El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín. Guido Pagliarino
se iba yendo, mientras farfullaba:
—¡Menos mal que me han dado la pensión de invalidez! Si no, quién sabe cómo nos las arreglaríamos en esta casa.
—Menos mal que mi hija trabaja y yo trabajo todo el día —me susurró la señora de la casa, sin preocuparse por que el consorte, apenas al otro lado de la puerta, pudiera oírla y tendiéndome el vaso, añadió—: Modestamente, creo que nos las arreglamos bastante bien sin señores.
Me acomodé, después de dar la mano a Mariangela, que estaba sentada en la mesa. Apenas debían haber terminado de cenar, porque todavía estaban allí los platos con los restos de la fruta.
—¿Toda la familia está aquí? —pregunté a la joven, mientras la madre se sentaba a su vez.
—Sí.
—¿Otros parientes aquí en Turín?
—El único pariente es mi marido —intervino Annachiara.
—No entiendo.
—No, no en el sentido de que es mi marido, sino en que somos primos muy lejanos. Vinimos aquí hace muchos años.
—¡Nos habíamos metido en un lío! —se entrometió desde la otra estancia la voz de Nicola, que, evidentemente, estaba oyendo todo—: ¡Yo tenía solo trece años, modestamente! ¡Y ella también! Fue en 1941. Escapamos de Apulia para venir aquí, a Turín. ¡Querían matarnos, sus parientes y los míos! Ella llevaba a Mariangela en su vientre, ¿entiende? —A esto le siguió una risita chillona.
La mujer se puso lívida:
—No le haga caso: después del accidente se ha vuelto un poco… raro.
—Al menos —llegaba de nuevo la voz del consorte—, no se tuvo que pagar las celebraciones: matrimonio aquí, en Turín, una vez llegamos a la edad legal. ¡Matrimonio de pobres!
Annachiara quiso precisar:
—Muchos sacrificios, oficial. Como muchos mozos estaban en el frente, Nicola encontró trabajo con un artesano, sin cotizar, naturalmente, y por unas pocas liras. Yo trabajé como asistenta de su jefa, solo comida y alojamiento. Cuando se dieron cuenta de que estaba encinta, quisieron echarme, pero luego sintieron compasión y…
—… ¡no! Le convenía explotarnos —esta vez el tono de voz del hombre era airado.
—En resumen, la señora me ayudó con el parto, dejando que me quedara con la niña, en lugar de hacerme dejarla en el orfanato. Nicola dormía sobre un catre en un rincón del taller, yo con Mariangela en el desván de la casa, pero estábamos en guerra y de noche, por las alarmas, estaba casi más tiempo en el sótano que en la cama. La pudimos reconocer como nuestra, a la niña, solo después del matrimonio. Para el papeleo, nos ayudó un abogado de un sindicato, porque había complicaciones, dado que no habíamos registrado el nacimiento: se basó en cosas como la guerra, los bombardeos y la familia dividida.
Se entrometió de nuevo la voz del marido:
—La guerra terminó justo a tiempo. Si no, hubiera acabado siendo soldado.
—Ya llevábamos bastante tiempo con el artesano, cuando mi marido fue contratado en la industria y allí, hace cuatro años, se produjo la desgracia —Aquí Annachiara fue al grano—: Oficial, ¿tenía que preguntar algo a Mariangela? —Y se puso de inmediato a recoger la mesa—: Perdone, lavo rápido los platos y luego me voy a dormir, porque hoy ha sido un día…
Ya sabía todo lo que me interesaba, pero, para justificar mi visita, hice varias preguntas a la joven y no hubo ninguna sorpresa.
—… Entonces —pregunté—, ¿qué me puede decir más en concreto de su patrón?
—Que es… un santo.
—Nada menos —me maravillé—. Parece que sus colegas no están muy de acuerdo con usted.
