Recibiendo a Jesús. Mariann Edgar Budde
target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_0cab5c82-cdc5-5fe2-8c9b-82857ff41a27">7. John O’Donohue, To Bless the Space Between Us: A Book of Blessings (New York, Doubleday, 2008), 185.
8. Bryan Stevenson, Just Mercy: A Story of Justice and Redemption (New York: Spiegel & Grau, 2014), 14.
DETENTE, ESCUCHA Y DECIDE SEGUIR A JESÚS
Pero Jesús le dijo a Simón: “No temas, que desde ahora serás pescador de hombres.” Llevaron entonces las barcas a tierra, y lo dejaron todo para seguir a Jesús. —Lucas 5:10–11
EL CAMBIO COMIENZA AL ENFOCAR nuestras vidas en Jesús. Cuando alguien nos llama, nosotros cambiamos la mirada. Movemos nuestra atención. Algunas veces nos damos vuelta y vamos en una dirección diferente. Adondequiera y como sea que cambiemos, es importante recordar que lo hacemos en respuesta a un llamado, a la conciencia de que alguien o algo nos llama desde dentro o fuera de nosotros. Si cambiar es nuestro primer paso hacia en encuentro con Dios, nosotros no iniciamos esa relación. Una relación con Dios—y para los cristianos, una relación con Jesús—nunca comienza de nuestra parte. Siempre comienza con Dios.
Nuestra relación con Dios comienza como la relación que tuvimos como infantes con nuestros padres y otros adultos en nuestra crianza. Nuestras imágenes paternales de Dios están relacionadas con la psiquis humana, precisamente debido a nuestras primeras experiencias. Aquellos que nos amaron cuando éramos niños ya lo hacían mucho antes de que supiéramos lo que era el amor, e incluso antes de que nosotros los amáramos a ellos. Tuvimos que crecer reconociendo su amor, nuestra comprensión del amor y nuestra capacidad de amar antes de responder. En el proceso de crecimiento de toda una vida, aprendemos y continuamos aprendiendo lo que es el amor humano.
De forma similar, Dios nos ama muchos antes de que estemos conscientes del amor divino. Podemos vivir por años, incluso la vida entera, sin darnos cuenta del amor de Dios. Muchas personas viven, trágicamente, sin amor humano, a tal punto que la idea de un Dios amoroso parece inconcebible e incluso ofensivo. Sin embargo, es cierto también que estar conscientes de la presencia de Dios requiere apertura de nuestra parte, la voluntad de acabar con el juicio, lo suficiente como para notar lo que está llamando nuestra atención.
El mensaje esencial del evangelio, sugiere el antiguo arzobispo de Canterbury Rowan Williams, es que Dios está más interesado en nosotros que nosotros en Dios. Él escribió: “La buena noticia es que si mostramos señales de respuesta, de confianza y amor, entonces ese interés se convertirá en una relación e intimidad profundas.”1 No es sorprendente que muchos de nosotros hemos tenido experiencias espirituales significativas durante momentos de gran vulnerabilidad o gozo, ya que esos son tiempos en los que frecuentemente bajamos nuestra guardia. Cuando somos vulnerables podemos ser más receptivos a la presencia misteriosa y amorosa de Dios.
Como al responder a una mano extendida para unirnos a alguien en una pista de baile, solo podemos decidir dirigirnos hacia nuestra experiencia de un encuentro espiritual. En las primeras etapas de nuestra relación consciente con Dios, o al volver a una relación intencional, nuestros primeros pasos son, en respuesta a una invitación que proviene de Dios.
Existen numerosas historias en la Biblia sobre la vida de Jesús que ilustran esta dinámica relacional de encuentro y respuesta. Estas son parte de un género bíblico más grande conocido como “historias de llamado”, ya que en ellas, importantes personajes bíblicos escuchan el llamado de Dios o de Jesús y ellos deben decidir si quieren responder o no. También podemos referirnos a estas como “historias de invitación”, porque en el encuentro o experiencia se extiende una invitación y Jesús espera por nuestra respuesta.
