Juramento de Cargo. Джек Марс
físicamente, estaban bien. Los malos no dañaron la mercancía. Tal vez la mano de Don Morris estuvo allí, de alguna manera, protegiéndolos.
Pensó brevemente en Don. Ahora que los eventos se habían desarrollado, parecía correcto hacerlo. Don había sido el mayor mentor de Luke. Desde el momento en que Luke se unió a las Fuerzas Delta a los veintisiete años, hasta esa madrugada, doce años después, Don había sido una presencia constante en la vida de Luke. Cuando Don creó el Equipo de Respuesta Especial del FBI, reservó un lugar para Luke. Más que eso: reclutó a Luke, lo cortejó, lo conquistó y se lo quitó a los Delta.
Pero Don se había transformado en algún momento y Luke no lo vio venir. Don estaba entre los conspiradores que habían intentado derrocar al gobierno. Algún día, quizá Luke podría entender el razonamiento de Don para todo esto, pero no hoy.
En la pantalla del ordenador frente a él, se escuchaba una transmisión en directo desde la sala de prensa repleta de lo que ellos llamaban “la Nueva Casa Blanca”. La sala tenía como máximo cien asientos. Tenía una pendiente gradual, hacia arriba desde el frente, como si se doblara, al estilo de una sala de cine. Cada asiento estaba ocupado. Todos los espacios a lo largo de la pared del fondo estaban llenos. Multitud de personas estaban de pie en ambos laterales del escenario.
Imágenes de la casa misma aparecieron brevemente en la pantalla. Era la mansión hermosa, con torreones y a dos aguas, de estilo Queen Anne de 1850, en los terrenos del Observatorio Naval en Washington, DC. Y, de hecho, era blanca, en su mayor parte.
Luke sabía algo al respecto. Durante décadas, había sido la residencia oficial del Vicepresidente de los Estados Unidos. Ahora y en el futuro previsible, era el hogar y la oficina del Presidente.
La pantalla volvió a la sala de prensa. Mientras Luke observaba, la Presidenta subió al podio: Susan Hopkins, la ex Vicepresidenta, que había prestado juramento esa misma mañana. Este era su primer discurso ante el pueblo estadounidense como Presidenta. Llevaba un traje azul oscuro, su cabello rubio recogido. El traje parecía voluminoso, lo que significaba que llevaba material a prueba de balas debajo.
Sus ojos eran de alguna manera severos y suaves: sus asesores probablemente la habían entrenado para que pareciera enojada, valiente y esperanzada a la vez. Una maquilladora de élite le había cubierto las quemaduras de la cara. A menos que supieras dónde mirar, ni siquiera las notarías. Susan, como lo había sido toda su vida, era la mujer más bella de la habitación.
Su currículum hasta el momento era impresionante. Incluía a la supermodelo adolescente, joven esposa de un multimillonario tecnológico, madre, senadora de los Estados Unidos por California, Vicepresidenta y ahora, de repente, Presidenta. El ex Presidente, Thomas Hayes, había muerto en un infierno subterráneo ardiente y la propia Susan tuvo la suerte de salir viva.
Luke le había salvado la vida ayer, dos veces.
Deshabilitó la función de silencio en su ordenador.
Estaba rodeada de paneles de vidrio a prueba de balas. Diez agentes del Servicio Secreto estaban en el escenario junto a ella. La multitud de reporteros en la sala le estaba dando una gran ovación. Los locutores de televisión hablaban en voz baja. La cámara se movió, encontrando al esposo de Susan, Pierre y a sus dos hijas.
Volviendo a la Presidenta: ella levantaba las manos, pidiendo silencio. A pesar de sí misma, esbozó una sonrisa brillante. La multitud estalló de nuevo. Esa era la Susan Hopkins que conocían: la entusiasta y apasionada reina de los programas de entrevistas diurnos, de las ceremonias de inauguración y las manifestaciones políticas. Ahora, sus pequeñas manos se cerraron en puños y las levantó por encima de su cabeza, casi como un árbitro que señala un gol. El público era ruidoso y se hizo más fuerte.