—Esta mañana no me he atrevido a decir nada: la tienen tomada con él simplemente porque es el jefe, y también conmigo porque me gusta un poco.
—Le resulta simpático.
Quedó perpleja por un momento, mirándome a los ojos y luego bajó la mirada:
—Depende de qué entienda por simpatía.
La madre, que entretanto había empezado a lavar los platos en el fregadero, se quedó parada y miró a la joven con una mirada interrogativa.
—Entiendo que una simpatía humana normal hacia las personas educadas.
Annachiara volvió a sus tareas.
—Sí, en ese sentido, sí: es un hombre que cuando puede hace el bien. Ha dado muchas limosnas, ¿sabe? Y también es poeta. Si no tuviera esa desgracia…
—¿Un poeta?
—Sí, escribe poesías muy bellas: incluso sobre mí. Espere, que voy a buscar una.
Volvió con un texto mecanografiado. En efecto, se trataba de una lírica agradable, en versos sueltos, donde el autor, castamente, elogiaba a Mariangela por su bondad y su inteligencia. Pensé que el hombre podía haber estado enamorado, pero que nunca se declaró debido a su monstruosidad. Dije con una gran sonrisa:
—En resumen, que si no hubiera sido por su… defecto, según usted ¿habría sido un buen partido?
—¡Oh, sí! —reconoció—, aunque tenga casi once años más que yo: pero esto no importaría sin ese… defecto.
¿Era posible que Mariangela lo quisiera? ¡Alguien con una monstruosidad semejante! ¿Tal vez le avergonzara admitirlo, tal vez incluso a sí misma?
Pienso que transparentaba mis ideas, porque la joven habló de mis pensamientos:
—No se puede una enamorar de alguien como él, pero… se puede querer un poco. No sé, como… casi como a un hermano.
—Entiendo —Así que tenía delante de mí una buena chica, no la perversa sensual que me había sugerido el viscoso de Alfonso.
El comisario se tomó en serio el caso, aunque fuera secundario: lo que le dije sobre Tarsicio le conmovió. Por tanto, decidió ocuparse de las investigaciones en persona, cosa que en aquellos años lejanos todavía podía hacerse, especialmente si el comisario se llamaba Vittorio D’Aiazzo.
Llamó al hospital: Tarcisio había recuperado la consciencia, milagrosamente, había precisado la monja, pero ahora tenía un pronóstico muy grave y estaba en un estado de confusión. Al no poder oírlo, Vittorio decidió interrogar a la empleada despedida:
—Tal vez antes de irme a casa le haga una pequeña visita. A esta hora la gente está cansada y se le escapan cosas.
Poco después de las nueve de la tarde, el comisario llamaba a la puerta de la casa de Giulia. Se trataba, como me dijo después, de un pequeño alojamiento en el último piso de un edificio muy viejo en Corso Vercelli. La mujer, de unos treinta años, morena y graciosa a pesar del mucho maquillaje que le ocultaba el rostro, le abrió con una sonrisa, con una vestimenta transparente y unas braguitas rosas, sin sujetador, completamente perfumada con una colonia vulgar dulzona, diciendo en cuanto le vio:
—Ven, querido.
Pero la sonrisa desapareció en cuanto vio a D’Aiazzo: evidentemente esperaba a alguien, pero sin duda no a él. Vittorio, quien, en sus primeros tiempos en Roma, siendo todavía subcomisario, había sido destinado a Buenas Costumbres, tuvo la fuerte sospecha de que se trataba de una prostituta: ¿Giulia complementaba así su salario? Lo cierto es que, en cuanto mi amigo se identificó, se sobresaltó. Vittorio la tranquilizó, diciendo que solo estaba allí buscando información sobre Benvenuto y la mujer se tranquilizó un poco, aunque se mantuvo todo el tiempo en una espera ansiosa echando miradas fugaces a la puerta entreabierta. No invitó a Vittorio a sentarse. Hablaron de pie,