Una de mis historias de invitación favoritas en la Biblia tiene lugar temprano en el ministerio público de Jesús. Según se cuenta en el Evangelio según Lucas, Jesús estaba enseñando y sanando en los pequeños pueblos en el norte de Israel, cerca de un lago conocido como el Mar de Galilea. La respuesta de la gente que vivía en esa región fue inmediata y entusiasta, tanto así que la multitud comenzó a seguir a Jesús a dondequiera que él iba.
Un día, Jesús le preguntó a dos pescadores si él podía usar uno de sus botes como plataforma flotante para poder hablarle a los que estaban reunidos en la orilla del lago. Aunque habían regresado recientemente de una larga y poco exitosa noche de pesca, uno de los pescadores llamado Simón estuvo de acuerdo en llevar a Jesús mar adentro. Cuando Jesús terminó de enseñar, se dirigió a Simón y dijo: “Lleva la barca hacia la parte honda del lago, y echen allí sus redes para pescar.” Aquí es cuando los lectores de la historia se dan cuenta que el objetivo principal de Jesús no era enseñar a la multitud, sino pasar un tiempo a solas con Simón. Este le recuerda gentilmente a Jesús que él y sus compañeros habían estado de faena toda la noche y no habían pescado nada. Sin dudas estaba exhausto y convencido del esfuerzo inútil de echar las redes nuevamente. Sin embargo, Simón accede: “Pero ya que tú me lo pides, echaré la red.”
En su libro Simon Peter: Flawed but Faithful Disciple, Adam Hamilton sugiere que la frase “ya que tú me lo pides” es una expresión de la “obediencia renuente” de Simón, algo con lo que todos podemos identificarnos. “Existen momentos”, escribe Hamilton, “en los que Jesús nos pide hacer algo que nosotros no queremos hacer, cuando estamos cansados o cuando lo que se nos ha pedido no tiene sentido para nosotros . . . Para nosotros, las aguas profundas son el lugar al que Jesús nos llama a ir cuando preferiríamos quedarnos en la orilla.”2
Yo puedo escuchar el tono de obediencia renuente en la respuesta de Pedro. Incluso puedo imaginarme a Pedro diciendo “si tú me lo pides”, con ese tipo de exasperación que insinuaba: “Claramente no sabes de lo que estás hablando, pero para complacerte, o incluso para probarte que estás errado, haré lo que me pides.” En mis momentos de más reflexión, escucho a Simón desde una posición de esperanza agotada. Él estuvo dispuesto a tirar la red una vez más en caso de que unos pocos peces aparecieran y así redimir sus esfuerzos fallidos.
No importa la intención con que Simón lo dijo, lo que importa es que Simón hizo lo que Jesús le pidió. En unos minutos, hubo más pescados que lo que su red podía soportar. En un punto de giro para Simón, este cayó de rodillas abrumado de vergüenza: “Señor, ¡apártate de mí, porque soy un pecador!” Claramente no se trataba de vergüenza por haber dudado de la sensibilidad de Jesús para la pesca. Simón reconoció rápidamente a Jesús de una nueva manera; se dio cuenta que estaba en presencia de alguien santo, y él sintió que no era digno. Seguramente si Jesús hubiese sabido qué tipo de hombre era Simón, no hubiese querido tener nada que ver con él.
Pero Jesús sí lo conocía. Sabía todo acerca de él. Jesús no le pidió a Simón por ayuda porque quería su bote. Él quería a Simón. “¡Sígueme!”, le dijo, “desde ahora serás pescador de hombres.” Simón cambió y siguió a Jesús y su vida cambió para siempre (Lucas 5:1–11).
Lo que me gusta del encuentro entre Simón y Jesús es que describe tan maravillosamente cómo Jesús se aparece en nuestras vidas y revela su presencia antes de pedirnos que lo sigamos. Obviamente, nosotros no experimentaremos a Jesús como lo hicieron Simón y otros, cuando Jesús caminaba por estas tierras. Jesús viene a nosotros ahora en espíritu. Él viene en y a través de otras personas. Él habla a través de nuestros pensamientos y sueños, a través de sucesos en nuestras vidas, a través de lo que leemos, escuchamos o vemos. Cuando vemos a Jesús ahora, lo vemos con nuestro ojo interior. Cuando lo escuchamos, lo hacemos con nuestro corazón. Nuestra relación con Jesús comienza no con nosotros, sino con él viniendo hacia nosotros. Solo entonces