El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín. Guido Pagliarino
era la una. Tras anunciar que tal vez volvería a pasar y que, en todo caso, serían convocados para una declaración formal, dejé que los empleados cerraran la tienda y me fui a casa de mis padres.
Después de un centenar de metros, cuando entraba en a Via della Consolata, me llegó la voz de Alfonso:
—¡Brigada! —Me había seguido, añadió en cuanto se acercó, para decirme algo a espaldas de Mariangela—: Parece que esa criña6 se lo hacía con el jefe. Se ve —añadió— que le gusta que se lo hagan de dos maneras a la vez. Y por eso está de su parte. De todos modos… no sé, tal vez me equivoque, pero… ¿y si hubiera sido un pariente de Mariangela el que ordenara fraccare a golpes7 al jefe?
—Me habéis dicho que el hombre tenía acento piamontés, mientras que Mariangela es del sur. Si fuese un pariente suyo…
—… podría haber emparentado aquí con uno de los nuestros —sugirió, recalcando la palabra nuestros como dando a entender que se trataba de una estirpe mejor y mostrando una mueca de disgusto.
—Está bien, lo comprobaremos.
—… pero le ruego…
—No diremos nada a sus colegas, esté tranquilo.
Nos dimos la mano: la suya era viscosa.
De vuelta a la oficina después de tomar rápidamente la pasta con mis padres, redacté el informe para Vittorio.
Mi amigo no estaba. Hacía una media hora que se había ido a la estación de Porta Nuova para esperar un tren que debía traerle de Nápoles una ancella, como había pronunciado en broma. Se trataba, había precisado, de una huérfana de diecinueve años apenas alfabetizada, Carmen, que le enviaban su padre y su madre, «después de las debidas enseñanzas domésticas durante dos meses por parte de mamá», para que le llevara la casa, con un salario razonable, impidiendo así que, al vivir solo, continuará «estropeándose el estómago y el hígado en las casas de comidas».
Mi amigo llegó a la comisaría hacia las cinco de la tarde y con cara de completa satisfacción me dijo:
—Hoy he comido bien, ¡viejos sabores de mi hogar! Te tengo que invitar, Ran —Pero cuando supo acerca del caso del monstruo, se puso serio—: ¡A trabajar! Mira: esta tarde, hacia la hora de la cena, te vas a la casa de la tal Mariangela, como un invitado inesperado, y mientras están todos en la mesa ves si alguno de ellos tiene las características del agresor, escuchas y… en resumen, ya me entiendes. Pero trata de no despertar sospechas delante de sus parientes si ves que todo está bien. Cuando vuelvas, me cuentas.
Mariangela y su familia, los Ranfi, vivían en la periferia, en una casa nueva con portero automático. Eran poco más de las 19:
—Soy el brigada Velli —grité espontáneamente, ya que la voz masculina que me había respondido apenas se oía.
El hombre replicó con impaciencia:
—… ¿pero por qué tiene que gritar tanto? —Y añadió un insulto vulgar.
—¡Seguridad Pública! —dije enojado.
—¿Cómo? —La voz está vez, sonaba alarmada.
Recordando que no tenía una orden judicial, me contuve y repliqué con calma:
—Soy el subbrigada Velli. Déjeme subir: debo hablar con la señorita Mariangela. Es por la agresión.
—Ah… sí: primer piso, escalera B, de Bolonia.
Estaba a punto de entrar cuando un hombre de unos cincuenta años salió ágilmente del edificio mirando al suelo. Era grande, calvo y tenía un esbozo de joroba. En un segundo, lo detuve mostrando mi placa:
—¡Documentos! —¿Tal vez habían tardado en abrirme para que pudiera salir?
Me dijo espontáneamente, con un fuerte acento siciliano:
— Pe'cché mai, che fici?! Niente di niente fici!8
—¡No discuta! ¡Documentos! —Por prudencia, colocando la mano derecha a un lado, bajo la chaqueta, la acerqué a la pistola que llevaba en su funda mientras con la izquierda tomaba la tarjeta de identidad del hombre.
Era un comerciante ambulante, que vivía en el edificio. Su apellido, Gargiulo, no se correspondía con el de Mariangela, pero podía ser un pariente político.
—Lléveme a su piso.
—… pero comisario…
—Soy subbrigada. No se preocupe, estos realizando una investigación… Así que estamos interrogando a todos en la zona.
Se calmó:
—Mire que somos buena gente.
Según los empleados de Benvenuto, el agresor hablaba con acento piamontés, pero ya sabía por experiencia que los testimonios muchas veces eran incorrectos, aunque fuera involuntariamente. Por otro lado, el maltratador había dicho muy pocas palabras. Además, había advertido una cicatriz sobre la frente del hombre, aunque muy corta y vertical, sobre la nariz, no larga y horizontal.
No tenía ningún derecho a comportarme así: solo podía comprobar los documentos del hombre y luego dejarle que siguiera su camino.
Tomamos el ascensor hasta el sexto piso.
Una vez en la vivienda, le pedí que reuniera a todos los miembros de la familia, porque tenía algunas preguntitas que hacer. A los Gargiulo les debía ir bastante bien: de hecho, un televisor, y además de 21 pulgadas y no de 17, algo de ricos en 1959, destacaba en la estancia en la que nos reunimos: el jefe de la casa, su mujer, una señora baja y estropeada de unos cincuenta años, tres hijos de quince a veinte años, que ayudaban al padre en los mercados, y yo.
—¿Estáis todos?
—Sí —respondió la madre.
—… y de vuestros parientes, los Ranfi del primer piso, ¿qué me podéis decir?
—¿Parientes? —se sorprendió el hombre—, ¡pero si ni siquiera nos conocemos!
—¿No me digáis que vivís en la misma casa y nunca los habéis visto?
—Sí, visto sí— respondió por él la mujer—, pero solo dándonos los buenos días o las buenas noches; ecché, male ficero?9
—Antes que nada, ¿adónde iba? —pregunté al cabeza de la familia sin responder a la pregunta.
—¡Eh! ¿Adónde iba a ir? Con los amigos al bar, como siempre. Para… para charlar amigablemente y tomar un aperitivo antes de cenar.
Había abusado demasiado y decidí despedirme. Pero antes dije, dirigiéndome a la señora:
—A propósito de su pregunta, los Ranfi no han hecho nada malo —Les di las gracias y me dispuse a bajar a pie al piso de Mariangela.
—Un dolor en el culo —me llegó desde el piso, con la puerta ya cerrada: era la voz de la señora.
Había sido Nicola, el padre de Mariangela, el que había respondido al portero automático: grande, pero en un sentido enfermizo, ojos arrugados y rostro exangüe, no tenía piernas y estaba en una silla de ruedas. En cuanto su esposa, Annachiara, me llevó a la cocina, el hombre, que todavía estaba junto a la entrada, me dijo sin aliento, como si no hubiera esperado otra cosa en su vida:
—Es la fábrica la que me redujo a esto: un accidente en el trabajo que se hubiera podido evitar si…
—… son cosas que no le interesan al señor —le calló la esposa, una mujer agradable, alzando brevemente los ojos al techo. Luego dijo, volviéndose a mí—: ¿Podemos ofrecerle un café, oficial?
—No, gracias: todavía no he cenado.
—Bueno, pues un