré a las dos de la tarde. Cerré con llave la puerta principal. En la calle hay muchos peligros. A mi regreso le explicaré. Le dejo pan, queso, frutas y verduras para que se sirva a gusto. Aguárdeme tranquila.

      Su amigo

      Alex”

      Se sintió agradecida. Comió con apetito. Cuando terminó de almorzar, decidió que debía inspeccionar la casa. Quería saber qué estaba sucediendo, de qué se trataban todas esas transformaciones que habían alterado su vida. Necesitaba entender por qué se habían producido, y encontrar algún indicio sobre el paradero de Vicenta.

      Afortunadamente, el cristalero de roble, que perteneciera a su madre, permanecía intacto.

      La cocina le pareció muy extraña. No existían rastros de leña ni de carbón. Lucía impecable. De ella colgaba un mueble con tres puertas. Comenzó a inspeccionar el interior y encontró varias bolsas, cajas y frascos confeccionados en materiales desconocidos. Se detuvo en las etiquetas. En una, decía fideos; en otras, salsa de tomate, arroz, galletitas, no galletas, como las llamaban habitualmente. Algunas eran latas de anchoas, frascos de mermeladas y muchos otros productos desconocidos para ella.

      Se acercó al artefacto blanco con luz del que el día anterior sacara la leche. (o había sacado). El compartimiento inferior estaba repleto de alimentos fríos. Los que tenían etiquetas rojas eran botellas con bebidas oscuras, las movió y formaron burbujas. Descubrió que había manteca, idéntica a la que solían elaborar habitualmente, pero envuelta en un papel plateado.


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