La cámara se movió. Washington, DC y los periodistas nacionales, uno de los grupos de personas más hastiados conocidos por el hombre, estaban de pie con los ojos húmedos. Algunos de ellos lloraban abiertamente. Luke vislumbró brevemente a Ed Newsam, con un traje oscuro a rayas, apoyado en dos muletas. Luke también había sido invitado, pero prefería estar aquí, en esta habitación de hospital. No consideraría estar en ningún otro lado.
Susan se acercó al micrófono. La audiencia se calmó, solo lo suficiente para que ella pudiera ser escuchada. Puso sus manos en el podio, como si se estabilizara.
–Todavía estamos aquí —dijo, con la voz temblorosa.
Ahora la multitud estalló.
–¿Y sabéis qué? ¡No nos vamos a ninguna parte!
Un ruido ensordecedor llegó a través de los auriculares. Luke bajó el sonido.
–Quiero… —dijo Susan y luego se detuvo de nuevo, esperando. Los vítores siguieron y siguieron; aun así, esperó. Se apartó del micrófono, sonrió y le dijo algo al hombre alto del Servicio Secreto que estaba junto a ella. Luke lo conocía un poco. Se llamaba Charles Berg y también le había salvado la vida ayer. Durante un período de dieciocho horas, la vida de Susan había estado en peligro continuo.
Cuando el ruido de la muchedumbre se apagó un poco, Susan regresó al podio.
–Antes de hablar, quiero que hagáis algo conmigo —dijo— ¿Lo haréis? Quiero cantar “God Bless America”. Siempre ha sido una de mis canciones favoritas —Su voz se quebró. —Y quiero cantarla esta noche. ¿La cantaréis conmigo?
La multitud rugió su asentimiento.
Entonces lo hizo. Ella sola, con una voz pequeña y sin instrucción, lo hizo. No había ningún cantante famoso allí con ella. No había músicos de talla mundial que la acompañaran. Ella cantaba, solo ella, frente a una sala llena de gente y con cientos de millones de personas mirando en todo el mundo.
–Dios bendiga a América —comenzó. Sonaba como una niña pequeña. —Tierra que amo.
Era como ver a alguien caminar por un cable en lo alto, entre dos edificios. Era un acto de fe. Luke sintió un nudo en la garganta.
La multitud no la dejó allí sola. Al instante, comenzaron a fluir. Voces mejores y más fuertes se unieron a ella. Y ella los guió.
Fuera de la habitación oscura, en algún lugar del pasillo en la tranquilidad de un hospital fuera del horario laboral, la gente del turno comenzó a cantar.
En la cama junto a Luke, Becca se movió. Abrió los ojos y jadeó. Su cabeza se movió a izquierda y derecha. Parecía lista para saltar de la cama. Vio a Luke allí, pero sus ojos no mostraron reconocimiento.
Luke sacó sus auriculares. —Becca —dijo.
–¿Luke?
–Sí.
–¿Puedes abrazarme?
–Sí.
Cerró la tapa del ordenador portátil. Se deslizó en la cama junto a ella. Su cuerpo era cálido. La miró a la cara, tan hermosa como cualquier supermodelo. Ella se apretó contra él. La sostuvo en sus fuertes brazos. La abrazó tanto que casi parecía querer convertirse en ella.
Esto era mejor que mirar a la Presidenta.
Al final del pasillo y en todo el país, en bares, restaurantes, casas y automóviles, la gente cantaba.
CAPÍTULO CUATRO
7 de junio
20:51 horas
Laboratorio Nacional de Galveston, campus de la Rama Médica de la Universidad de Texas – Galveston, Texas
—¿Trabajando hasta tarde otra vez, Aabha? —dijo una voz desde el cielo.
La exótica mujer de cabello negro era casi etérea en su belleza. De hecho, su nombre era una palabra hindú que significa “bello”.
La voz la sobresaltó y su cuerpo se sacudió involuntariamente. Se puso de pie, con su traje de contención hermético blanco, en el interior de las instalaciones de Nivel de Bioseguridad 4, en el Laboratorio Nacional de Galveston. El traje que la protegía también la hacía parecer casi un astronauta en la luna. Ella siempre odió usar el traje,